Un montón de mentiras: un relato de Jaime Bayly
Así las cosas, Barclays, que ha firmado y obsequiado la novela a su madre, a sus hermanos, a sus tíos, a sus primos, se pregunta, aterrado: ¿La leerán? ¿Me escribirán? ¿Me dirán algo? ¿O les parecerá un tostón, un plomazo, un agujero negro, y pasarán de ella, y no me dirán una palabra? Porque Barclays lleva treinta años publicando novelas, ha publicado dieciséis novelas en España y América, es decir una media de una novela cada dos años, y sin embargo es, o sigue siendo, un escritor clandestino en su propia familia.
Barclays ha publicado una novela, “Los genios”, sobre la pelea entre Vargas Llosa y García Márquez, después de cinco años sin publicar novela. La escribió durante la pandemia, aunque llevaba tramándola muchos años. Está modestamente orgulloso de su novela. Espera con pavor e impaciencia el veredicto de la crítica. Le encantaría que algún crítico escribiera que es una gran novela, pero es harto improbable que ello ocurra.
La primera crítica salió en El Cultural, suplemento literario del diario El Español. El articulista, a quien Barclays no conoce, afirmó: “Es un escritor de talento, redacta bien y conduce el hilo narrativo con buen ritmo”. Ególatra insoportable, Barclays pensó: Lástima que no se animó a decir: “un escritor de gran talento”. Más adelante, el crítico apuntó que Barclays “posee una viva inteligencia y un irreprimible sentido del humor”. Barclays desplegó sus plumas coloridas y exuberantes de pavo real y pensó: ¡Qué lindo eso de la viva inteligencia, qué crítico tan perspicaz!
Luego apareció una reseña en el diario El Comercio de Lima. Sin embargo, el crítico, un escritor de talento, o de gran talento y viva inteligencia, es amigo de Barclays y ambos cenaron recientemente en Madrid. Por consiguiente, los enemigos de Barclays pueden alegar que su crítica es subjetiva o parcializada porque el crítico y el novelista son amigos, como fueron amigos sus padres, El Gaucho y El Cojo. El articulista escribió sobre la ficción de Barclays: “Una novela apasionada, atrevida, que se disfruta de principio a fin”. Barclays se emocionó de veras y lloró discretamente de felicidad, porque admira a ese amigo escritor. Enseguida, narcisista insufrible, pensó: ¡Qué lindo hubiera quedado “apasionada y apasionante”, joder! Es que Barclays, tan odioso en la admiración a sí mismo, siempre piensa que merece un elogio más, un piropo más.
Pocos días después, un crítico literario de prestigio publicó otra reseña de la novela de Barclays en el diario El Comercio. Si bien Barclays no conoce a ese crítico, lo respeta, pues le parece que escribe muy bien. Es decir que, leyendo sus críticas, incluso aquellas en las que ha puesto a parir a Barclays, el crítico ha revelado que posee una prosa musical, luminosa. El crítico ha escrito que la novela de Barclays, el pavo real henchido de gozo, le ha parecido “divertida y convincente”. Vamos bien, vamos bien, pensó Barclays, al leer esos elogios, temeroso de las objeciones avinagradas que suele publicar dicho crítico. Más adelante, matizando el elogio, ha opinado que la novela es “imperfecta, ligera” y entonces Barclays se ha sentido abatido, descorazonado, humillado, y ha pensado: ¡Qué lindo hubiera sido que el crítico escribiera que la novela es “perfecta, profunda”, o “casi perfecta, profunda”! Pero así cayeron los dados, pensó, y habrá que vivir con “imperfecta y ligera”. Al final, sin embargo, el crítico celebró “las alturas humorísticas” de la novela y concluyó que es una obra “entretenida hasta el tuétano”. No está mal, pensó Barclays, al parecer aprobé el examen. El crítico le otorgó 3.5 estrellas sobre 5 estrellas como máximo. Herido en su orgullo, Barclays pensó: ¡Qué te costaba regalarme media estrellita más, joder! Pero 3.5 no está tan mal, tratándose de ese crítico asaz severo, que le puso 1.5 a la anterior novela de Barclays, publicada hace cinco años. Vamos mejorando, vamos subiendo, pensó Barclays.
Quizás la reseña más inteligente que ha leído Barclays estos días ha sido la de un crítico sumamente respetado y temido, publicada en el diario El Confidencial de España. Ese novelista y cuentista de considerable talento y viva inteligencia, que a veces escribe mejor que Bolaño, opinó que Barclays “ha salido airoso de su arriesgada novela”. Más adelante, sentenció: “Es un libro estupendo, y la imagen final que recibimos de Vargas Llosa, García Márquez o Carmen Balcells, entrañable y fascinante”. ¡Carajo, por fin un gran elogio!, ha saltado Barclays en su estudio, poseído por las fiebres malsanas de la vanidad. Luego ha leído otra alabanza de ese crítico: “Encontramos un libro dichosamente fabricado… un libro cómico, amoroso, también histórico”. Siendo ese novelista y cuentista el más severo de todos los críticos que han perdido el tiempo leyendo “Los genios”, Barclays se ha sentido jubiloso, eufórico, y ha corrido a leerle el artículo a su esposa Silvia, quien lo ha mirado con ternura y la he dicho: ¿Has tomado tus pastillas para dormir? Silvia ha leído la novela en dos semanas y, al terminarla, le ha dicho a Barclays, con cierto aire de pesadumbre o aburrimiento: Casi todo lo que has escrito ya me lo habías contado. Punto en contra, pensó Barclays, resignado a la mirada alemana de su esposa.
Así las cosas, Barclays, que ha firmado y obsequiado la novela a su madre, a sus hermanos, a sus tíos, a sus primos, se pregunta, aterrado: ¿La leerán? ¿Me escribirán? ¿Me dirán algo? ¿O les parecerá un tostón, un plomazo, un agujero negro, y pasarán de ella, y no me dirán una palabra? Porque Barclays lleva treinta años publicando novelas, ha publicado dieciséis novelas en España y América, es decir una media de una novela cada dos años, y sin embargo es, o sigue siendo, un escritor clandestino en su propia familia, un escritor afantasmado o fantasmagórico, un escritor al que nadie lee en su familia cercana, ni en su familia extendida, ni en su familia exiliada. Tal vez porque sus primeras novelas vampirizaron a la familia, saquearon los tesoros que yacían en el subsuelo del honor de la familia, a Barclays no lo han leído nunca sus padres, sus hermanos, sus tíos ni sus primos, y si lo han leído ha sido a hurtadillas, como haciéndose una paja, y no le han dicho nada, no le han celebrado el libro, aunque tampoco se lo han criticado, simplemente lo han ignorado.
Esta vez, sin embargo, la novela no bucea en el mar de la familia, no pesca los peces coloridos de la familia, no dispara arpones contra los tiburones de la familia, y por eso Barclays se ha sentido cómodo repartiéndola como vendedor de biblias en su familia religiosa, puritana. Pero ha pasado una semana, han pasado dos semanas, van pasando tres semanas, y de momento, silencio hermético, mutismo monacal, aquí no pasa nada, el libro no existe, es translúcido, transparente. Y entonces Barclays se pregunta: ¿Seguiré queriendo a mis hermanos si no leen la novela y no me dicen nada sobre ella? A despecho de su vanidad, sí, los seguirá queriendo, pero, en represalia, no les regalará nada por Navidad.
Lo que lleva a Barclays a la siguiente pregunta o reflexión quemante: Si a una persona no le gusta mi libro, le parece un libro espantoso o asqueroso, un libro mediocre o despreciable, ¿podemos ser amigos? La respuesta honesta parecería ser: No, ni a cojones. Porque, piensa Barclays, si lees esta novela, o cualquiera de mis novelas, estás conversando con su autor, estás conversando conmigo mismo. Y cuando yo lleve años ya muerto, el lector todavía podrá conversar conmigo, como yo puedo conversar con Bolaño y con Javier Marías, leyéndolos. Barclays razona, parapetado tras el muro de su desmesurada soberbia: Si un amigo lee este libro y piensa que es mediocre o despreciable, entonces no podemos seguir siendo amigos, es el fin de la amistad. Porque mi libro es una prolongación de mi cabeza y mi corazón, una parte viva de mi cuerpo, una extremidad sensible de mi organismo. Si lo rechazas, si lo desprecias, estás amputando o mutilando esa parte de mí, esa zona viva de mi identidad, ese bolsón sicalíptico donde cargo las ideas y los sueños, la inventiva maliciosa y la afiebrada imaginación.
Por eso, Barclays, a pesar de las críticas en tono más o menos positivo, está preocupado, hondamente preocupado: porque nadie en su familia desea leer su novela, y porque ninguno de sus amigos, veinte o treinta, a quienes ha enviado la novela firmada, da señales de vida, reporta haberla leído, la encomia o la censura, salvo uno, un periodista e historiador, amigo de la universidad, que escribió en su leída columna del diario Perú21 que la novela le había parecido “muy entretenida” y le recordaba a las ficciones de Bryce Echenique. El problema es que Barclays y Bryce están peleados porque Bryce dijo cosas horribles de la esposa de Barclays, pero esa es otra historia. ¿Leerán la más reciente novela de Barclays sus amigos de toda la vida, a quienes el escritor ha despachado la novela firmada con genuino afecto? Y si la leen, ¿disfrutarán de ella, sentirán algo parecido al deleite, al regocijo, al placer? ¿O se aburrirán y la dejarán en la página treinta? ¿O, incluso si la leen con fruición, no le escribirán un correo a Barclays, no le dirán nada? Pero, por otra parte, ¿acaso Barclays ha sido un buen amigo de ellos? No: no sabe sus cumpleaños, no los saluda en sus aniversarios ni en Navidades, nunca les escribe un correo afectuoso, no los ve hace años. Entonces, si Barclays es un amigo tan distante y ensimismado, tan mezquino y egoísta, ¿por qué esos amigos digamos históricos debieran deshacerse en elogios a él y su novela? ¿No es desigual la amistad que Barclays les ofrece? ¿No se ha ganado el silencio de esos amigos o examigos?
Un amigo del colegio, columnista de prensa que escribe como los dioses, le ha escrito un correo a Barclays, tras leer su novela: “Tuve la sensación de estar siendo testigo de uno de esos actos donde el domador abre las fauces del león y mete la cabeza ante el pavor del público: tienes unos nervios de acero”. Barclays ha sentido un ramalazo de alegría porque admira a ese escritor y lo considera el mejor de su generación. Enseguida, sin embargo, ha pensado, siempre tan insoportable, tan envanecido: El problema es que esas cosas me las dice en privado, solo en privado, pero no las dirá en público, en su columna.
Por último, Barclays se dice a sí mismo, en modo guerrero: Vargas Llosa, antes de que saliera mi novela, antes de haberla leído, escupió vitriolo sobre ella en el diario El País de España: “Es un montón de mentiras, un libro horrible”. Pero las novelas, faltaba más, son un montón de mentiras, solo que ellas, piensa Barclays, deben ser creíbles, verosímiles, persuasivas. A pesar de que Vargas Llosa, en otro arrebato matonesco, tan típico de él, le asestó un puñetazo verbal a la novela de Barclays y, coludido con su agente malaleche, quiso sabotearla o boicotearla, rebajarla y desdeñarla, por lo visto “Los genios” se defiende sola y se abre paso entre la crítica y los lectores.
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