Sombreros de Montería: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly

Este es el año de las ferias, de todas las ferias, pensé, y es también el año de la novela Los genios, y en honor a García Márquez, la víctima del puñetazo de Vargas Llosa, debo ir a Montería, me dije. Y fui jalando una maleta negra rodante y cargando un bolso colorado.


No es fácil llegar a Montería, Colombia. No si el viajero emprende la travesía desde Miami, como la emprendí hace unos días con espíritu aventurero de conquistador.

Me habían invitado a la feria del libro de Montería año tras año, hasta que por fin me rendí y acepté la persistente invitación de un joven escritor llamado Carlos, a quien no conocía ni había leído. Este es el año de las ferias, de todas las ferias, pensé, y es también el año de la novela Los genios, y en honor a García Márquez, la víctima del puñetazo de Vargas Llosa, debo ir a Montería, me dije. Y fui jalando una maleta negra rodante y cargando un bolso colorado.

Mi esposa estaba asustada, pues pensaba que podían secuestrarme o malherirme en Montería, así que le pedí a Carlos protección policial, y se dispuso que dos agentes del orden me custodiasen en todo momento, incluso cuando yo durmiese, atentos ellos fuera de la habitación, armados hasta los dientes. Yo había vivido un año en Bogotá, en un hotel señorial, El Portón, protegido por guardaespaldas, así que ya conocía lo que se siente cuando uno duerme en peligro real o imaginario, rodeado de hombres desconocidos y armas de fuego.

Llegué a Bogotá a la una y media de la mañana de una noche fría como suelen ser de pérfidas y heladas las noches en aquella ciudad. Para mi fortuna, no había filas largas en migraciones ni en aduanas, de modo que salí bien pronto del aeropuerto y fui recibido por el chofer del hotel. Mientras él conducía, yo, sentado en el asiento trasero, bailaba un merengue o una bachata, porque la camioneta se zarandeaba con cada hueco, bache o desnivel, y veía en mi tableta los goles de las mejores ligas europeas de fútbol. Tan pronto como llegué al hotel Four Seasons de la Carrera 13, mi hotel preferido en esa ciudad, me asignaron la suite Esmeralda, en el piso ocho, y pedí por teléfono:

-Cuatro jugos de naranja, cuatro jugos de papaya, cuatro plátanos con cáscara y todo, cuatro mangos cortados en rodajas.

Normalmente un hotel a las dos de la mañana se niega a complacer un pedido tan extravagante y tropical, pero el Four Seasons es un hotel de sorprendente excelencia y atención a los detalles, y en efecto recibí las frutas, todas las frutas, poco después de ordenarlas por teléfono. También había pedido que a mi llegada a dicho hotel los aires acondicionados, todos, estuviesen apagados en la suite y que una almohada firme me esperase en la cama, y así ocurrió. Confirmé entonces que el Four Seasons sigue siendo el mejor hotel de Bogotá. A pesar de que a lo lejos se oían los ecos de la rumba un sábado de madrugada, me puse mis tapones de goma en los oídos y dormí como un bendito.

Al día siguiente me llevé dos gratas sorpresas en el cuarto de baño de la suite Esmeralda: me habían dejado una tijerita de uñas y el espejo circular de reflejo ampliado era el mejor que mis ojos habían mirado jamás. Premunido de la tijerita y de pie frente al espejo redondo ampliado, pasé largo rato depilándome los pelitos de la nariz, de las orejas, de las cejas, algo que jamás hacía en mi casa. De nuevo, admiré la atención a los detalles de dicho hotel. Es muy infrecuente que un hotel te deje una tijerita de uñas y que su espejo circular ampliado sea de tan buena calidad, mucho mejor del que yo tengo en mi casa.

Era un sábado por la noche cuando el avión aterrizó en Montería. No había mangas. Bajamos por unas escaleras metálicas a la antigua, de alta peligrosidad. Hacía un calor infernal, húmedo, pesado, un calor todavía más sofocante y opresivo que el de Miami, lo que parecía inimaginable. Algunos pasajeros me reconocieron, me pidieron fotos, me preguntaron si visitaría al expresidente Uribe en la finca que tiene en Montería. No, les dije, vengo a la feria del libro.

El joven escritor Carlos, mi atento anfitrión, me recibió con un fotógrafo que me hacía retratos y con dos custodios. Media hora después, estábamos en el hotel GHL, el más moderno de la ciudad. Había una boda, una fiesta, un estrépito musical, un baile salpicado de alegrías, promesas y euforias. Yo tenía ganas de darme una ducha y echarme en la cama a leer. Sin embargo, en el restaurante del hotel me esperaban Carlos y la primera dama de Montería, Antonella, una mujer encantadora, la esposa del alcalde, que me regaló un sombrero. Cenamos juntos. Se unió a la comida una chica linda, Eliana, asistenta de la primera dama. Hacia la medianoche, fatigado, me retiré a dormir. Sin embargo, a diferencia del Four Seasons, este hotel, mucho más básico, no había cumplido los dos pedidos que hice antes de llegar: apaguen los aires porque tengo alergia y déjenme una almohada firme. La suite estaba helada y no había almohada dura. Con todo, me las arreglé para conciliar el sueño.

Al día siguiente mi charla en la feria del libro había sido anunciada a las tres de la tarde, y así la había anunciado yo mismo en mi programa de televisión. A las dos de la tarde, ya estaba listo, de traje y corbata, con dos frascos de caramelos de menta en mis bolsillos y dos lapiceros para firmar muchos libros. Bajé por el ascensor con mis guardaespaldas ya devenidos amigos, Jorge y Cristian, quienes me pidieron ejemplares de Los genios, pero no llevaba ninguno conmigo, así que me excusé, lo mismo que me disculpé con el comandante de la policía local, coronel Díaz, quien me esperaba, muy afectuosamente, al pie del ascensor. A veces la gente piensa que el escritor viaja con diez o veinte libros en un bolso y los va regalando en el camino o la travesía, pero no es mi caso.

En lugar de salir de inmediato al teatro donde yo hablaría en un momento, el joven escritor Carlos, mi anfitrión, me condujo presurosamente a un salón del hotel, donde me esperaba el alcalde de Montería, también llamado Carlos, y su equipo de prensa y promoción, un puñado de jóvenes con cámaras de fotos y de televisión. Sorprendido por esa inesperada reunión con el alcalde y su equipo de prensa, hice acopio de paciencia. Sentado a mi lado, el alcalde, muy simpático, abrió una computadora y, mientras su equipo nos hacía fotos, me mostró, durante cuarenta y cinco minutos, las obras que había hecho en los últimos años: un colegio, un hospital, una cancha deportiva, y así. No fue el momento más placentero del viaje para mí. Yo quería estar a solas, pensando en mi charla, que debía de comenzar en pocos minutos, pero de pronto me encontraba atrapado en una reunión política con un alcalde que me enseñaba, una y otra vez, las obras que había hecho, al tiempo que yo, con mínima educación de forastero agradecido, lo elogiaba por las obras, por tantas obras, le decía que tenía un gran futuro político y lo animaba a proseguir en la arena política.

Cuando faltaban diez minutos para las tres de la tarde, mi paciencia se agotó y les dije a los dos Carlos, mi anfitrión y el alcalde, que debíamos salir ya mismo si queríamos que la charla comenzase a la hora anunciada, las tres de la tarde. Pero ellos, por lo visto, no llevaban prisa. Lo que el alcalde quería no era tanto escuchar mi charla, sino que yo escuchase la suya, exhibiendo todas sus obras.

Pasadas las tres de la tarde, llegamos por fin al teatro donde me tocaba hablar. Pero había una joven hablando, así que los dos Carlos y yo nos sentamos entre bastidores, esperando a que ella terminase su charla. Pasaron diez minutos, veinte minutos, treinta minutos, y la joven seguía hablando de Dios y de su libro, y yo pensaba que la puntualidad no parecía ser una de las virtudes en aquella feria del libro. Tuvimos que esperar casi cuarenta minutos para que la joven se retirase y, por fin, mi pequeño acto pueblerino, mi circo itinerante, mi exhibición del hielo literario en la canícula caribeña colombiana, diera inicio, joder, ya era hora.

Luego me sobrepuse a los malestares y las contrariedades y hablé cuarenta minutos y respondí toda suerte de preguntas amables o envenenadas y a continuación firmé ejemplares de mis libros legales y piratas y me regalaron un montón de otros libros que a buen seguro no habrían de caber en mi maleta negra rodante ni en mi bolso colorado.

Salimos deprisa de la feria, ya era de noche, me llevaron al hotel, me cambié en diez minutos y luego me dejaron en el aeropuerto. En el trayecto, el joven escritor Carlos, mi anfitrión, me obsequió dos sombreros más, uno enviado por el gobernador de Córdoba, de manera que, al subir al avión, llevaba puestos tres sombreros, uno encima del otro.

El vuelo fue breve. Al llegar a Bogotá, debía esperar cuatro horas en el aeropuerto para tomar el vuelo de regreso a Miami. Entonces, a pesar de que viajaba en American, que no ofrecía un salón de reposo para viajeros en ejecutiva, me iluminé y pedí asilo político en el salón vip de Latam y las chicas uniformadas de Latam se apiadaron de mí, me cobraron cuarenta dólares y me dieron asilo humanitario. Una maravilla ese salón de Latam en Bogotá: comí como un preso político recién liberado. En efecto, me deslicé entre el pecho y la espalda una pechuga de pollo, una lasaña vegetariana, un plato de quesos y jamones, un helado de chocolate, un helado de fresa, incontables jugos de naranja recién exprimidos e incontables cafés expresos. Por lo visto, saqué máximo provecho del asilo político que me dio Latam y, cuando subí al vuelo de American, no traté ni por un segundo de dormir, porque seguí viendo obsesivamente, un capítulo tras otro, una serie que mi esposa me había bajado y recomendado.

Al llegar a casa en la isla, eran las siete de la mañana y aún no amanecía. El perro me recibió con euforia, dándome besos, y enseguida me despojé de mis tres sombreros de Montería y me fui a dormir.

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