Incondicional de nadie
Barclays se inauguró como periodista de televisión a los dieciocho años y fue despedido, en medio de un escándalo, dos años después. Lo echaron por preguntarle en televisión al candidato presidencial puntero en las encuestas si estaba bien de la cabeza, si había tenido problemas de salud mental, si lo habían dormido clínicamente, si le habían hecho la cura del sueño.
A menudo Barclays se dice a sí mismo: el buen periodista no debe tener miedo a que lo despidan ni a llevar una vida austera, alejada de los privilegios del poder. El buen periodista no debe aspirar a ser diputado, ministro, embajador. El buen periodista debe perseguir la verdad, no el poder. El buen periodista debe ser un marginal, un francotirador, una oveja negra, una piedra en el zapato. El buen periodista debe estar peleado con el gobierno de turno. El buen periodista debe ser un opositor, un contrario, un detractor.
Barclays consiguió su primer trabajo como periodista cuando tenía quince años y no había terminado el colegio. Fue columnista político de un diario conservador, de derechas. El director del diario no era un empresario ni un gerente, era un periodista de raza. En apenas tres años, el diario quebró por falta de auspiciadores y lectores. Barclays se dijo a sí mismo: el periódico ha quebrado porque era administrado como una empresa pública deficitaria. El buen periodista raramente es un buen empresario. Por eso el buen periodista necesita de un buen empresario para sobrevivir. Si el periodista se mete a empresario y lo hace mal, mueren el periodista, el empresario y el medio, todos a la vez. El problema es que el empresario de medios periodísticos debe comprender que, siendo el dueño, no siendo periodista, el contenido lo determinan con autonomía sus periodistas, no él, a pesar de que ellos están subordinados a él.
Barclays se inauguró como periodista de televisión a los dieciocho años y fue despedido, en medio de un escándalo, dos años después. Lo echaron por preguntarle en televisión al candidato presidencial puntero en las encuestas si estaba bien de la cabeza, si había tenido problemas de salud mental, si lo habían dormido clínicamente, si le habían hecho la cura del sueño. Ofuscado, el candidato se negó a responder, dijo que la pregunta era un golpe bajo y, una semana después, arrasó en las elecciones y se convirtió en presidente. Barclays se preguntó: ¿es legítimo que un periodista meta sus narices en la salud mental de un candidato a presidente, o de un presidente en funciones? ¿Tiene derecho un periodista a buscar la historia clínica de un político, o los problemas de salud pertenecen a la intimidad, la vida privada? Barclays se respondió: la pregunta que le hice al candidato estuvo bien formulada. Sin embargo, el dueño del canal lo despidió sin miramientos, para complacer al presidente electo. Durante cinco años, Barclays se marchó al exilio, donde continuó su carrera como periodista de televisión.
En el ocaso del gobierno del presidente con trastornos mentales, Barclays regresó a su país y volvió a la televisión, apoyando resueltamente la candidatura presidencial de un ilustre escritor. El periodista se convirtió entonces en un propagandista. Todas las noches, convertido en un defensor a ultranza del escritor, usaba su programa no como una tribuna abierta a todas las voces, respetuosa de todas las opiniones, sino como una trinchera para irse a la guerra contra los enemigos del escritor. Los enemigos del escritor-candidato eran sus enemigos. Más que periodista independiente, Barclays parecía un periodista dependiente. ¿Dependiente de qué, o de quién? Dependiente de los intereses del escritor-candidato. Barclays no defendía sus intereses ni los de su público espectador: defendía los intereses del escritor-candidato. Cada entrevista que hacía, cada pregunta que formulaba estaba pensada con esa lógica: ¿esto le conviene al escritor-candidato, esto lo ayuda a sumar votos? Barclays se preguntaba: ¿estoy haciendo bien mi trabajo, estoy siendo un buen periodista, o me he convertido en un propagandista, un panfletario, un periodista sectario, integrante de la secta iluminada del escritor-candidato? Cuando el ilustre escritor perdió las elecciones y se marchó al exilio, Barclays también eligió el destierro melancólico. Tuvo entonces ocasión de reflexionar sobre el poder y los límites de un periodista de opinión. ¿Debe un periodista de opinión decirle a su público que apoya a tal o cual candidato y deplora a tal o cual candidato? Si lo hace, si toma partido, si cava una trinchera para defender a un candidato y destruir a otro, ¿no socava su independencia, devalúa su credibilidad, traiciona a su público? Barclays razonó: el periodista puede opinar y debe opinar, cómo no, pero nunca debe ser incondicional de nadie, nunca debe convertirse en un defensor sectario y cerril de nadie. Es decir, el buen periodista debe ser siempre un opositor, un contrario, incluso de aquellos políticos que son sus amigos o por los que podría votar. Sin embargo, ¿no debería el buen periodista pensar primero en los intereses del país, antes que en su agenda ética? Es decir, si al país le conviene que gane tal candidato a presidente, ¿no debería el periodista apoyarlo, pensando en lo mejor para sus connacionales? No. Lo mejor para sus compatriotas es que el periodista no sea un defensor a ultranza de nadie y sepa preservar una distancia crítica de todos. Eso es lo que le conviene al país, al periodista y a los políticos. Un periodista que es incondicional de alguien es por consiguiente un periodista miope, es decir un mal periodista, uno en el que no se puede confiar, y una sociedad libre necesita de periodistas independientes, insobornables.
Una década más tarde, quizás porque había aprendido la lección, Barclays denunció en la televisión a un candidato a presidente por no reconocer a su hija biológica de catorce años. Lo denunció a pesar de que era su amigo y pensaba votar por él. Sin embargo, entendió que al país le convenía saber la verdad respecto de la catadura moral de aquel candidato, quien, a la postre, y aun negando a su hija con descaro, ganó las elecciones y juró como presidente. No pocos políticos y periodistas criticaron ferozmente a Barclays por aquella denuncia sobre la hija negada. Le dijeron que había invadido la intimidad del político, que había violentado su vida privada, que estaba practicando un periodismo asqueroso, inmundo. El dueño de la televisora donde se hizo la denuncia le dijo a Barclays que estaba indignado con él porque le había dado un golpe bajo, innoble, al candidato a presidente. Además, le dijeron a Barclays que no tenía autoridad moral para sermonear o pontificar sobre la paternidad o las virtudes familiares de nadie. Barclays se preguntó: si tengo las pruebas de que un político poderoso, en vías de ser presidente de la nación, está negando a su hija biológica adolescente, ¿es legítimo mostrarlas en la televisión, denunciar al candidato, exigirle una prueba genética para conocer la verdad? Se respondió: sí, es buen periodismo hacer la denuncia. Mal periodismo sería no hacer la denuncia porque soy amigo de ese político y pienso votar por él. Por supuesto, tan pronto como ese candidato acanallado ganó las elecciones, el dueño de la televisora despidió a Barclays, en represalia por no haberle obedecido dócilmente.
Unos años después, un líder histórico de la izquierda radical se negaba sistemáticamente a darle una entrevista en la televisión a Barclays, quien tuvo entonces una idea tramposa: contrató a un reportero argentino, que hablaba como argentino, y le encomendó que pidiera una entrevista al político de izquierdas, diciéndole que sería emitida por un canal importante de la televisión argentina. El político de izquierdas, halagado en su vanidad, pensando en que los argentinos querían verlo en televisión, concedió la entrevista, cayó en la trampa. El reportero argentino cumplió a cabalidad su papel de impostor o espía y hasta le preguntó al político de izquierdas qué pensaba del inefable Barclays. Emitida la entrevista en su programa, Barclays se preguntó: ¿se justifica engañar a un político, diciéndole que la entrevista será difundida en un país donde nunca será propalada, solo para doblegar su renuencia a contestar preguntas incómodas y obtener por fin la entrevista que nos niega? Barclays se respondió: sí, es una mentira piadosa que sirve a un fin justo: conocer lo que ese político piensa de veras y acaso comprender por qué no quería hablar con un periodista a quien percibía como adversario y sí estaba dispuesto a hacerlo con un reportero argentino, a quien veía como alguien neutral o inofensivo.
Ejerciendo el periodismo de opinión y dispuesto a ser incondicional de nadie, Barclays recibió una grabación obtenida clandestinamente en la que se escuchaba a una poderosa jefa política de derechas diciendo groserías y obscenidades que reñían estrepitosamente con su discurso público conservador. La señora decía que sus enemigos, a quienes despreciaba, podían meterse entre las nalgas, por la cavidad anal, el cargo público al que ella aspiraba. Era una declaración altisonante, procaz y, al mismo tiempo, hilarante, deliciosamente impúdica, como si uno pillara a una monja de clausura hablando con una operadora erótica, un espectáculo digamos improbable e impensado. Barclays razonó: esta grabación, que no sé quién me ha enviado, ha sido obtenida ilegalmente, vulnerando el derecho a la privacidad de la señora de derechas, invadiendo su intimidad, espiando sus conversaciones telefónicas. Luego se preguntó: debido a ello, ¿debo prescindir del audio y tirarlo a la basura? Es decir: si la grabación es ilegal, ¿difundirla públicamente también sería ilegal? Barclays concluyó: siendo una jefa política poderosa, y hablando de asuntos que conciernen a la vida pública, es materia relevante, de interés público, que se sepa la conversación escabrosa, que la gente la escuche a viva voz. Pero, además, Barclays estaba enemistado con esa jefa política de derechas porque ella se oponía a la candidatura presidencial que el periodista anunciaba, no se sabía si en serio o en broma. Difundido el audio del escándalo, la jefa de derechas cayó en desgracia y perdió las elecciones. Barclays fue enjuiciado y ganó en los tribunales con el argumento de que la grabación truculenta era materia de interés público. Pero ¿qué hacía Barclays jugando con la idea de ser candidato a presidente, al mismo tiempo que ejercía el periodismo de opinión? ¿No eran ambos oficios esencialmente incompatibles? ¿No sabía Barclays que un buen periodista debía ser un opositor, un contrario, un detractor, y alejarse por instinto del gobierno de turno? Por lo visto, Barclays, envanecido, había olvidado esa lección. En la hora crucial, tuvo la lucidez de no inscribirse como candidato y seguir siendo un periodista.
Al año siguiente, de nuevo desterrado, Barclays hizo un programa de televisión de temporada electoral, tratando de impedir el triunfo de un candidato de la izquierda chavista. Durante cinco semanas consecutivas, postuló razones, argumentos, pruebas y testimonios tratando de demostrar que, si ese líder chavista, nacionalista, exmilitar, llegaba al poder, la democracia y la economía de mercado estarían en peligro. Es decir que Barclays hizo un programa no para favorecer explícitamente a nadie, como había hecho veinte años atrás con el ilustre candidato- escritor, sino para destruir o demoler al jefe de la izquierda, presentándolo como un enemigo de la libertad y la democracia, como un golpista, un conspirador y un felón, como un peón en el ajedrez del espadón venezolano Chávez en la región. ¿Hizo bien o hizo mal Barclays en volcar su pasión oratoria a la televisión para impedir el triunfo del candidato de la izquierda chavista en su país? En aquel momento, Barclays pensaba que estaba haciendo una contribución a su país, tratando de salvar las libertades amenazadas, lo que, a sus ojos, justificaba irse a la guerra contra el candidato antiliberal. Ahora, una década más tarde, sabiendo que el militar de izquierdas nacionalistas ganó las elecciones y no destruyó la democracia ni la economía de mercado, Barclays piensa que, en esa hora capital, debió recordar la máxima de fuego de un buen periodista: sé opositor no de uno sino de todos, critica no a uno sino a todos, haz preguntas difíciles y entrevistas combativas no a uno, sino a todos.
Por eso, ya cincuentón, aún en el exilio, Barclays ha resuelto que no votará más en elecciones presidenciales ni parlamentarias, en elecciones regionales ni locales, que no apoyará a ningún candidato ni se irá a la guerra despiadada contra ningún candidato. Veremos si he aprendido la lección, piensa, y luego se dice a sí mismo: mi agenda será apoyarme a mí mismo, apoyar a mis lectores y espectadores, es decir, apoyar mi independencia y mi libertad como periodista de opinión que, tantas veces despechado, ahora ya no se casa con nadie.
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