La llamada de la patria: un relato de Jaime Bayly
Mientras maneja rumbo al canal de televisión donde hará un programa en directo a las nueve de la noche, Barclays se resigna a llamar por teléfono a su madre. Contenta, Dorita se pone al teléfono y le dice a su hijo que ha interrumpido su sesión de masajes con una terapista quiropráctica que la visita todos los días.
A pesar de que Barclays no habla por teléfono con nadie, ni siquiera con su esposa, ni siquiera con sus hijas, ahora se pregunta si debe llamar a su madre, quien le ha escrito un correo electrónico, pidiéndole:
-Por favor, llámame. Tengo urgencia de hablar contigo. Es un asunto muy importante.
Barclays no ve a su madre hace año y medio. La extraña. Si bien tiene ganas de verla, también tiene miedo de verla. Su madre, Dorita, es muy religiosa y, acaso sin advertirlo, muy autoritaria. A ella le molesta que Barclays, su hijo mayor, se levante a mediodía, tome muchas pastillas, no haga deporte, esté gordo. También le decepciona que Barclays ya no sea creyente ni vaya a misa y anuncie con desparpajo que es bipolar y bisexual. Dorita cree que, si su hijo se levantase a las seis de la mañana, hiciera deporte y rezara, se curaría de todos los males, dejaría de tomar las pastillas que lo hinchan como un globo de helio y volvería a la ciudad donde nació, Lima, para dedicarse a la política profesional. Desde que Barclays era niño, su madre le ha dicho que él nació para ser presidente de la nación. Barclays no quiere ser presidente de esa nación ni de ninguna y a menudo siente que ya no pertenece ni quiere pertenecer a la nación enloquecida donde sus padres quisieron que viniera al mundo. Barclays piensa: Uno no elige la ciudad en la que nace, pero sí puede elegir la ciudad en la que desea vivir. Hace veinticinco años eligió Miami como su ciudad, su casa, en parte, precisamente, para estar lejos de su madre, de su padre, quienes, en nombre de la moral, pretendían gobernar su vida.
Mientras maneja rumbo al canal de televisión donde hará un programa en directo a las nueve de la noche, Barclays se resigna a llamar por teléfono a su madre. Contenta, Dorita se pone al teléfono y le dice a su hijo que ha interrumpido su sesión de masajes con una terapista quiropráctica que la visita todos los días. Dorita ha cumplido ochenta y un años, es madre de diez hijos, abuela de veintiocho nietos y bisabuela de un bisnieto, goza de estupenda salud y viaja a menudo aun con las restricciones de la pandemia.
-Dime, mamá -le dice Barclays-. ¿Qué quieres contarme?
Barclays ha pensado: quizás tiene un problema de salud y quiere contármelo por teléfono; quizás quiere venir a Miami, ya compró el boleto y va a anunciármelo; quizás quiere que la entreviste en mi programa; quizás desea compartir conmigo algún problema familiar, algún contratiempo con uno de mis hermanos, alguna discusión que la ha lastimado, entristecido; o quizás simplemente quiere contarme que está enviando sus dineros fuera del país, antes de que el candidato de extrema izquierda juramente como presidente.
Pues no: Barclays se ha equivocado en todas sus presunciones o sospechas. Dorita quiere hablarle de política. De pronto, agitándose, levantando la voz, ofuscada, exasperada, la señora le habla a su hijo de ciertos políticos tramposos, de ciertos políticos ladrones, de ciertos políticos hampones. Barclays sufre, la escucha en silencio, mientras su madre continúa sermoneando, pontificando: le habla de ciertos jueces tramposos, de ciertos jueces ladrones, de ciertos jueces hampones.
-¿Estás al tanto de todo esto que estoy contándote? -le pregunta a Barclays su madre-. ¿Estás bien informado? ¿O estás en la luna de Valencia?
-Estoy al tanto, mamá -responde Barclays, empequeñecido ante el desborde de poder y autoridad de su madre, una mujer que es dichosa mandando, dando órdenes, diciendo cómo son las cosas, cómo deben ser las cosas-. Leo los periódicos todos los días. Me mantengo bien informado.
Pero Dorita no parece dispuesta a escuchar a su hijo ni a creerle nada y continúa con su catarsis verbal: enumera a gritos las razones por las que el candidato de extrema izquierda no debe asumir la presidencia, explica cómo y por qué se ha hecho un fraude a favor de ese candidato, insulta al presidente de turno y al jefe del tribunal electoral por considerarlos cómplices del amaño monumental que, según ella, se ha perpetrado y afirma que, si el comunismo captura el poder en pocas semanas, no lo soltará más, como en Cuba, como en Venezuela.
Irritado al escuchar los gritos y denuestos de su madre, sintiéndose apocado y débil ante aquella exhibición de poderío, Barclays pregunta:
-¿Y por qué me estás diciendo todo esto, mamá? ¿Qué quiere que haga? ¿Qué esperas de mí?
No le dice: ya sabía todo lo que me has contado, no me has dicho nada nuevo, porque no quiere ser rudo con ella.
-¡Tienes que impedir el fraude! -grita Dorita-. ¡Tienes que usar todo tu poder para impedir el fraude!
Barclays se ríe socarronamente y dice:
-No tengo ningún poder, mamá. No hay nada que yo pueda hacer.
Entonces Dorita, iracunda, vapulea a su hijo:
-¡Claro que tienes poder! ¡Tienes un programa de televisión! ¡Usa ese programa para salvar a tu país, a tu patria, del comunismo! ¡No seas frívolo! ¡No seas esnob! ¡Mánchate los zapatos, hijito!
Sintiendo que crecen a un tiempo su impaciencia y su enfado, Barclays le dice a su madre:
-No puedo dedicar todo mi programa a hablar de los asuntos políticos de tu país, mamá. Mi programa se ve en Estados Unidos y en Latinoamérica. Tiene una audiencia internacional. A mi audiencia no le interesa gran cosa todo ese lío político aldeano, tribal.
Dorita no se repliega:
-¡Muy mal, muy mal! ¡Tu primera obligación moral es con tu patria!
-¿Por qué? -se cabrea Barclays.
-Porque naciste acá. Porque creciste acá. No vengas ahora a hacerte el internacional. Que vivas en Miami no te hace internacional.
-¿O sea que debería hablar todo el programa de lo que me estás hablando, mamá?
-Efectivamente, hijito. Y deberías venir a hacer el programa acá. A pelear acá. A disparar hasta el último cartucho acá. ¿Dónde está tu lealtad a la patria? ¿Dónde está tu sentido el deber, que tanto te enseñé cuando eras niño?
-Mi patria ya no es el Perú, mamá.
-¿Y entonces cuál es tu patria?
-No lo sé. No tengo patria. O mi patria son los libros y las películas.
-¡No digas tonterías, por favor! ¡Déjate de sonseras y ven cuanto antes a hacer tu programa acá! ¡Te estamos esperando!
Entonces Barclays levanta la voz:
-No voy a ir, mamá. No voy a regresar al Perú. Yo vivo fuera no por casualidad ni por accidente. Vivo fuera porque he elegido eso, porque soy feliz viviendo lejos. ¿No lo entiendes? ¿No puedes entenderlo?
Dorita está profundamente decepcionada de su hijo mayor:
-¿Ya no te sientes peruano? ¿Ahora te crees gringo, hijito?
Barclays se enfurece, siente que su madre le toma el pelo:
-No, no me siento gringo. Me siento peruano. Pero no quiero vivir en el Perú. Y no quiero pasarme la vida hablando de los conflictos políticos de ese jodido país. No quiero envenenarme. La política es un veneno.
-¡Tonterías, hijito! ¡Yo tengo pasión por la política, vocación por la política! ¡Y tú también!
-Me interesa la política, pero no quiero hacer política profesional, mamá.
-Por eso los comunistas van a ganar con trampa. Porque tiras la toalla y te vas a Miami. Tú tienes la culpa de todo esto. Por flojo, por vago, por pastillero. Si te lanzabas como candidato, ganabas y salvabas a tu patria del cáncer del comunismo.
-Mamá, por favor, déjame en paz -dice Barclays, malherido-. No me obligues a hacer cosas que no quiero hacer.
-No te obligo yo -dice Dorita-. Debería obligarte tu conciencia.
Luego la señora vuelve a su discurso flamígero, incendiario: habla de ciertos periodistas tramposos, de ciertos periodistas ladrones, de ciertos periodistas hampones. Los odia a todos, los desprecia a todos. Barclays guarda silencio, aleja el teléfono de su rostro, escucha a lo lejos la voz crispada de su madre, hundiéndose en el pantano de la política, contaminándose.
-Mamá querida, ya llegué al canal -dice Barclays-. Lo lamento, pero tenemos que despedirnos.
-¿Entonces no vendrás a hacer tu programa acá?
-No, mamá. Lo siento. No iré.
-Voy a llamar al dueño de tu canal para convencerlo.
-Mamá, por favor, te ruego que no lo llames.
-Es una pena muy grande que no sepas cuál es tu patria, que no sepas cuáles son tus obligaciones con tu patria.
Barclays no responde, permanece en silencio.
-Hablamos en otro momento, mamá -dice, abatido.
Antes de colgar, Dorita sentencia:
-Me das pena, hijito. La ociosidad es la madre de todos los vicios.
Luego añade:
-Si no vienes, iré yo a Miami y te voy a pedir por favor que me entrevistes en tu programa para denunciar el fraude del comunismo en mi país.
-Claro, mamá, cuenta con eso.
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