La vida era una perra desalmada

Jaime Bayly

A veces se echaba al pie de un ombú centenario y rogaba a ese árbol que se apiadase de él y lo educase en la paciencia. Barclays había soñado con ser feliz en Buenos Aires y ahora quería morir en Buenos Aires porque nunca había sido tan miserable como en aquella ciudad.


Alejado de la televisión, obsesionado con escribir una novela sobre su padre, que estaba enfermo de cáncer, y a quien no veía hacía años, Barclays se mudó a Buenos Aires en la primavera en que los Kirchner ganaron las elecciones presidenciales.

Amante de la Argentina desde niño, adicto al fútbol argentino en todas sus formas, lector de los grandes autores argentinos, Barclays, que en su juventud entrevistó a Borges y Sábato para la televisión de su país, alquiló un apartamento en la calle Roque Sáenz Peña, en el barrio señorial de San Isidro, con vistas a las calles laberínticas y arboladas de Barrio Parque Aguirre. No debió arrendar esa propiedad: el día en que fue a conocerla con la agente inmobiliaria, vio una estampita del fundador del Opus Dei, Escrivá de Balaguer, sobre la mesa de noche de la habitación principal. Pensó: es una mala señal. Pensó: si los dueños son del Opus Dei, como mis padres, acá no seré feliz. Pensó: un agnóstico no debería vivir en un lugar impregnado de supersticiones religiosas. Sin embargo, como las vistas del piso le parecían de ensueño, finalmente lo alquiló.

Hasta entonces, Barclays había vivido en un puñado de ciudades: Lima, donde nació y creció, donde conoció la devoción religiosa de su madre y las iras de su padre; Madrid, donde comenzó a escribir ficciones; Washington, donde se casó con una mujer, nació su hija mayor y terminó su primera novela; y Miami, donde triunfó en la televisión hasta que se hartó de ella y la dejó, para irse un año sabático a Buenos Aires. Hasta entonces, había publicado ocho novelas: las tres primeras, escritas en Washington; el resto, en Miami, donde se familiarizó con una sensación plácida y sosegada, parecida a la felicidad.

Al mudarse a Buenos Aires, Barclays pensó que le aguardaban los tiempos más felices de su existencia. El destino o el azar o el infortunio se encargaría de corregir brutalmente aquella previsión. Buenos Aires esperaba a Barclays como un canalla en la penumbra, premunido de un puñal, dispuesto a hacerlo sangrar.

Barclays y su padre llevaban años sin verse. Eran enemigos a tiempo completo. No lo ocultaban. Su padre estaba gravemente enfermo de un cáncer en el estómago que no tenía remisión. Sentía vergüenza por las cosas que su hijo escribía en los libros y decía en la televisión. Deploraba que su hijo se declarase agnóstico y bisexual. Sufría cuando su hijo hablaba de sus novios con calculada insolencia. Tal vez pensaba que Barclays gobernaba su vida con una misión guerrillera: la de provocarle tormentos, miserias, bochornos, oprobios. Pero Barclays no hacía las cosas que hacía para incordiar a su padre. Probablemente las hacía para curarse de su padre, para sanarse de él. Pues su padre había sido viciosamente sádico con él, cuando era un niño. Le había pegado y lo había insultado al punto de que Barclays sentía pavor por su padre, huía de él, prefería no verlo nunca.

Como las sombras de la muerte acechaban a su padre, Barclays, ya instalado en Buenos Aires, recibía a menudo mensajes de su madre, rogándole que viajase a Lima y visitase al señor Barclays en la clínica, antes de que fuera demasiado tarde. Idealmente, Barclays quería visitar a su padre, perdonarlo, reconciliarse con él. Por desgracia, no podía hacerlo. Por eso, abatido, descorazonado, empezó a escribir una novela sobre un padre enfermo de cáncer y un hijo que lo odia, que no puede perdonarlo, que no puede visitarlo. Las fiebres y los delirios de la literatura, las licencias y los desmanes de la imaginación, le permitían a Barclays vengarse de la realidad y revivir las miserias de la vida misma, corrigiéndolas, mejorándolas. Lo que no podía hacer en la realidad, ver a su padre, lo hacía, sin embargo, en la novela, cada tarde en que se sentaba a escribir.

Disminuido por la enfermedad de su padre, Barclays se dio prisa con la novela, se propuso acabarla antes de que el cáncer acabase con su padre. Sin embargo, sus reservas físicas y emocionales se encontraban diezmadas. De pronto, sin previo aviso, una crisis de insomnio se abatió sobre él: le daban las tres de la mañana y no podía dormir, le daban las seis de la mañana y seguía sin poder dormir. Tal vez porque sentía un frío insidioso en los pies (un frío que acaso se deslizaba por las rendijas de las ventanas mal instaladas), tal vez porque escuchaba las discusiones a gritos de una otoñal pareja alemana en el piso de arriba (deben de ser nazis que escaparon a tiempo, pensaba), tal vez porque sabía que a las seis en punto de la mañana los vecinos sospechosos de nazis subirían las persianas eléctricas, haciendo un ruido irritante, Barclays simplemente no podía dormir y al día siguiente era un despojo, un náufrago en alta mar, un hombre derrotado, triste, sin futuro.

Desesperado, Barclays salía de madrugada a dar paseos a pie por el barrio aledaño de las calles laberínticas y arboladas y deseaba con fervor suicida que pasara una moto, lo asaltara y lo matara allí mismo, para acabar con sus pesares. A veces se echaba al pie de un ombú centenario y rogaba a ese árbol que se apiadase de él y lo educase en la paciencia. Barclays había soñado con ser feliz en Buenos Aires y ahora quería morir en Buenos Aires porque nunca había sido tan miserable como en aquella ciudad. La vida era una perra desalmada.

A pesar de que se declaraba agnóstico, a veces Barclays caminaba hasta la catedral de San Isidro, se tendía en una banca de atrás y rezaba para que los dioses le devolvieran la fe en el sueño bienhechor. En ocasiones se registraba en el hotel del Casco, pero tampoco conseguía dormir. La vida no consistía en disfrutar ni en gozar: consistía en arrastrarse, en resistir, en sobrevivir a duras penas. Así, arrastrándose, escribía la novela sobre su padre.

Peor todavía, Barclays llevaba más de un año sin ver a sus dos hijas, debido a que su exesposa, quien vivía en Lima con las niñas, había resuelto castigarlo por decir que se había enamorado de un argentino, privándolo de ver a sus hijas, de viajar con ellas, de llevarlas a Buenos Aires. Es decir que Barclays llevaba años sin ver a su padre, que no le perdonaba su afición erótica por los hombres ni su vocación literaria por contarlo todo, y más de un año sin ver a sus hijas, pues su exesposa creía, y así lo decía a gritos, que el novio de Barclays podía ser una influencia venenosa para sus hijas, hacerles daño.

Si Barclays no murió o no se mató, si no saltó del balcón del piso alto en que vivía en Buenos Aires, fue porque tenía que terminar la novela. La literatura, una vez más, le salvó la vida.

Terminada la novela, Barclays viajó a Lima para despedirse de su padre y acaso para morir en esa ciudad de una sobredosis de pastillas para dormir. No quería seguir viviendo: quería dormir y no despertar. Pero antes debía decirle adiós a su padre.

No fue fácil, sin embargo. Ya estando en Lima, el miedo lo paralizó, el rencor lo agrió, las dudas lo invadieron. Quería despedirse de su padre, sí, pero no rendirse ante él, no capitular.

Cuando Barclays entró a solas en la habitación de su padre en una clínica, su madre lo esperaba afuera, rezando para que ese encuentro no terminase mal, como solían terminar los encuentros entre padre e hijo. Al ver a su padre rebajado por el cáncer, flaco y arrugado, el miedo a morir anidado en sus ojos, Barclays se conmovió y sintió algo que nunca había sentido por su padre: pena por él. Le dio un beso en la frente, lo tomó de la mano, le dijo que lo quería, que lo perdonaba, que no había rencores, que los dos eran igualmente culpables de que las cosas hubiesen sido siempre tan jodidas entre ambos.

-Te pido perdón, papá -le dijo-. Te quiero mucho, a pesar de todo.

Su padre quiso hablar, pero no pudo. Barclays lo besó en la frente nuevamente. Nunca había besado a su padre en la frente. Hacerlo fue una liberación, sacarse un lastre de encima. Sintió que su padre le decía, con la mirada traspasada de culpa, angustia y ternura, que él también le pedía perdón.

Al día siguiente, el padre de Barclays murió. Dispuesto a cumplir la segunda y última tarea, Barclays caminó a una farmacia cercana, compró sin prescripción un frasco de hipnóticos, regresó a su cama y tomó solo dos pastillas, no todas. Durmió diez horas consecutivas. Al despertar, era un hombre renacido. Se curó del insomnio y, al mismo tiempo, se hizo adicto a ese hipnótico.

De regreso en Buenos Aires, Barclays devolvió el apartamento alquilado, en el que vivió el peor año de su vida, y se mudó a Washington, donde había sido contratado como profesor visitante de literatura latinoamericana, en la universidad de Georgetown. Pensaba que sería feliz en Washington, enseñando literatura. De nuevo, el destino o el azar o el infortunio se encargaría de corregir brutalmente aquella previsión.

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