Fatigar su lengua viperina
Barclays fue uno de los fundadores del canal Mega, quince años atrás. Todos los demás talentos, todas las demás estrellas fueron cayendo con los años, como si el tiempo fuese una llovizna tóxica, corrosiva.
Hace quince años, uno de los hombres más ricos de Miami, Raúl Halcón, dueño de veinte radios en las principales ciudades de los Estados Unidos, fundó un canal de televisión en español, con base en Miami, orientado al público hispano de ese país. La inversión superó los cien millones de dólares. El plan de Halcón era disputarles y arrebatarles un pedazo de la torta publicitaria a las dos grandes cadenas en español de ese país: Univisión y Telemundo, negocios altamente rentables por el crecimiento de la audiencia hispana y su poder de compra. El nuevo canal se llamó Mega y consiguió entrar en los principales operadores de cable de la vasta geografía americana.
En ese momento, cuando se fundó Mega, el escritor Jimmy Barclays se encontraba viviendo en la ciudad de Washington, en el barrio noble de Georgetown, en una casa alquilada a una finlandesa alcohólica. Retirado de la televisión hacía tres años, Barclays daba clases de literatura hispanoamericana, como profesor visitante, en la universidad de Georgetown. Acababa de quedar segundo o finalista en el premio de novela Planeta España, adjudicándose un dinero no menor. No tenía planes de volver a la televisión. Quería ser un escritor a tiempo completo. Sin embargo, el oficio de profesor de literatura era uno bastante descorazonador: siendo un curso electivo y no obligatorio, a sus clases asistían diez o doce alumnos, no más, y a menudo esos alumnos no prestaban atención a Barclays porque preferían mirar su teléfono móvil, o escribir en su teléfono móvil, o simplemente bostezar y estirarse sin disimulo, como diciéndole al atribulado profesor: qué plomo son tus clases.
Cuando el gerente del nuevo canal Mega llamó a Barclays y le ofreció un programa a las diez de la noche, en directo, desde Miami, el escritor pidió unos días para pensarlo. La oferta era tentadora: le pagarían cinco veces más de lo que le pagaban los curas jesuitas de la universidad donde dictaba clases, y a buen seguro su programa no lo verían diez o doce personas renuentes y bostezando, sino millares de personas en todo Estados Unidos. Barclays respondió que debía esperar al final del semestre para renunciar a la universidad. Le dieron el tiempo que necesitaba. Unos meses después, se mudó a Miami, firmó el contrato con el canal de Halcón y se dispuso a volver a la televisión. En cierto modo, se había rendido: no podía vivir de sus libros y sus clases, necesitaba el dinero de la televisión para pagar sus abultadas cuentas familiares, pues era padre de dos hijas y su exesposa, a la que adoraba, era como su tercera hija, y a ellas destinaba entonces una parte leonina de sus ingresos.
Barclays fue uno de los fundadores del canal Mega, quince años atrás. Todos los demás talentos, todas las demás estrellas (animadores, comediantes, actores, periodistas, chismosos profesionales, provocadores de escándalos, locutores robóticos) fueron cayendo con los años, como si el tiempo fuese una llovizna tóxica, corrosiva: unos fueron despedidos por vagos e inútiles, otros expectorados por vulgares y chocarreros, los más afortunados renunciaron para pasar a otros canales más solventes, como CNN, y hubo uno que fue arrestado y fichado por ladronzuelo en una estación policial: se había metido en la casa del vecino y robado los muebles del patio, quedando grabado en las cámaras de seguridad. Si bien salir en televisión era un oficio bien pagado que acaso daba cierto prestigio, dejar de salir en ella y convertirse en un fantasmón escupido por la caja boba suponía vivir bajo la sospecha de que eras un muerto en vida, un bueno para nada.
Dos años después de la fundación del canal Mega, dos años después de la inauguración de su programa de afiebrada cháchara política, Jimmy Barclays, el peruano parlanchín, el del flequillo ridículo, risible, fue despedido por el dueño de esa televisora, Raúl Halcón, pero el despido duró apenas unas horas y al día siguiente fue fichado de vuelta y regresó a su programa, en medio de un escándalo. Ocurrió que, debido a la severa crisis económica que vivía entonces el país, y a que muchos auspiciadores se retiraron como consecuencia de esa crisis, Halcón le anunció a Barclays, a quemarropa, que su sueldo había sido rebajado a la mitad. Indignado, colérico, Barclays salió esa noche en su programa en directo y descargó una retahíla de insultos, diatribas e invectivas contra el dueño del canal: lo llamó desleal, pérfido, malagradecido; lo acusó de mezquino, rácano, avaro; le espetó que no conocía el negocio de la televisión y que por eso era incapaz de apreciar el talento singular e inigualable de Barclays; le dijo que el canal estaba infiltrado por espías comunistas cubanos y venezolanos que querían matarlo a él, a Barclays, y por eso fijaban la temperatura del estudio en cincuenta grados Farenheit, diez grados Celsius, lo que provocaba que Barclays viviese acatarrado, agripado, con fiebre, tosiendo. A los gritos, desquiciado, fuera de sus cabales, Barclays le dijo al dueño del canal:
-¡El único programa que ha tenido éxito en este canal es el mío! ¡Yo inventé este canal, yo lo puse en el mapa! ¡Yo te di el slogan publicitario “La Mega se pega”! ¿Y así me agradeces, así me pagas? ¿Bajándome el sueldo a la mitad? ¡Es una injusticia, una grosería, un atropello a mi dignidad! ¡Es un atentado contra la libertad de expresión, señor Raúl Halcón!
Barclays estaba en medio de esa catarsis narcisista desaforada cuando un camarógrafo se acercó a él y le dijo delicadamente que no tenía sentido que siguiera gritando:
-Nos han sacado del aire.
Por soberbio, por arrogante, por envanecido, Barclays había firmado su defunción.
Sin embargo, Halcón fue generoso, perdonó a Barclays y le permitió volver al programa al día siguiente. Con gran sentido del humor, Halcón le regaló una estufa al díscolo periodista. Pero el sueldo, pasada la alharaca, calmados los aspavientos, quedó recortado a la mitad. Barclays hizo el ridículo y además perdió. Desde entonces hasta los días que corren, ha seguido en el “prime time” del canal: ahora no va a las diez, sino a las nueve de la noche, y su programa es una suerte de iglesia laica unipersonal que predica la superioridad moral de la libertad hasta las últimas consecuencias: la libertad en la economía, la libertad en la política, la libertad en el gobierno de tu cuerpo: con qué otros cuerpos confundes y entreveras íntimamente tu cuerpo, con qué ideas y sustancias te intoxicas, cómo y cuándo eres madre si decides ser madre, cómo y cuándo dejas de respirar si decides dejar de respirar, cómo complaces las apetencias de tu mente, de tu espíritu, de tus fantasías, de tu libido.
Han pasado entonces quince años y Barclays no sólo es el único fundador que sigue en pie en ese canal de Miami, sino que, además, y de momento, tiene el programa con más espectadores de la estación, lo que le da un estatus de cierto privilegio, por ejemplo, para tomarse una semana libre de vez en cuando y pasar repeticiones. La inmensa mayoría de los figurones caídos, abatidos, despedidos, humillados y expectorados del canal en estos quince años ya están fuera de la televisión, de la vida pública, y se dedican a asuntos más o menos impresentables o inconfesables: muchos de ellos se aferran a la curiosa superstición de que tienen una audiencia esperándolos y entonces inauguran canales unipersonales en las redes sociales, sólo para reunirse en ellos con cuatro gatos, tres ratones y dos cotorras. Otros, los más afortunados, están en CNN, dando cátedra, sermoneando, pontificando. No faltan quienes han sido fichados por la policía y pasan las tardes en bares, cantinas, meretricios o puticlubes de bailarinas con el pecho descubierto. Lo peor para ellos, las estrellas ahora cenicientas, no es volver al anonimato y la pobreza: lo peor sería volver a sus países de origen (Cuba, Venezuela, México), donde todavía los tienen como ganadores, pues esos individuos fusilados en el ancho paredón del canal Mega suelen tomarse fotos con autos de lujo que no son suyos y en casas que no son suyas y enseguida mandan esas fotos a sus familiares y amigos en sus países de origen, fingiendo que llevan unas vidas cojonudas, de éxitos rotundos, luminosos.
Después de quince años consecutivos haciendo de predicador fogoso y atrabiliario en el canal Mega (catorce años en Miami, uno en Bogotá), Barclays, que algunos dicen que es agente de la CIA, se pregunta hasta cuándo seguirá fatigando su lengua viperina en aquella televisora. La respuesta es simple, exenta de dudas: seguirá en el programa mientras el público lo acompañe y el dueño del canal y sus gerentes confíen en él. Es consciente, sin embargo, de que esa carrera podría interrumpirse bruscamente, del modo más impensado, así es la naturaleza de la industria. Por eso ha tratado de ahorrar todo cuanto ha podido.
Ya Barclays no tiene tantos enemigos en el canal. Casi todos sus peores enemigos han caído en acción, han sido despedidos por necios, por mentecatos, por mastuerzos: uno, por ejemplo, dijo que la televisión le quedaba chica y que sería un aclamado director de cine, y otro decidió convertirse en profesor de yoga, chamán, curandero y entrenador sicológico de gente harto confundida. Ahora, en su reemplazo, han fichado a dos periodistas talentosos, que él mismo recomendó: el señor Sessé, uruguayo, y el señor Chang, venezolano.
No siendo enemigos declarados, es justo decir que Barclays parece tener una embozada rivalidad o una inquina latente con uno de los talentos periodísticos del canal, el espigado dominicano Omar Hacha. Todas las noches sus caminos se entrecruzan, pues Hacha despide su programa y Barclays espera para abrir el suyo, y no se saludan, no se miran tan siquiera, se ignoran olímpicamente, como si saludar al otro fuese una rebaja moral, una afrenta ética. Hacha pasa silbando como un pajarraco y no mira ni de modo esquinado a Barclays, y este lee sus papeles y lo ignora en reciprocidad. ¿Por qué no se quieren? ¿Por qué se odian, o se detestan, o se ven con manifiesta antipatía? Nadie lo sabe bien. Pero Barclays guarda un secreto que le resulta lacerante: Omar Hacha gana más dinero que él, a pesar de que en promedio tiene menos espectadores que él. ¿Cómo así el señor Hacha gana más que el inefable Barclays? Porque, además de salir en la televisión, Hacha conduce un programa en la radio de ese conglomerado mediático que posee el magnate Halcón. Es entonces un puñal atravesado en el pecho del envanecido Barclays: Omar Hacha gana más, mucho más que él, y por eso se da el lujo de llegar al canal en un Rolls Royce negro, de colección, que cuesta medio millón de dólares. ¡Qué daría Barclays por ganar el sueldo de Hacha, por manejar el auto de Hacha! Pero la vida, piensa él, no es justa, es jodidamente injusta: yo tengo más rating que Hacha, pero él maneja un Rolls Royce y yo a duras penas manejo un Toyota. Esto es lo que Barclays no le perdona a Hacha: que, siendo rivales, competidores, Hacha tenga más éxito que él. Por eso no le habla, no lo saluda, y a veces hasta le ha arañado con su llavero la puerta del Rolls Royce negro, de colección.
Barclays es tan intrigante, tan envidioso, tan conspirador, que le ha propuesto al dueño del canal que despida a Omar Hacha y que le den a él un programa de dos horas, por el mismo salario, lo que le permitiría a Halcón ahorrarse el copioso sueldo de Hacha. Pero el dueño le ha dicho a Barclays que no es una buena idea.
Humillado, Barclays se dice a sí mismo:
-Algún día manejaré un Mercedes Maybach de doce cilindros. Recién entonces podré perdonar a Omar Hacha.
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