El pirata de la nevera: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly

Todas las noches, al hundirme en un sueño profundo, bien entrada la madrugada, despierto con frecuencia, cada dos horas, cada hora y media. A continuación, súbdito de las órdenes que dicta mi estómago, que es un tirano gritón, me levanto, abro la refrigeradora al lado de la cama y dejo que mi apetito improvise y decida libremente por mí


Tengo una nevera en mi habitación. Es tan grande como la refrigeradora que tenemos abajo, en la cocina. Duermo al lado de una heladera porque guardo en ella ciertas cosas esenciales para pasar la noche sin sobresaltos. En la refrigeradora de mi dormitorio hay helados, frutas, gelatinas y bebidas. Cuando digo helados, quiero decir pequeños helados en cono o barquillo coronados por una bola de vainilla recubierta de chocolate. Son convenientes porque, al ser pequeños, se disfrutan en pocos bocados. Cuando digo frutas, quiero decir plátanos, uvas verdes y fresas. Cuando digo gelatinas, quiero decir gelatinas rojas, de fresa, en porción individual, vaso de plástico, como para enfermos de un hospital. Cuando digo bebidas, no quiero decir bebidas alcohólicas, pues no bebo alcohol, quiero decir bebidas gaseosas azucaradas, en particular una soda refrescante a base de jengibre.

Todas las noches, al hundirme en un sueño profundo, bien entrada la madrugada, despierto con frecuencia, cada dos horas, cada hora y media. A continuación, súbdito de las órdenes que dicta mi estómago, que es un tirano gritón, me levanto, abro la refrigeradora al lado de la cama y dejo que mi apetito improvise y decida libremente por mí. Entonces saboreo un helado en barquillo y vuelvo a la cama, sedado por ese breve placer. Un rato después, despierto enfurruñado, soñando que peleaba con alguien, generalmente mi padre o mi primera esposa, y me permito comer un plátano y una gelatina, y enseguida, aplacada dulcemente la ansiedad, sigo durmiendo. Más tarde, cuando despierto con sed, bebo un par de tragos de mi bebida favorita, la soda amarilla de jengibre. No tengo que bajar a la cocina: me permito complacer mis antojos sin salir de la habitación. Ciertamente duermo mejor de esa manera, administrándome felicidad en forma de azúcar, en cada interrupción del sueño, en aquellas incursiones piratas a la nevera.

A mi esposa le avergüenza que yo duerma con una refrigeradora en mi cuarto. Le abochorna en particular el tamaño de la heladera, y trata de esconderle esa información a sus padres y a mi madre. Me ha sugerido cambiarla por un minibar, como los pequeños muebles frigoríficos de los hoteles, pero me he negado enfáticamente. Mi esposa me dijo entonces que no podía seguir durmiendo conmigo, si teníamos una nevera en la habitación. Elige, me retó, la refrigeradora o yo. Desde entonces, duermo solo. Mi esposa se retiró a dormir en su habitación. Amo a mi esposa, pero necesito una nevera al lado de mi cama. Amo a mi esposa precisamente porque tengo una heladera en mi cuarto. Amo a mi esposa gracias a la refrigeradora que duerme conmigo. Por otro lado, creo que mi esposa todavía me ama porque duerme mejor en su habitación que en la mía. Puesto que no me ve tragar de noche, medio dormido, un espectáculo seguramente sórdido y decadente, ella aparenta que esos excesos y esas desmesuras no ocurren, y entonces, al día siguiente, no me detesta y, al estar descansada, relajada y bien dormida, perdona mis vicios.

Cuando yo era un niño, vivíamos en una casa muy grande, en el campo, y mi madre tenía una nevera en la cocina que las empleadas domésticas cerraban con una cadena metálica y un candado. No he vuelto a ver una refrigeradora trabada con un candado. Mi madre echó llave a la heladera porque mis hermanos y yo la abríamos a toda hora y rapiñábamos lo que había en ella como salvajes recién llegados de una guerra. Siempre teníamos hambre. No era yo el más voraz. Mis hermanos eran auténticos depredadores. Eran capaces de comerse huevos crudos, como hacía mi padre. Eran capaces de matar palomas, desplumarlas, freírlas y comérselas. Eran capaces de comer ocho o diez plátanos seguidos, uno tras otro. No sé por qué teníamos tanta hambre en esa casa. Porque cuando nos servían el almuerzo o la cena, arrasábamos con lo que hubiera de comer, incluso si esos platos no nos gustaban. Yo odiaba comer hígado, sesos, lengua de vaca, rabo de toro. Odiaba ver a mi padre comiendo esas cosas. Mi padre rompía un huevo en el borde de la mesa y se lo tragaba crudo. Después yo no podía seguir comiendo.

En un ala de la cocina se encontraba la despensa, también cerrada con llave y además con cadena metálica y candado. En aquel almacén en la penumbra mis padres escondían las cosas importadas. Allí adentro había también una nevera, pero más pequeña. En esa refrigeradora guardaban los quesos, los jamones, las salchichas, los chorizos. Todo eso pertenecía a mi padre y solo a él. En los estantes de la despensa había bebidas alcohólicas en abundancia, pero también gaseosas azucaradas y dulces importados, principalmente cereales en cajas para los desayunos dominicales, barras de chocolates y latas de galletas. Mi padre no comía dulces, se enorgullecía de no comer dulces, decía que los dulces eran para las mujeres y los hombres débiles, afeminados. Sin que mi madre lo supiera, saqué copias de la llave y el candado de ese almacén. A veces entraba solo, o con mi hermana, y comía todos los dulces que podía. Amaba los chocolates, el mazapán y las galletas de jengibre. Y amaba los manás, manjares milagrosos que las cocineras le hacían a mi madre. Una vez mi padre me pilló en la despensa, comiendo chocolates importados, y me sacó a bofetadas. Lo que más le molestó no fue que hubiese entrado furtivamente en la bodega familiar, sino que estuviese comiendo dulces, como un hombre débil, afeminado. Nunca pude comer huevos crudos, como él.

Curiosamente, ahora soy de comer más de noche, entre sueño y sueño entrecortados, que de día. Mis días son cortos porque me levanto a la una de la tarde y no desayuno, pues he pasado la noche asaltando la refrigeradora al lado de mi cama. Entonces voy con mi esposa a una cafetería, bebo un jugo de frutas y picoteo una ensalada. Por las tardes no tengo hambre. Antes de salir a la televisión, mi esposa me sugiere comer unos huevos revueltos blancos. Los prepara ella misma con un amor que me conmueve. Luego bebo un café y me voy a trabajar. En el canal no como nada, comen mis gatos, no yo. A medianoche, de regreso en la casa, empiezo a tener hambre. En realidad, tomo mis pastillas para la bipolaridad y después me asalta el hambre con la furia de un pirata harto de comer peces crudos y beber agua de mar. Debo suponer que las pastillas abren poderosamente mi apetito. Tomo tres pastillas, no diré cuáles, son la cifra química de mi felicidad, y una hora después deseo amar a mi esposa y después comer a solas, ya sin ella, o cuando duerme a mi lado, antes de irse a su cama. Es hermoso hacer el amor y luego abrir la nevera y comer tres barquillos al hilo de chocolate con vainilla. Es la felicidad pura. Podría bajar a la cocina, cómo no, pero es más lindo hacerlo allí mismo, al lado de la cama. En esos momentos siento que mi habitación en un santuario donde venero los placeres mundanos, un templo en el que adoro a mi mujer y a mis dulces fríos y mis frutas frescas. No lo digo yo, lo dijo un poeta: el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría.

Lo que mi esposa no sabía, y vino a descubrirlo la otra tarde, aspirando la alfombra de mi habitación, es que, debajo de mi cama, yo escondía unas pastillas de chocolate de leche, envueltas en papel platino, de forma redondeada, que me traen mis parientes desde la ciudad en que nací. Ahora esos chocolates La Ibérica están también en la refrigeradora de mi cuarto, ya no tengo que escondérselos a mi mujer. Los metía debajo de la cama porque me gustaba saborearlos no tan fríos, levemente blandos, de modo que se derritieran en mi lengua, pero mi esposa me ha reñido, me ha dicho que las pastillas de chocolate dispersas en el piso del dormitorio traen hormigas, arañas y cucarachas y que está harta de aspirar la alfombra donde caen las migajas de los helados en cono que me administro todas las noches, como el auténtico pirata de la nevera.

Siendo ahora mismo las dos de la mañana, y estando mi esposa en su habitación, durmiendo con nuestra gata y nuestro perro, me toca interrumpir esta crónica de nuestra intimidad, ponerme de pie y abrir la heladera al lado de mi cama. A pesar de que soy un escritor, la fuente de mi felicidad no está en la biblioteca, sino en la refrigeradora de mi dormitorio.

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