Cómo enterrar un caballo: un relato de Jaime Bayly
Barclays ha sido muchas veces infiel a su pareja, a sus parejas, pero sólo en el campo azaroso de su inventiva y su imaginación.
Por perezoso o miedoso, por prudente o paranoico, Barclays ha sido siempre fiel a sus parejas. Ha tenido numerosas oportunidades para ser infiel, para desbarrancarse por el abismo de las trampas y las traiciones, pero ha preferido dar un paso atrás y no sucumbir a la tentación de poseer clandestinamente un cuerpo prohibido.
Sería un error pensar que Barclays es un individuo moralmente virtuoso, incapaz de mirar con lujuria más allá del cuerpo cercano de su pareja. Puede mirar, puede imaginar, puede maliciar, puede incluso coquetear, asomarse a la tentación indebida, explorar si ella está al alcance de sus labios, pero, en la hora capital, en el momento de elegir si besa o no besa, si entra al laberinto del deseo o se refrena, Barclays, buen hijo de su madre, mal hijo de su padre que era un conquistador, decide ser fiel a su pareja, contentarse con lo que tiene a mano.
A pesar de su fama de disoluto y libertino, Barclays ha tenido pocas parejas y con ellas ha sabido ser feliz, dentro de las circunstancias. Podría postularse una teoría curiosa sobre su felicidad como amante, novio o esposo: puesto que es un escritor, un novelista, un creador de ficciones, un fabulador de mentiras persuasivas que deben pasar como verdades indudables ante los ojos del lector, Barclays resuelve en el territorio literario sus desdichas y amarguras, se redime de sus derrotas y fracasos, se venga de sus peores enemigos y encuentra la manera de sanar mediante el arte, expresándose artísticamente, escribiendo. No acude entonces a un siquiatra o terapista de parejas, ni procura sanar sus heridas amando más o amando menos a su pareja: lo que hace, cuando está insatisfecho, descontento, frustrado, cuando le parece que su vida debería ser mejor, es sentarse a escribir, tramar ficciones, vivir otras vidas más completas, más ricas, más aventureras y espléndidas.
De manera que Barclays ha sido muchas veces infiel a su pareja, a sus parejas, pero sólo en el campo azaroso de su inventiva y su imaginación. Fabulando, escribiendo, se ha permitido ser otro, ser otros, ser otra, ser otras, y entonces ha amado con la fuerza ingobernable de las pasiones volcánicas. Luego ha apagado la computadora, ha vuelto a la cama y ha sido un amante manso, obediente, agradecido. En la ficción, es un donjuán; en la realidad, una mascota.
Con su primera pareja estable y prolongada, que fue además su esposa, que fue además la madre de sus hijas, vivió en Washington, donde se casaron y fueron padres, y luego en Miami, donde encontraron el clima, el sosiego y la armonía para ser razonablemente felices. Estuvieron juntos, como novios y después como esposos, siete años, y todos esos años Barclays sólo se acostó con ella, con Casandra, su mujer. Sin embargo, una fantasía quemante ardía en sus entrañas, abrasaba sus fiebres eróticas: Barclays, que en su primera juventud había sido amante furtivo de un hombre (un pedazo de información que por supuesto había compartido con Casandra), cultivaba melancólicamente un cactus espinoso en el jardín de sus deseos: sin dejar a su amada Casandra, quería encontrar a un hombre que lo amase sin reservas, quería ser entonces tanto de Casandra como de ese novio incierto. Dado que Casandra se oponía a que tratase de encontrar un novio, entonces Barclays escribió un libro, dos libros, tres libros, en los que no tuvo un novio o un amante, sino muchos novios y amantes. De tal suerte que, siendo fiel a su amada Casandra, se permitió serle infiel en sus novelas, en las que saltó de cama en cama, de cuerpo tibio a cuerpo ardiente, poseyendo o siendo poseído por los hombres que hubiera querido hacer suyos en la realidad, una realidad en la que se resignaba a ser fiel a Casandra como una mascota juguetona. Nunca, siendo su novio o su esposo, se acostó con otra mujer (aunque pudo hacerlo) ni con otro hombre (aunque también dispuso de esas oportunidades), pero volcó toda su sensibilidad erótica en una poderosa trilogía gay (“No se lo digas a nadie”, “Fue ayer y no me acuerdo” y “La noche es virgen”), con lo cual tuvo muchos hombres que, a la distancia, lo amaron leyéndolo, mas no besándolo.
Tras divorciarse amargamente de Casandra, tras verla partir con sus hijas a una ciudad lejana, tras quedar roto y malherido, Barclays tuvo una novia en Santiago de Chile a la que amó con todo su corazón y a la que amaría hasta el final de los tiempos. Pero ella estaba casada y por eso sus encuentros eran furtivos, clandestinos. La amaba tanto que viajaba hasta Santiago o Buenos Aires para verla. La amaba y admiraba, porque María era una artista de singular talento y rara belleza. No fueron exactamente una pareja, porque debían ocultar sus encuentros, y sin embargo Barclays le fue fiel, del todo fiel, hasta que conoció al hombre que había deseado, soñado, todos los años que estuvo con Casandra: un argentino de apellido Camacho, apodado Macho Camacho porque le gustaba jugar al rugby, al fútbol (era un gran puntero derecho, veloz y zigzagueante) y hasta boxear, no digamos ya esquiar en las pistas negras o de diamante, es decir que, siendo homosexual fuera del armario, Camacho era un hombre de gestos viriles, un auténtico macho argentino.
Macho Camacho y Barclays fueron pareja ocho años y todo ese tiempo Barclays le fue fiel, absolutamente fiel. Vivían en Miami y Buenos Aires y viajaban con frecuencia a las grandes ciudades: Londres y París, Nueva York y Los Ángeles, Madrid y Barcelona, Copenhague y Ámsterdam. Barclays pensaba que Macho Camacho le era fiel en reciprocidad, pero estaba equivocado, mal informado: estando juntos, nunca le pilló una de sus aventuras con otros hombres, pero, cuando se separaron, se enteró de que Macho Camacho le había sido infiel en numerosas ocasiones: con un periodista español muy famoso que hizo fortunas en la televisión, con amigos argentinos con quienes se reunía a hurtadillas en hoteles, con una celebridad venezolana, con un actor chileno. Macho Camacho sólo se acostaba con hombres, no con mujeres, y se jactaba de ser él, muy macho, quien penetraba en ellos y los hacía lloriquear de dolor gozoso. Era, en efecto, un gran amante, y Barclays nunca quiso estar con otros hombres todo el tiempo en que fue su pareja. Sin embargo, había una chica en Buenos Aires, librera, escritora, que lo buscaba obsesivamente, y si bien pudieron ser amantes a escondidas, sólo una vez se besaron en los labios, en casa de ella, y de inmediato Barclays se arrepintió y le dijo que no quería engañar o traicionar a Macho Camacho, lo que ella tomó como un agravio, pues detestaba a Camacho.
Tras entregarle su cuerpo estragado a Macho Camacho durante ocho largos años, Barclays se enamoró de una jovencita que parecía su hija, veinte años menor que él, a quien conoció en un estudio de televisión. Se llamaba Silvia y quería ser escritora. Barclays le dijo a Macho Camacho que se había enamorado de Silvia, que ya no quería verlo, y Camacho no fue capaz de tomar la ruptura con espíritu deportivo, pues acudió a las televisiones más acanalladas, cobrando por ello, y dijo que Barclays era una gorda pasiva incapaz de amar a una mujer, que Silvia era una prostituta, una enana arribista, una fea con escándalo, y que Barclays fingía ser pareja de Silvia porque deseaba ser presidente de la nación, y para ello tenía que ocultar que le gustaban los hombres y hacerse el macho. Pero Barclays no estaba mintiendo, estaba genuinamente enamorado de Silvia, y tampoco quería ser presidente, pues varios partidos políticos le pidieron que fuese candidato presidencial y él se abstuvo, dio un paso atrás, prefirió seguir siendo un escritor. Doce años más tarde, Barclays sigue estando en pareja con Silvia, no ya como novios sino como esposos, y como padres de una niña. Y todo el tiempo que han estado juntos, doce años largos, han sido espléndidamente felices en Miami, en una isla de Miami, y Barclays no ha necesitado, no ha deseado, no ha querido serle infiel con otra mujer ni con otro hombre.
Sólo en una ocasión, cuando llevaban dos o tres años siendo una pareja, viajaron a Nueva York y conocieron a un modelo alemán y Barclays le confesó esa misma noche a su esposa Silvia que se había enamorado repentinamente de ese modelo (habían fumado marihuana con él, lo que quizás rebajó su sentido de la prudencia) y quería irse a la cama con él. Sabia, tolerante, Silvia le dio permiso a Barclays para que sedujese al modelo alemán de quien se había enamorado. Barclays hizo entonces su mejor esfuerzo de donjuán o casanova, escribiéndole, enviándole mensajes, prometiéndole placeres inenarrables, viajes al Caribe, pero el modelo alemán, declaradamente homosexual, le rompió el corazón, diciéndole:
-No me gustas. No podría tener sexo contigo. No tengo sexo con hombres gordos. Déjame en paz. Adiós.
Barclays, suerte la suya, siguió entonces siendo fiel a su esposa Silvia, quien, sabia, tolerante, era capaz de amarlo, a pesar de su evidente sobrepeso. No extrañaba por fortuna a Casandra, no quería volver a ver a Macho Camacho, deseaba seguir siendo la pareja fiel de Silvia hasta el final de los tiempos, porque con ella había encontrado una dicha que superó a la que experimentó con María, la genial artista chilena. Pero Barclays tenía un pacto de honor y amistad con Silvia: si alguien le gustaba como le gustó hace años ese modelo alemán en Nueva York, se lo diría enseguida, sin rodeos ni duplicidades, sin mentiras ni emboscadas. Porque Barclays era esencialmente un hombre fiel y leal a su pareja, y le gustaba creer que Silvia también le era fiel y leal: entre ellos al parecer no había secretos, y para Barclays tener un amor a escondidas sería más arduo, trabajoso y extenuante que enterrar a un caballo muerto.
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