Moriré pobre: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly

Por lo visto, mi programa de austeridad fiscal era fácil de diseñar, pero difícil de ejecutar. Recordé lo que ya sabemos: es fácil gastar dinero, pero mucho más difícil ganarlo honradamente. No hace falta talento alguno para gastar más dinero del que uno ingresa.


Al comenzar el año, me propuse ser una persona fiscalmente responsable y recortar mis gastos. No se trataba de un súbito arrebato de austeridad, mesura o avaricia. Ocurre que la empresa en que trabajo me pagará veinte por ciento menos a partir de enero. Pensé entonces: si voy a ganar menos, debo gastar menos.

Hay ciertos gastos que, por desgracia, no puedo reducir: el colegio de mi hija, el seguro médico y el de los autos, los impuestos a la renta y a la propiedad, las comidas y las bebidas del supermercado, las cuentas domésticas de electricidad, telefonía, agua, basura y periódicos. Podría tratar de gastar menos en restaurantes y cafés, a los que acudo todos los días, pero no estoy dispuesto a negociar la felicidad que encuentro comiendo en la calle, dado que en casa nadie cocina.

Así las cosas, me propuse rebajar los sueldos del personal que trabaja conmigo. Pensé: si voy a ganar veinte por ciento menos desde enero, mis empleados ganarán también veinte por ciento menos. Es lo justo, me dije. No quería despedir a nadie. Si no me habían despedido, yo tampoco quería echar a nadie. Porque, además, las personas que trabajan conmigo se han ganado mi respeto y mi cariño. No era fácil, por eso, decirles que debía aminorarles el sueldo.

Antes de poner en marcha mi severo plan de austeridad presupuestaria, una de mis hijas me escribió un correo, pidiéndome amorosamente dos boletos aéreos para ella y su novio, pues deseaban asistir pronto a una boda en una isla caribeña. Pensé decirle: no puedo colaborarte con los pasajes, mi amor, porque me han bajado el sueldo y estoy en recesión y me veo obligado a gastar menos. No tuve hombría ni coraje para decirle: mil disculpas, pero esta vez no puedo regalarte los billetes aéreos. No le dije que me habían mermado los honorarios. Le compré los pasajes. Por supuesto, pagué asientos en clase ejecutiva, porque es lo que ella y su novio merecen. Comienza mal mi programa de austeridad, pensé. Si no sabes decir no, estás jodido, me dije.

Luego me propuse anunciarle al jardinero que le bajaría el sueldo. Mi plan era decirle: en vez de trabajar todos los días de lunes a viernes, ven tres veces por semana y te pagaré veinte por ciento menos. Me parecía razonable. Pero, a la hora de la verdad, cuando tenía que hacer acopio de valor y comunicarle la ingrata noticia, no supe hacerlo, no pude hacerlo. Era el primer día laborable de enero, el muchacho regaba el jardín y me acerqué para decirle que no podía seguir pagándole lo que le he abonado en los últimos años. Sin embargo, tuve la delicadeza de preguntarle cómo iban sus cosas, antes de darle la mala noticia. Le pregunté si estaba ahorrando. Me dijo que no. Le pregunté por qué, si le pago muy bien. Me dijo que debe mucho dinero. Le pregunté cuánto dinero debe. Me dijo que veinte mil dólares. Le pregunté a quién le debe tanto dinero. Me dijo que a las personas que lo trajeron escondido en camiones desde su país. Luego me dijo que la travesía fue una odisea, que los viajes en camiones duraban veinte o treinta horas, que debía ir escondido debajo de unas alfombras y no podía respirar y se asfixiaba. Me dijo que los sujetos que lo trajeron escondido le cobran ahora veinte mil dólares, además de unos intereses de usura. Me dijo que todos los meses tiene que pagarles. Si deja de hacerlo, tomarían represalias contra él y su familia. Después de escucharlo, no pude decirle he venido a decirte que ganarás menos dinero a partir de este mes. Me conmovió escuchar su relato. Me dijo que recién en dos años terminará de pagarles a los bandidos que lo transportaron furtivamente desde su país de origen hasta este país. Poco después, le dije a mi esposa: fracasé, no pude bajarle el sueldo, él necesita la plata mucho más que yo.

Luego traté de bajarle la remuneración a la señora que cuida a nuestro perro. Ella viene a las ocho de la mañana, se lleva al perro y lo trae a las cinco de la tarde. Vive en una casa con un gran jardín, donde reúne a veinte o treinta perros cada día. Ha nacido para cuidar perros: los perros la aman. No es un trabajo fácil: debe evitar que se peleen o se monten o se escapen. Lo hace con un talento superior, como si hubiese nacido para ejercer ese oficio. Temeroso de hablar con ella, pues posee un carácter recio, le escribí una nota diciéndole mil disculpas, me han bajado el sueldo, tengo que pagarte menos, gracias por tu comprensión. Enseguida le escribí un cheque por un monto veinte por ciento inferior al estipendio que estaba acostumbrada a cobrar. Pero, cuando mi esposa le dio el cheque y la nota, la cuidadora de perros protestó. Dijo que, si le pagábamos menos, entonces no se llevaría a nuestro perro los fines de semana. Su argumento era razonable: si me pagan menos, trabajaré menos. Al final, mi esposa y yo decidimos que, por el bien de nuestro perro, a quien queremos como a un hijo, no le bajaremos el sueldo a su cuidadora, quien además hace un gran trabajo.

A continuación, les comuniqué a mis tres editores que a partir de enero ganarían veinte por ciento menos, recorte que suponía un ahorro no menor para mí. Tenía que ser fuerte y ejecutar el programa de austeridad. Pero los editores me rogaron que no les diese un sablazo en sus ingresos. Son muy talentosos y me asisten tanto en el canal de televisión como en el programa que grabo en casa. Trabajan, como yo, los siete días de la semana. Trabajan en navidad y año nuevo. Trabajan en sus cumpleaños y en el mío. Son realmente buenos. Y cada uno tiene un enredo distinto: uno acaba de mandar a su hijo a la universidad, lo que le obliga a gastar más; otro tiene a la madre enferma; y el último se ha tenido que mudar porque el edificio en que vive está mal construido y está hundiéndose. No se preocupen, les dije, no les bajaré el sueldo.

Por lo visto, mi programa de austeridad fiscal era fácil de diseñar, pero difícil de ejecutar. Recordé lo que ya sabemos: es fácil gastar dinero, pero mucho más difícil ganarlo honradamente. No hace falta talento alguno para gastar más dinero del que uno ingresa.

Tras sucesivas derrotas en el ejercicio de mi menguada hacienda personal, todavía podía hacer unos recortes en los emolumentos a dos empleadas domésticas que son parte de nuestra familia: una es chofer de mi hija menor, y la otra, más joven, limpia la casa. Las reuní en la cocina, me armé de valor, me dije no seas pusilánime, diles la verdad, ellas van a entender. Pero, cuando les di la mala noticia, ambas se echaron a llorar. La señora que oficia de chofer alegó que necesita el dinero porque su madre vive lejos y su hija vive aún más lejos y ella las mantiene a ambas. La más joven, sollozando, me confesó que sus padres se han quedado sin trabajo y ella les paga las cuentas, enviándoles remesas. Así las cosas, las abracé, lloré con ellas y les dije que seguirían ganando lo mismo, y que ya me las ingeniaría para recortar dinero en otras áreas de mi presupuesto.

No he podido rebajar ninguno de los salarios que pago mensualmente. He fracasado en toda la línea. No he intentado siquiera bajarle el sueldo a la noble señora que me cuida una propiedad en la ciudad en que nací. Le he dicho a mi esposa: mi amor, soy un desastre, soy un fracaso, no he podido bajarle el sueldo a nadie. Ella me ha dicho: eres idéntico a tu madre.

Como no he podido rebajar las remuneraciones de mi personal doméstico y mi equipo técnico, no me quedará más remedio que gastar menos en restaurantes y en viajes. ¿Tendré suficiente carácter para decirle a mi mujer que a partir de ahora comeremos en casa y no viajaremos a la playa ni a la nieve? Lo dudo mucho. Sospecho que seguiremos comiendo rico y viajando a lugares hermosos. Es decir, seguiré gastando más de lo que debiera. Es decir, cuando la empresa en que trabajo me despida por fin, tendré que aplicar una política fiscal no ya de moderada austeridad, sino de choque brutal: comer siempre en casa, viajar en clase económica y hacer yo mismo las labores de jardinería, limpieza casera y servicio de transporte para nuestra hija. Lo veo bien claro: moriré pobre.

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