Yo, gorda y casquivana: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly

¿Para qué he nacido entonces? La respuesta corta sería: para comer. Siempre tengo hambre, siempre estoy picando algo. Sobre todo, tengo hambre de madrugada. A esa hora bajo a la cocina, abro la nevera y ataco con ferocidad mis provisiones.


Soy una señora gorda, obesa, mórbidamente obesa, de derecha, de extrema derecha, de extrema derecha pistolera. A mi derecha no hay nadie, no hay nada, solo un abismo insondable, un precipicio sin fin. Todos están a mi izquierda y son sospechosos de tontos, de tontos útiles, de tontos inútiles.

Ya desde niña era de derecha, aunque entonces era flaca y nadie sospechaba que me convertiría en el hipopótamo que soy ahora. Mis padres tenían dinero. Vivíamos en una casa tan grande que no podías ver dónde terminaban los jardines. Era una gozada. Mi padre era pistolero, coleccionista de armas de fuego, cazador de animales, amante de los safaris. No creía en la democracia. Decía que los indios del pueblo eran tan ignorantes que no podían elegir al gobierno. Creía en la dictadura militar. Decía que nuestros países ignorantes debían ser gobernados con mano de hierro por sus amigotes militares. Todos los generales de la dictadura eran sus amigos y venían a emborracharse a la casa y estaban siempre complotando un golpe de unos espadones contra otros, pérfida conspiración que al final no ejecutaban porque el día del golpe estaban durmiendo una resaca feroz. Papá era un conspirador, un golpista. Admiraba a Franco y a Pinochet.

Mi madre también era de extrema derecha, aunque no de derecha pistolera, pues ella aborrecía las armas y detestaba a los militares: era de derecha religiosa, reaccionaria, antiliberal. Pertenecía a una cofradía conservadora, el Opus Dei, de hombres reprimidos y mujeres castas, todos más o menos ricachones. Mamá decía que la democracia no funcionaba en nuestros países pobres porque la gente era muy bruta para elegir a sus representantes. Mamá pensaba que la dictadura ideal era una teocrática y que el gobierno debía estar presidido por obispos, arzobispos y cardenales. Como mi madre decía que las pastillas anticonceptivas eran para las ateas desalmadas y mi padre decía que el condón era un invento satánico, tenían un hijo cada dos años, religiosamente. Por eso ahora somos doce hermanos, yo la más gorda y la más puta de todos.

No sé si por rebeldía contra mis padres o porque era mi mandato genético, fui muy casquivana, muy hetaira, quiero decir muy puta, desde que entré en la universidad. Me gustaban mucho los hombres religiosos, reprimidos, atormentados por la culpa, esos eran los más fogosos en la cama. Me decepcionaban los estudiantes de izquierda, los poetas socialistas, esos solían ser hablantines, pero, a la hora de la refriega erótica, más bien melancólicos, depresivos, un tanto babosos. Por eso yo era de derechas intelectualmente y también de derechas sexualmente. Me definía como una mujer capitalista, individualista, egoísta. Cuando me hablaban del capitalismo compasivo o con rostro humano, soltaba una risotada. Yo creía en el capitalismo salvaje y en el fornicio salvaje.

Por supuesto, no terminé la universidad, me aburrí, la dejé. Los profesores me parecían zombis, criaturas fantasmagóricas, gente casposa que no conocía la prosperidad ni la felicidad. Por supuesto, nunca he trabajado en mi perra vida, siempre he sido una mantenida. ¿Mantenida de quién? De mis padres, especialmente de mi madre. Mi padre venía de una familia de banqueros ricos, pero mi madre lo dejaba como un pobretón: ella venía de una familia de mineros riquísimos. Entonces, cuando necesitaba un dinerillo, solo tenía que pedírselo a mi madre y ella, una santa, la mujer más generosa del mundo, lo transfería a mis cuentas bancarias. Para asegurarme el buen pasar que me daba mi madre, tenía que fingir ante ella que era muy religiosa. Entonces la acompañaba en sus viajes al Vaticano, en sus peregrinaciones a los sitios de vírgenes aparecidas y en sus retiros del Opus Dei con un montón de mujeres aguantadas y bigotudas. Ese era mi trabajo: simular ser creyente estando con mi madre, cuando, en verdad, no creía en nada, salvo en el dinero de mamá.

Como no tenía grado académico ni carrera profesional, como no tenía que trabajar para ganarme la vida, como me atraía la vida concupiscente, libidinosa, fue perfectamente natural que me dedicase a las drogas, sobre todo a la marihuana. Todo el día andaba fumada, volada, revirada. Eso me llevó a la gordura. La marihuana me daba tales antojos que me arrojaba como una foca sobre los chocolates y los helados. Contraté a un entrenador personal para bajar de peso, pero quien bajó de peso fue él porque lo convertí en mi amante todoterreno y lo dejaba exprimido tras montármelo. Ya en mis treintas, era gorda, derechista, vaga, marihuanera y saltimbanqui, siempre viajando, saltando de cama en cama.

Papá murió de cáncer y heredé varios millones. Mamá siguió acrecentando su fortuna porque los chinos compraban más minerales que nunca y entonces los precios de la plata y el cobre se dispararon. Escribí una novela harto lujuriosa recreando mi vida de fornicaria sin culpa, pero fue un absoluto fracaso editorial y causó un severo disgusto a mi madre y mis hermanos. Hice un programa de entrevistas en la televisión, entrevistas a artistas, a escritores, a pintores, en un canal de cable casi clandestino, pero fue un rotundo fracaso porque nadie lo veía y yo me quedaba dormida a ratos, escuchando las respuestas. Traté de producir un documental sobre las ventajas del capitalismo y el liberalismo salvajes, pero soy tan haragana que me salió un corto de ocho minutos que nadie vio ni premió. O sea, no he nacido para trabajar, y cuando lo he intentado, ha sido un esfuerzo contra natura, y lógicamente he fracasado.

¿Para qué he nacido entonces? La respuesta corta sería: para comer. Siempre tengo hambre, siempre estoy picando algo. Sobre todo, tengo hambre de madrugada. A esa hora bajo a la cocina, abro la nevera y ataco con ferocidad mis provisiones. No sé si tengo hambre, pero tengo ansiedad, crispación, auténtica desesperación por comer, por tragar. ¿Qué como? Principalmente, quesos, salmón ahumado, caviar y jamón serrano. Preparo croissants con queso y salmón, con queso y jamón, y los aplasto en la plancha, el queso bien derretido, y soy capaz de comerme tres croissants al hilo. Luego paso a las frutas: uvas, fresas, plátanos, melocotones, peras, papayas, todo untado de mermeladas de higo, de fresa, de guayaba, qué delicia. Finalmente, me arrojo sobre los helados y es un festín, una orgía de calorías. A las tres de la mañana vuelvo a mi cama y me siento idéntica a la canciller alemana Angela Merkel: una mujer de Estado: mi Estado es la nevera de mi casa. Paquidérmica, elefantiásica, tengo que dormir boca arriba, porque si me echo boca abajo, me ahogo.

Gorda, gordísima como estoy, me aterra contagiarme del coronavirus. Sé que moriría. No tengo defensas, barreras, sistema inmunológico ni sistema lógico, todo en mí es ilógico o antilógico. Por eso he dejado de volar en aviones. Por eso he dejado de conseguir amantes pundonorosos por internet. Por eso he dejado de pagar por sexo. No puedo andar revolcándome con extraños, como en mis épocas de gloria. Debo cuidarme, usar mascarilla, permanecer en casa, enclaustrada como monja. Mi cueva vaginal, que ha sido hospicio de tantos forasteros, que ha brindado cobijo a tantos y tantos visitantes, es ahora una zona en desuso, vedada, cerrada al público, como un teatro en decadencia, polvoriento, como un aeropuerto afantasmado, sin naves, sin pasajeros, sin free shop. Esto no es vida: no puedo viajar, no puedo copular, no puedo salir a restaurantes ni al teatro, no puedo visitar a mi madre, que ya con ochenta años tiene pavor de contagiarse. ¿A qué me dedico entonces? A comer, a dormir, a ver series y películas, a jugar con mi estado de ánimo. ¿Cómo juego con mi estado de ánimo? Con pastillas y con porros. Especialmente con pastillas. El señor de la farmacia, que es mi amigo de toda la vida, me manda a la casa, con un venezolano en moto, todas las pastillas que le pido, sin receta ni prescripción. Es una gozada, un deleite, un viaje astral. Y el venezolano en moto es muy simpático y quisiera ofrecerle mi cuchufleta, mi alcachofa, pero son tiempos de pandemia y no debo arriesgarme a que me sople el virus.

Confinada, apesadumbrada, atragantada, sueño con volver a viajar, con volver a sentirme puta, con viajar en el avioncito de mi madre, ella rezando en latín, yo esnifando dos rayas níveas en el baño del avión. Por ahora debo resistir, sobrevivir. Ya vacunada, ya libre, libérrima, voy a volcarme por completo a las conspiraciones políticas de derecha, de extrema derecha: voy a visitar a Macri en su casa de Acassuso cuando Juliana haya salido y proponerle un trío, yo cumpliendo el papel de colchón o plumón; voy a visitar a Piñera en su casa de Las Condes y pedirle que me vacune con dos dosis separadas por apenas una hora; voy a visitar a Fujimori en la cárcel y leerle textos del suicida Mishima a ver si se inspira de coraje; y voy a visitar a Uribe en su finca de Río Negro y vamos a montar a caballo, mientras rezamos el rosario, muy píos, muy verracos los dos. A Trump no pienso visitarlo en Palm Beach ni en ninguna parte porque tiene la inteligencia de un mosquito y el coraje de una gallina. Y porque sé que, estando tan gorda, me rechazaría, me haría un feo. A quien sí pienso visitar, con mi madre, claro, es al Papa argentino, me encantaría hacerme una foto con él y decirle al oído: Su Santidad, su amiga Cristina es el Anticristo, ojo con ella.

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