Sangre, charqui y la retirada de Bolivia: la olvidada batalla de Tacna que marcó la Guerra del Pacífico
El 26 de mayo de 1880 se libró una de las batallas más sangrientas de la Guerra del Pacífico; el ejército chileno se enfrentó al ejército aliado peruano-boliviano en las cercanías de Tacna. Por momentos la victoria estuvo en riesgo e incluso los aliados quisieron sorprender durante la noche. Acá una revisión a los momentos claves de la batalla que marcó el rumbo de la guerra.
Aunque ya se había instruido en más de una ocasión, la mañana del 26 de mayo de 1880, los oficiales de los regimientos chilenos que usaban el fusil de la marca Gras reiteraron una orden que podría salvar la vida. “Recalcaron por centésima vez a los soldados, que tan pronto como se atascara el mecanismo del rifle con el finísimo polvo del desierto, orinaran sobre él e hicieran girar el obturador”, recuerda el capitán Francisco Machuca en su libro Las cuatro campañas de la Guerra del Pacífico.
No se trataba de una recomendación cualquiera. Los soldados, en su mayoría provenientes de la zona central del país, ya habían padecido el viento del desierto. “El polvo impalpable que levanta el viento en la pampa y se mantiene en el aire, llena los ajustes del mecanismo e impide su funcionamiento -cuenta Machucha-. Este fenómeno se presentó en la Batalla de Dolores, en el Coquimbo, que tenía dotación de Gras. Los mineros encontraron pronto el remedio”.
Una sorpresa frustrada
La tropa chilena acampaba en las cercanías de Tacna, en la previa de su marcha a la llanura del cerro Intiorko (”alto del sol”, en lengua quechua), en busca del ejército aliado peruano-boliviano, que se concentraba en el lugar a cargo del presidente altiplánico, Narciso Campero. Este había bajado desde las alturas de La Paz para hacerse del mando, amparado en lo establecido por el tratado de alianza entre las dos naciones, que detallaba que en caso de definir el mando, la prioridad la tendría el presidente en ejercicio de cualquiera de los dos países. “[Estoy] ávido de compartir de vuestras fatigas y glorias, no he podido resistir al ardiente anhelo de lidiar, a vuestro lado, en la contienda que con asombro especta la América entera”, explicó en su proclama a las tropas.
Pero había algo más. Como el dictador peruano, Nicolás de Piérola, se encontraba en Lima, fue su par boliviano quien decidió asumir el mando y así acallar las crecientes tensiones entre los oficiales peruanos y bolivianos, respecto a la estrategia a seguir frente a la invasión chilena de los departamentos del sur del Perú; unos eran partidarios de salir a buscar al enemigo y batirlo por sorpresa, otros, de esperarlo en una posición fuerte en Tacna, ante la falta de recursos para la marcha.
Mientras, los jinetes peruanos de los Húsares de Junín llegaron al campamento aliado con un valioso botín; una partida de arrieros chilenos, los que fueron capturados junto a sus 60 mulas cargadas con barriles de agua. En el interrogatorio estos detallaron que el ejército chileno se componía de 22 mil hombres, lo que alertó a Campero; si esa información era cierta, eso suponía que el ejército chileno superaba en número a los peruano-bolivianos, quienes sumaban algo más de once mil. Tenía que hacer algo.
Con muñeca política, Campero intentó dar una oportunidad al plan propuesto por sus oficiales para sorprender al ejército chileno. Informado de que el enemigo iba a pernoctar en un sitio llamado Quebrada Honda, ordenó la marcha del ejército aliado para dejarse caer durante la noche, de modo de compensar su menor número de hombres.
Pero al poco de iniciada la marcha, la densa camanchaca que cayó sobre el desierto confundió a los guías locales y los soldados, quienes sin saber a donde iban, comenzaron a romper su formación. Allí el líder boliviano comprendió que arriesgaba un desastre y sin más, ordenó el regreso al campamento. Así, sus soldados pasaron la noche en vela, y además quedaron exhaustos tras la fallida incursión. Todo se iba a decidir al amanecer.
En mayo de 1880, la Guerra del Pacífico estaba en un punto crítico. Tras la ocupación chilena del departamento peruano de Tarapacá, se avanzó hacia la zona de Tacna a fin de enfrentar a los aliados. “Estamos hablando de un tipo de guerra donde se buscaba la ‘batalla definitiva’, la que resolviese el resultado de la Campaña en proceso o bien la guerra -explica el investigador militar, Rafael Mellafe-. Por tanto, esta batalla es la primera en que el grueso de los Ejércitos de los tres países en conflicto se enfrentan en un gran campo de batalla”.
El aventurero del Atacama
La mañana del 26 de mayo, los soldados sabían que aquel podría ser el último día de sus vidas. “El trueno del cañón nos despertó. Luego se tocó diana con música y los vivas atronaron los aires; después nos pusimos en marcha tocándonos a nosotros el ala izquierda”, recuerda el soldado Abraham Quiroz en una carta dirigida a su padre.
Antes de marchar al mando del general en jefe, Manuel Baquedano, la tropa se alistó para la batalla. “Los batallones se sirvieron almuerzo caliente y café, y surtieron el morral con la ración de fierro de la primera etapa, charqui y galleta pero los soldados, que ya conocían el desierto, añadieron al morral, carne, papas y tortillas de rescoldo. Mezclaron también el agua de la caramayola con dos cucharadas de infusión de té, bebida eficaz para apagar la sed”, detalla Machuca.
Entre los oficiales, uno de los más populares era uno del batallón cívico Atacama, el capitán Rafael Torreblanca. Este era copiapino, y de un intenso espíritu aventurero. Tras trabajar de ensayador de minerales en su ciudad natal, inició un camino de viajes. Fue así que intentó trasladarse a Cuba para participar en la revuelta de Manuel de Céspedes, quien buscaba proclamar la independencia de la isla. No lo consiguió porque en su paso por Lima, donde vivía su hermano, este le consiguió un empleo como profesor de matemáticas. Una vez declarada la guerra fue alistado como oficial, tal como se acostumbraba con aquellos hijos de las familias acomodadas de la ciudad, a fin de que pudieran escalar rápidamente.
Había participado en el desembarco de Pisagua, con grado de subteniente, ocasión en que se le atribuye haber izado la bandera chilena en un poste en los altos de la zona, marcando la victoria. Por ello fue de inmediato proclamado como héroe. También se había hecho notar como poeta, dedicando versos a sus compañeros caídos. “Cayeron entre el humo del combate, peleando por su patria y su honor, heroicos y denodados camaradas, valientes de Atacama, adiós, adiós”, escribió con ocasión de la muerte de tres de sus amigos. También destacó en batallas como Dolores y la del cerro de Los Ángeles. Ello le había valido el ascenso a capitán, en la previa de la batalla de Tacna.
Una victoria en un momento crítico
La de Tacna fue una batalla atroz y cobró una gran cantidad de bajas. Allí pereció Torreblanca y varios otros oficiales y soldados. Los heridos no corrieron mayor suerte, pues eran rematados sin piedad. En un momento, la victoria pareció al alcance de los aliados peruanos y bolivianos. “La línea chilena no puede avanzar; además, escasean las municiones que se reponen con las de los muertos y heridos. Amengual y Barceló tocan retirada. Un grito atronador de victoria ¡Victoria! Sale de la línea aliada”, escribe Machuca.
Pero, tras incorporar los batallones de refuerzo y recargar municiones, la tropa chilena logró imponerse ante el fuego enemigo. Envalentonados y eufóricos, los soldados avanzaron hacia la ciudad. “Desde ese momento, el enemigo se dispersó, huyendo en distintas direcciones y pocas horas más tarde ocupamos la ciudad de Tacna. Tenemos muchas bajas, siendo mucho mayores las del enemigo”, detalla Machuca.
“La batalla estaba ganada y las tropas avanzando apresuradas por el campo sembrado de cadáveres, llegaron hasta la cumbre de los cerros que dominan a la ciudad de Tacna. A intervalos se oían por la izquierda los últimos disparos de los aliados que abandonaban por aquel lado sus atrincheramientos”, escribió el general Manuel Baquedano en su parte oficial.
Por su lado, el general Campero escribió en su parte: “Hubo momentos en que la victoria parecía balancearse, más la gran superioridad del enemigo en número, calidad de armamento y demás elementos bélicos, hizo inútiles todas mis disposiciones y los esfuerzos de los bravos defensores de la alianza”.
Los soldados pasaron algunos días en la ciudad. “Siempre tendré un recuerdo para los días que hemos pasado en Tacna, comiendo camotes cocidos asados en charquicán, puchero y toda clase de comidas con camotes con todo el Ejército. Los hemos acabados y ya no quedan frutas. Sólo quedan Guallabas (sic)”, escribió el soldado Abraham Quiroz a su padre.
Mientras, desde Arica la guarnición local, al mando del coronel Francisco Bolognesi, divisaba las humaredas; señal inequívoca de una batalla de gran escala. Tras horas de incertidumbre, en la tarde un emisario entró en la ciudad y reveló lo ocurrido.
En tanto, las tropas aliadas se dispersaron. Del lado peruano el contralmirante Lizardo Montero reunió a las pocas tropas que le quedaban y marchó hacia la localidad de Pachía, comprendiendo que ya no tenía sentido defender Tacna. Allí se reunió por última vez con Campero, quien se retiró a La Paz con los restos de su ejército, muy diezmado en la batalla. Los historiadores dicen que en esa ocasión, no hubo recriminaciones. Sería la última participación boliviana en la guerra. “Después de la derrota aliada en Tacna, las fuerzas bolivianas se refugian en el altiplano para no volver a bajar más en ayuda de sus aliados -detalla Mellafe-. En la práctica la Alianza peruano boliviana queda desarmada. Por último y dada la negativa aliada de llegar a un acuerdo de paz, se abren las puertas para iniciar la Campaña sobre la ciudad de Lima.”.
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