A veces creo que mi esposa ya no me ama: un relato de Jaime Bayly
He comprendido entonces que no debo entrometerme en la libertad de mi esposa para consumir bebidas alcohólicas cuando a ella mejor le apetezcan, aun si eso le genera una dependencia o una adicción. De hecho, si quiero que me mire con residuos de amor, o al menos con ternura cuando nos enredamos en la cama, quizás me conviene que no se abstenga de beber.
A pesar de que la amo, a pesar de que la amo más de lo que ella me ama en sus días mejores, no estoy en condiciones físicas, cognitivas, sentimentales ni morales de hacer el amor con mi esposa todos los días del año.
Pronto cumpliré sesenta años. El tiempo ha minado viciosamente mis reservas eróticas. Dármelas de macho lujurioso podría costarme la vida. No quisiera enfriarme de súbito sobre el cuerpo cálido de mi mujer.
El problema es que mi esposa tiene treinta y cinco años y, además de ser sumamente atractiva, es atleta, tenista, karateca, cinturón negro, y se conserva en estupenda forma física, aunque ella dice que tiene que bajar tres kilos para estar en su peso ideal. Yo tengo que bajar veinte para estar en mi peso ideal. La última vez que estuve en mi peso ideal nos encontrábamos todavía en el siglo pasado y el muro de Berlín seguía en pie. Desde entonces, mi grasa pura pesa unos veinte kilos, o más, que es la mitad de lo que pesa mi hija menor, y la tercera parte de lo que pesa mi esposa.
No me engaño, no me hago ilusiones, no le susurro embustes cursilones a mi esposa: nunca más estaré en mi peso ideal, nunca más tendré un desenfrenado apetito erótico para hacer el amor todas las noches. Ese hombre delgado y brioso no existe más, me ha abandonado, se ha marchado de mi cuerpo sin despedirse. Ahora no me queda más remedio que ser los desechos que ese hombre me dejó, el despojo en que me he convertido, el sujeto lento, ventrudo, melancólico y ajado que duerme todo el día, como los gatos, y ama a su esposa, pero no puede hacerle el amor tantas veces como quisiera, unos fracasos que ciertamente duelen y recuerdan a la muerte, que se esconde debajo de la cama.
Grande y gordo como soy, y con un plumero o una palmera en la cabeza, me veo en la obligación de tomar una pastilla por la tarde y otra por la noche para estar en condiciones físicas, cognitivas, sentimentales y morales de cumplirle a mi esposa, no todas las noches, no día por medio, sino a duras penas los fines de semana, cuando me siento más relajado porque no tengo que ir al programa de televisión.
Sin embargo, a veces creo que mi esposa ya no me ama, que se aburre conmigo en la cama. Dada la diferencia de edad, y de peso, y de apetito erótico, no sería de extrañar que tal cosa ocurriera. La otra noche, creo que era un sábado, le propuse que hiciéramos el amor, pues al día siguiente ya no estaría protegida por el bendito anillo que nos previene de la concepción. Mi esposa me miró con una frialdad que me asustó. La idea de darse un revolcón conmigo no parecía entusiasmarla en modo alguno. Me miró seriamente, fijamente, como si le hubiese propuesto bajar a la cocina a lavar los platos. Luego, mirándome a los ojos con una apatía extraña, desacostumbrada, dejó que la besara y le hiciera el amor. Pero fue un momento desolador para mí, porque mientras me agitaba, su mirada seguía siendo seria, fría, racional, como si estuviera pensando que soy un estorbo, una rémora, un lastre, como si estuviera arrepentida de dejarme entrar en ella, como si ya no me amase. Hicimos el amor y, al perderme en el mar gélido de sus ojos, al poseerla como un intruso indeseable, sentí que el amor se nos había escondido, se había marchado. Luego quedé profundamente triste y descorazonado. Le pregunté si todo estaba bien. Me dijo que sí, pero no le creí. Poco después, se retiró a dormir en su habitación. Ya no me quiere, pensé. Ya no le provoca follar conmigo, me dije a mí mismo, abatido.
Tal vez el encuentro erótico fue desafortunado porque ella no había bebido aquella noche, la noche de la mirada helada que me dejó frío. También eso me preocupa: mi esposa bebe y yo soy abstemio. Me asusta la posibilidad de que se vuelva alcohólica, pero no le digo nada, respeto su libertad. Sin embargo, ella sabe que el asunto me inquieta porque su padre fue alcohólico y el mío también. Mi madre sufría mucho cuando mi padre se emborrachaba y se tornaba violento, áspero, sombrío. Yo no le digo nada a mi esposa, dejo que ella beba lo que le dé la gana de beber. No me siento cómodo en el papel de inspector de bebidas espirituosas. No soy yo quien debe fijar unos límites, preservar unos equilibrios: es ella misma, si acaso, quien tiene que aprender a hacerlo.
Cuando viajamos, mi primera bebida en el desayuno es siempre un jugo de naranja y la suya, una copa de champaña. Desde entonces, y durante todo el día, hasta las dos de la mañana, no pierde ocasión de beber todo el vino y la champaña que encuentra en el camino. Eso me desasosiega y atormenta. A veces pienso que debería decirle no tomes tanto, mi amor, vas a volverte dependiente, adicta, no te conviene. Pero luego me refreno y no le digo nada. Todos tenemos nuestros vicios, nuestras manchas humanas, nuestros pecadillos, pienso, tratando de calmarme. El amor consiste en querer a una persona no por sus virtudes, sino por sus defectos, no por sus grandezas, sino por sus debilidades. Entonces, si está en su destino ser alcohólica, supongo que estará en mi destino amarla así mismo, tal como es, y ayudarla a ser una alcohólica feliz, si tal cosa es posible, y yo presiento que lo es, porque mis abuelos bebían mucho y parecían felices, y mis tíos más inteligentes y exitosos bebían mucho y parecían felices, a diferencia de mi padre, que era alcohólico e infeliz, pero seguramente infeliz antes de ser alcohólico.
La otra noche, cenando con mi esposa en un restaurante japonés, me atreví a decirle que tal vez no le convenía beber cerveza si quería bajar de peso, porque en nuestros últimos viajes la he visto tomar mucha cerveza, sobre todo en Berlín y en Londres. También pensé decirle quizás deberías beber solo los fines de semana, que es cuando hacemos el amor, pero no me atreví, no quise ser indelicado. Ella me dijo que, así como le gusta tomar champaña desde temprano y vino tinto por las noches y cerveza cuando no hay vino ni champaña, a mí me gusta comer chocolates a la una de la mañana, a las dos de la mañana. Todos tenemos nuestros vicios, me dijo, y yo nunca te he pedido que dejes de comer chocolates de madrugada y que bajes de peso por amor a mí, añadió, con una suavidad que agradecí.
He comprendido entonces que no debo entrometerme en la libertad de mi esposa para consumir bebidas alcohólicas cuando a ella mejor le apetezcan, aun si eso le genera una dependencia o una adicción. De hecho, si quiero que me mire con residuos de amor, o al menos con ternura cuando nos enredamos en la cama, quizás me conviene que no se abstenga de beber. Porque aquella noche desventurada, mi esposa, por bajar de peso después de los viajes europeos irrigados de tanto alcohol, no había bebido nada, y quizás por eso me miró con una seriedad científica, como examinando a un insecto, cuando yo me agitaba sobre ella, buscando trazos de amor en su mirada helada, distante, ensimismada.
En otros tiempos, para impresionar a mi esposa, cumplir con sus expectativas eróticas y hacerle el amor día por medio como un potro desbocado, seguramente me habría inscrito en un gimnasio y hubiese declarado la guerra a los chocolates, mi perdición. Pero ya estoy viejo para cifrar mi felicidad en los kilos que peso o la frecuencia de mis refriegas amatorias. Me rindo. Capitulo. Me resigno al deshonor del amante mustio, ceniciento. Acepto que soy solo un gordito que a duras penas puede follar una vez por semana, mientras su esposa lo mira seriamente, fijamente, como si el gordito estuviese rindiendo un examen que a todas luces habrá de desaprobar.
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