La belleza incorruptible: un relato de Jaime Bayly
Cuando muere, con apenas cincuenta y cuatro años, uno de tus mejores amigos, y recuerdas que tienes cincuenta y ocho años, comprendes que la muerte te espera agazapada a la vuelta de la esquina y que no podrás disuadirla diciéndole palabras bonitas de pico de oro o hablantín inspirado.
En memoria de Pedro Suárez-Vértiz
Cuando muere, con apenas cincuenta y cuatro años, uno de tus mejores amigos, y recuerdas que tienes cincuenta y ocho años, comprendes que la muerte te espera agazapada a la vuelta de la esquina y que no podrás disuadirla diciéndole palabras bonitas de pico de oro o hablantín inspirado.
Precisamente porque te queda poca vida, porque habrás de morir más o menos pronto, porque lo mejor ha quedado atrás, es urgente e impostergable no perder el tiempo y acometer las tareas creativas pendientes, los libros por escribir.
Cuando recuerdas que tu amigo que acaba de morir enfermó hace doce años y desde entonces ya no pudo cantar más, una enfermedad cruel e incurable que le arrebató la bien ganada felicidad de componer música de excelencia, canciones memorables, obras de arte que habrán de sobrevivirlo, condenándolo al más duro castigo que puede sufrir un cantante, el de quedarse en silencio, sin voz, sin poder cantar, comprendes que disfrutas de una suerte bendita porque todavía puedes escribir, puedes hablar, puedes expresarte artísticamente sin restricciones, a plenitud, gozando de una libertad que los ejércitos enemigos del tiempo y la enfermedad todavía no han diezmado, pero que más o menos pronto habrán de asaltar.
Precisamente porque tienes tantas historias por contar, tantas novelas por escribir, debes comenzar cuanto antes a contarlas, a escribirlas, a vivirlas al mismo tiempo que las escribes, a fabularlas al mismo tiempo que las evocas, a darles vida al mismo tiempo que tus personajes se soliviantan y hablan contigo con palabras díscolas y hasta procaces, y entonces, tratando de capturar el momento, incendiando con el fuego sagrado del arte las vastas praderas desoladas del aburrimiento y la frivolidad, del narcicismo y la mediocridad, escribir de una vez y para siempre esas jodidas novelas que te torturan día y noche, la novela de los dictadores, la novela del comediante que cayó de la cornisa, la novela del actor que se arrojó del balcón, la novela de la sagrada familia, de tu sagrada familia, que es, de todas, las que más miedo te infunde, el temor a las iras santas de tu madre.
Cuando recuerdas que el padre de tu amigo, el músico que acaba de morir, también fue artista y también murió joven, antes de cumplir cincuenta años, y que fue íntimo amigo del padre de tu primera esposa, y cuando crees estar viendo lo que has escrito en una de tus novelas, el momento alucinante en que el padre de tu esposa decidió encender una hoguera y arrojar a las llamas todo su pasado, todas las pruebas de que él era él, quemando en un festín autodestructivo y redentor sus papeles, sus documentos de identidad, su partida de nacimiento, su partida de bautismo, sus diplomas escolares, su certificado de confirmación, su libreta electoral, su libreta militar, su acta de matrimonio, su licencia de conducir, todo lo que pudiera probar que él era él y había sido él durante treinta años, y cuando recuerdas que de inmediato, reducido a cenizas su pasado, el padre de tu esposa, renaciendo del fuego, le regaló su automóvil alemán, modelo escarabajo, al padre de tu amigo, el músico que acaba de morir, comprendes que en cada una de tus novelas has encendido un fuego inexorable y has arrojado a las llamas todo tu pasado, tu antigua identidad, tu sentido del honor, tu buena reputación, las convenientes alianzas familiares, las amistades, los amores felices y los amores contrariados, todo al fuego, todo reducido a cenizas en nombre del arte, o de salvarse mediante el arte, con lo cual, quizás sin advertirlo de un modo tan patente, tú mismo hiciste lo que hizo tu suegro, es decir incendiar tu pasado y salir ileso de esas llamaradas, convertido en otra persona, en una persona quizás mejor.
Precisamente por eso hay que regalar a los amigos y a los parientes todo lo que pueda regalarse, hay que saber despojarse del pesado lastre de las cosas, hay que disfrutar cuando se regalan las cosas que uno pudiera guardarse para sí mismo, los perfumes, las corbatas, los relojes, los zapatos, todos los lujos innecesarios de este mundo que, lejos de darnos felicidad, crean dependencias, crean ataduras y servidumbres, porque, como te dijo el cantante cuando se sacó su reloj y te lo obsequió en un programa de televisión, el problema de tener un reloj muy caro es que tú ya no eres dueño del reloj, pues el reloj se adueña de ti mismo.
Cuando recuerdas que tu amigo, el músico que acaba de morir en silencio, tuvo el coraje, la pasión, la lucidez y el arrojo torero de atreverse a ser músico, solamente músico, plenamente músico, en un país y en unos tiempos en los que ser músico era una condena segura a la pobreza, un boleto sin retorno a una vida de privaciones y de humillaciones, un viaje en apariencia autodestructivo a las zonas más sombrías y gélidas de la existencia humana, un descenso al turbio fondo de los mares donde ya nadie consigue sobrevivir, y recuerdas luego que, contra viento y marea, con el temple de un conquistador y la intrepidez de un pirata, tu amigo el músico consiguió triunfar, y triunfar en grande, y vivir solamente como músico, plenamente como músico, llevando sus canciones a otras ciudades, a otros países, elevándose, elevándonos, esparciendo felicidad en estado puro, felicidad en unas cápsulas adictivas llamadas canciones, comprendes que la vida carece de sentido o de vuelo o de belleza cuando quien la vive se esconde de los riesgos, se achanta y repliega ante el peligro, se asegura cómodamente un futuro predecible, chato y mediocre y se empequeñece o asusta ante la posibilidad de encontrar su voz, y luego su identidad, y enseguida su singular camino, y entonces entregarse apasionadamente y sin reservas al acto de cumplir el destino para el cual había nacido.
Precisamente por eso, porque el músico que acaba de morir se enfrentó a los dragones más poderosos y los doblegó a todos, cumpliendo su admirable destino humano, y porque, al componer música, al cantar sus canciones, fue plenamente feliz y nos hizo plenamente felices, y porque no fue pobre ni miserable ni desdichado ni perdedor, los tributos onerosos que supuestamente acabaría pagando por la insolencia de atreverse a ser músico en un país desnortado y de escasa cultura, sino al contrario, fue amado y aclamado, honrado y reverenciado, oído y bailado, celebrado y aplaudido, es que ahora, cuando el músico ha partido tan de pronto, dejándonos desolados, debemos recordar que la vida mejor vivida es la que se atreve a encender el fuego sagrado del arte, que es la belleza incorruptible que no habrá de morir.
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