Atrapados, sedientos y masacrados: Tarapacá, el mayor desastre chileno de la Guerra del Pacífico
El 27 de noviembre de 1879, lo que debía ser una victoria rápida, acabó como una bullada derrota para el ejército chileno. Las fricciones internas, la falta de planificación y de información sobre la real cantidad de tropas peruanas concentradas en la quebrada de Tarapacá, derivaron en un episodio poco decoroso del conflicto.
Parecían acabados. Tras el desembarco de las fuerzas chilenas en Pisagua (el 2 de noviembre de 1879) y la batalla de Dolores (19 de noviembre), que los enfrentó con las fuerzas aliadas peruano-bolivianas en el departamento peruano de Tarapacá, en el alto mando chileno estaban convencidos que los peruanos huían por el desierto y no estaban en condiciones para intentar una nueva arremetida.
Y razones no les faltaban. El arranque de la campaña terrestre, con la invasión a los departamentos del sur del Perú, había sido un éxito. El ejército chileno se había logrado interponer entre las fuerzas aliadas y dividirlas.
Pero hubo un momento que las cosas pudieron cambiar: tras un acuerdo con el presidente peruano, Mariano Ignacio Prado, el dictador boliviano, Hilarión Daza, marchó desde Arica con un contingente de refuerzo para las tropas aliadas en el sur, al mando del general peruano Juan Buendía. La idea era atenazar al ejército chileno y empujarlo hacia la costa.
Sin embargo, las cosas se comenzaron a complicar para los aliados, cuando sin mayor explicación Daza ordenó el regreso hasta Arica sin presentar batalla. Solo envió un telegrama a Prado. “Desierto abruma; ejército se niega a pasar adelante”. Así, Daza dejó a Buendía solo y expuesto a la derrota, como le ocurrió en Dolores. Por ello, el general peruano se vio aislado y su única alternativa era abandonar el departamento e intentar concentrar las fuerzas en Arica. Para ello, despachó mensajeros para convocar a las exhaustas tropas dispersas y convocar a la fuerza que resguardaba Iquique, al mando del coronel Ríos. El punto de encuentro se fijó en el poblado de Tarapacá.
Mientras, en el campamento chileno, el teniente coronel José Francisco Vergara (quien ya se había anotado una pequeña victoria en la escaramuza de Pampa Germania), pidió autorización para hacer un reconocimiento sobre la zona y así saber con precisión cuántos eran los enemigos y dónde estaban. Como se pensaba que el ejército enemigo no pasaba los 1.000 hombres, lo autorizaron y le añadieron a un pequeño contingente con piezas de artillería. Hasta ese momento, el optimismo campeaba en el campamento chileno. Pero no duraría mucho.
“Los datos que habíamos conseguido recoger a este respecto, nos informaban unánimemente de que en la ciudad de Tarapacá solo habrían unos 1.500 2.000 hombres en pésimas condiciones, agobiados por el cansancio y la escasez de recursos, y en un estado de completa desmoralización”, detallaba el parte oficial enviado por el comandante en jefe del Ejército, General Erasmo Escala, al ministro de guerra en campaña, Rafael Sotomayor Baeza.
Mientras, Vergara arribó a la zona con una columna de 400 hombres. Pronto aparecieron señalaes de que algo no andaba bien. Una mañana, en el campamento chileno los soldados “apresaron a un arriero argentino, sobre el cual recayeron sospechas de que fuera espía -cuenta Gonzalo Bulnes en su clásico Guerra del Pacífico-. El que interrogado declaró que las tropas peruanas de Tarapacá no pasaban de 1,500 hombres”. Eso era superior a lo previsto. De inmediato, Vergara (quien no gozaba de total simpatía de los mandos militares, debido a que era un civil), solicitó 500 hombres de refuerzo.
Conocida la solicitud de Vergara, en el alto mando decidieron enviar una fuerza de 2.300 hombres al mando del coronel Luis Arteaga. No era un acto de generosidad. Según Gonzalo Bulnes, la razón era que varios de los cuerpos que no habían participado en Dolores, estaban deseosos de combatir, y tras conocerse la llamada de Vergara “se despertaron todas las impaciencias y anhelos de lucha en esos cuerpos que contemplaban con emulación la gloria adquirida por los demás. Cada uno pedía marchar”.
Así, la división a cargo de Arteaga salió hacia Tarapacá. El plan era reunirse con Vergara en la localidad de Dibujo. Por la prisa, no midió las dificultades de una marcha sobre el desierto y no aseguró la provisión necesaria. “Se limitó a amunicionar su tropa con 150 tiros por hombre, a reunir un ligero parque y algunos víveres, sin comunicar su marcha al Conductor General de Equipajes, comandante don Francisco Bascuñán que estaba allí y que en ese momento disponía de carretas, mulas y odres para hacer un trasporte ordenado de la expedición”, detalla Bulnes.
Peor aún. Vergara (quien fue Gran Maestro de la Masonería chilena y fundador de Viña del Mar) decidió no esperar a Arteaga y salió rumbo a Tarapacá. Pensando que este último vendría con provisiones, ordenó emprender la marcha solo con lo puesto, “sin llevar repuesto de municiones; por toda provisión de agua la de la caramayola del soldado y nada para la bebida de los animales; víveres los pocos que cabían en el morral; forraje para los caballos, ninguno!”, detalla Gonzalo Bulnes. El detalle sería fatal horas más tarde.
Con la ayuda de un oficial conocedor de la zona, Vergara llegó hasta las cercanías de la quebrada donde pudo notar la llegada de la división peruana venida desde Iquique al mando del coronel Ríos. La estimaron en alrededor de 1.000 hombres, las que sumados a los 1.500 que ya sabían, calcularon que eran no más de 2.500 en total, por lo que sumado a los refuerzos de Arteaga, igual podrían batirlos. Lo que no sabían, es que entre dispersos, tropas venidas desde otras localidades y las fuerzas que dejaron Iquique, los peruanos habían reunido una fuerza de 4.000 hombres.
Mientras, Arteaga llegó a la localidad de Dibujo y fue informado de la salida de Vergara. En el intertanto había enviado comunicaciones solicitando víveres y provisiones. Pero ante el peligro de que Vergara entablara combate solo por su cuenta con el riesgo de ser aniquilado, el coronel decidió no esperar para partir al encuentro. “Los víveres no han llegado aun. Marcho sin ellos por no perder otro día a pesar de no llevar el soldado la ración de hoy”, señaló en una nota enviada al general en jefe, que es citada por Bulnes. Grande fue la sorpresa de ambos jefes al encontrarse y notar que ninguno llevaba los víveres tan esperados por el otro. Las tropas estaban sedientas, exhaustas y los animales, sin forraje. Un desastre en ciernes.
Se inicia un desastre
Fue entonces que apremiados por la necesidad de tener provisiones, los jefes debieron planificar un ataque al poblado de San Lorenzo de Tarapacá, donde se concentraban las fuerzas peruanas. Este se ubicaba en el fondo de la quebrada del mismo nombre, por ello, en consejo de guerra “convinieron en distribuir la división en tres fracciones destinadas a encerrar al enemigo y tomarlo prisionero, persuadidos de que los vencidos de Dolores no intentarían resistir”, detalla Bulnes. Una fracción al mando del propio coronel Arteaga, otra por el teniente coronel Ricardo Santa Cruz (quien había marchado junto a Vergara) y otra por el teniente coronel Eleuterio Ramírez, quien debía atacar de frente el poblado.
Desconociendo el real número de enemigos, el plan fue una locura. Más, al ejecutarlo con las tropas en malas condiciones. “Los soldados no bebían desde hacia 30 horas: no habían comido desde la antevíspera sino lo poco que llevaban consigo; los caballos ni comían ni bebían desde el 25 a las 3 de la tarde”, detalla Bulnes.
El ataque se inició en la madrugada del 27 de noviembre. Para hacer más difíciles las cosas, la división de Santa Cruz se perdió a causa de la camanchaca y extravió su ruta. Consciente del error, se intentó retomar la senda pero la tropa ya había sido descubierta por los arrieros locales, los que corrieron a avisar al general peruano Suárez.
Así, los chilenos fueron sorprendidos por tropas peruanas (mandadas por Francisco Bolognesi y Andrés Avelino Cáceres, el futuro “brujo de Los Andes”) que les superaban en número y habían conseguido salir desde el fondo de la quebrada para evitar la trampa. La batalla fue encarnizada y en la primera media hora dejó miles de muertos, con los soldados disparándose a menos de 200 metros de distancia. La compañía de Eleuterio Ramírez, según Bulnes, perdió la mitad de sus hombres. Muchos, cansados y fatigados por la marcha y el combate, simplemente eran ultimados y rematados.
Hacia las 13.00 horas la situación era desesperada para el ejército chileno. “A la 1 P.M. nuestra situación era muy crítica, porque ya las municiones se hallaban cuasi agotadas y los refuerzos al enemigo aumentaban considerablemente por momentos”, detalló el coronel Arteaga en su parte oficial de la batalla. Con los dispersos y rezagados se logró formar una línea de batalla, mientras que se recibió el apoyo de una compañía de jinetes a caballo, los que con una carga lograron dispersar a los enemigos. La situación se tornó confusa, los peruanos se retiraron, mientras que los soldados chilenos, sedientos y hambrientos se lanzaron al poblado del fondo de la quebrada para saciar la sed y descansar.
Pero los peruanos no habían sido vencidos. Sin ser molestados recargaron municiones, repusieron fuerzas, recibieron nuevas tropas de refresco desde Pachica, y viendo la posibilidad de una victoria, se lanzaron hacia la quebrada para intentar el mismo movimiento de sorpresa que la fuerza chilena no había conseguido en la mañana. Y tal como pasó antes, también fueron advertidos.
Pese al cansancio extremo, se logró montar una defensa que permitió a las tropas tomar las alturas, arrancar desde el fondo de la quebrada y así retirarse del lugar antes de ser baleados. “Con gran trabajo pudo reunirse de 300 a 400 hombres, que hicieron frente al enemigo, manteniéndolo a respetable distancia con un nutrido fuego -dice Arteaga en su parte oficial-. Por fin, después de más de siete horas de combate, y no teniendo reserva de qué disponer, decidí retirarme, lo que [se] efectuó con toda calma y orden, sosteniéndose el fuego hasta el último momento”.
Pero la realidad es que la tropa logró retirarse a duras penas, y la falta de caballería por parte de los peruanos, no les permitió hacer una persecución más efectiva. En tanto, en el fondo de la quebrada, el teniente coronel Eleuterio Ramírez no consiguió escapar y pereció junto a gran parte de su tropa. A él se le dio por primera vez el apodo de “León de Tarapacá”, el que años después recaería en Arturo Alessandri Palma.
El mismo Arteaga reconoció la magnitud del desastre en su informe. “Nuestras pérdidas han sido considerables como es natural, tratándose de un combate que ha durado como ocho horas contra triples fuerzas, puesto que el ejército peruano que se había reunido en Tarapacá constaba de más de seis mil hombres, de los que 3 mil se hallaban estacionados en el pueblo de este nombre y 4 mil en Pachica, lugar que dista 3 leguas más arriba, de donde llegaron fuerzas de refresco al campo de batalla”.
Mientras en el campamento chileno se iniciaban las recriminaciones y los sumarios entre los jefes (Arteaga, sindicado como el responsable de lo ocurrido, fue enviado de regreso a Santiago), para los peruanos la situación no varió mucho. Buendía, consciente de la falta de recursos de su tropa, decidió mantener el plan original. Así, pese a la victoria, se realizó una penosa marcha hacia Arica, dejando el departamento de Tarapacá. Para Chile fue una derrota que no decidió mucho, pero que mostró con total crudeza que la falta de planificación y los conflictos entre los líderes, podían costar muy caro.
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