¿A qué huele Santiago?

<P><span style="text-transform:uppercase">[capital invisible]</span> ¿Ha hecho el ejercicio de identificar los olores que aparecen cada vez que sale de su casa? ¿A qué huele su barrio? La ciudad tiene aromas fáciles de atrapar si se repara en ellos. El centro, por ejemplo, es una extraña mezcla entre fritura y café. Imposible más capitalino. </P>




DIEZ DE JULIO huele; el Paseo Ahumada, la calle Victoria, La Vega, el Mercado Central, los alrededores del Club Hípico y el cerro San Cristóbal, también. Incluso, La Parva, Farellones y Valle Nevado. Huelen las esquinas de las que los manic eros no se mueven hace años. Solía oler Independencia, en los tiempos en que Yarur y Sumar llegaban con telas recién elaboradas y las depositaban en las bodegas de los distribuidores: "Muchas veces se humedecían y la mezcla de ésta con el algodón inundaba toda la calle apenas se abrían los locales", cuenta Francisco Leiva, un vendedor que lleva 60 años trabajando en esa zona.

Santiago huele. A esmog, a maní confitado, a marraqueta recién horneada a la salida del Metro. A sopaipillas fritas en grasa callejera, y al encierro sofocante del Metro, que escapa de tanto en tanto por las gargantas subterráneas hasta la superficie. Y el conjunto de aromas superpuestos y revueltos en la atmósfera urbana le confieren su propio sello a esta capital.

Aunque no existe una forma exacta de medir olores, basta un simple ejercicio para definir los que flotan por la ciudad. Una invitación a ejercitar el flojo sentido del olfato -el más atrofiado del homo urbanis, según los expertos- a través de narices provincianas y extranjeras que pisan por primera vez la ciudad.

"El estímulo olfativo requiere de un esfuerzo y somos perezosos. No usamos codificación como lo hacemos con los colores. Podemos distinguir muchos tonos de rosa, pero si olemos la manzana, diremos que hay olor a manzana, cuando en realidad podemos descubrir 30 aromas distintos asociados a ella", explica el sommelier Pascual Ibáñez.

Este español, fundador y director de la Escuela de los Sentidos, vivió su propia experiencia cuando llegó a Santiago. "El centro olía entre hollín y pescado seco, como en sazón. Después entendí que eran los pollos asados, que están alimentados con harina de pescado. Ese olor me chocó. También el de las sopaipillas fritas en grasa quemada, y el del taxi, que es un horror; con una calefacción de auto viejo, con un montón de alfombritas llenas de polvo y ese olor a naranja y pino baratos", recuerda. Aunque también confiesa haberse deleitado más de una vez a la salida del Metro, con la fragancia embaucadora del pan recién horneado de las panaderás instaladas debajo y sobre la superficie.

Dejando aparte los problemas puntuales que ocasionan los olores mal manejados en actividades productivas, y que son comunes en la mayoría de las ciudades, se puede decir que existe un olor que es común en todo Santiago. Es el aroma picante del esmog. Hace un año, la nariz experta habría agregado: "El hedor del río Mapocho", pero desde que Aguas Andinas inauguró el proyecto Mapocho Limpio el 31 de marzo, la capital perdió ese olor. "Vivo en el piso 14, en Bellavista con Loreto, y antes olía a podrido todo el día. Estuve a punto de cambiarme, pero en febrero de 2010 dejó de oler mal".

En el acto de inspirar, en la nariz tiene lugar un proceso: una serie de moléculas aromáticas, positivas y negativas, se mezclan ahí y cualquier persona, con más o menos sabiduría olfativa, es capaz de identificar aromas.

Algunos determinan barrios gracias a este ejercicio. Para algunos, basta pensar en la postal de Manuel Montt y Simón Bolívar para retrotraer el olor a empanadas de la tienda Roy Sar.

Por lo general, la comida es un gran gatillador. Y en el centro, el Mercado Central y La Vega concentran una mezcla apabullante de frutos secos, verduras, especias, carnes, flores (frescas y podridas), comida recién preparada y el olor penetrante de los pescados y mariscos. "La caballa y el jurel son los más pasosos, porque tienen más yodo", dice uno de los vendedores del mercado. A eso se suma un toque de limón, que proviene del área de restaurantes.

En la Alameda, a la salida del Metro U. de Chile, y a pasos del Paseo Ahumada, se hace presente en varias cuadras a la redonda la fragancia de las clásicas galletas que difícilmente no conoce un santiaguino: la que emana de la antigua fábrica de galletas Tip Top. Es el olor penetrante de la mantequilla, el brandy, la mermelada de frambuesa y el azúcar horneada la que acompaña, desde la década del 80, la caminata de todos los transeúntes del sector.

Pero también están los olores asociados directamente al entorno o a la actividad productiva de un barrio. En las inmediaciones del cerro San Cristóbal, el principal pulmón verde de la ciudad, prevalece el perfume de la tierra húmeda y de especies nativas, principalmente, quillayes, peumos, boldos y de otras exóticas, como los eucaliptos, aromos y magnolios. Un aroma que, según el viento que corra, no sólo deja una estela por los caminos y huellas del cerro, sino que llega hasta el barrio de Pedro de Valdivia Norte.

Sin embargo, en el mismo sector, por el acceso de Pío Nono, en pleno barrio Bellavista, también se siente la presencia de los animales del zoológico. Bien lo saben los que deben subir por Chucre Manzur y que deambulan por Constitución. "El olor a animales no se va a quitar nunca. Pero el de sus desechos está bastante más acotado desde que se empezaron a tratar hace un par de años y que son retirados por una empresa externa", dice Hernán Merino, jefe de Parques y Jardines del Parque Metropolitano.

Por el mismo barrio Bellavista se cuela el olor de la cerveza y de los completos y se mezcla con la acidez del tomate y el ají chileno de fondo, sobre todo durante las tardes de los viernes, cuando los estudiantes se toman las fuentes de soda del lugar.

Hay microbarrios determinados por notas populares. Como el barrio Franklin, donde prevalece el olor a "fritanga", el pebre y de comida recién preparada (como los lomos del Pobre Guido, que se asoman en toda la esquina de Ingeniero Obrecht). Todo, mezclado con el aroma a plástico, ropa nueva, perfumes, incienso, frutas, artículos electrónicos y antigüedades. En el Parque de Los Reyes, las narices se concentran en la madera tratada, a betún de judea, a barnices y madera recién lijada. Hacia el fondo, sin embargo, donde está el rincón de los muebles más antiguos y caros, la fragancia de las maderas nobles y llenas de pasado se funde con los aceites esenciales de las naranjas que algunos locatarios depositan sobre las estufas para perfumar el lugar. Se puede sentir desde afuera.

Difícilmente se puede pasar por 10 de Julio sin olvidar su sello aromático. Desde Vicuña Mackenna hasta Portugal, el olor a metal y a solvente de las ferreterías, y a aceite y caucho de los talleres mecánicos, se mezcla con la picardía de la cebolla, la carne y el comino de las empanadas. Desde Portugal hacia Lira, los talleres mecánicos son una fuente de olor a caucho, aceite de motor, combustión, goma quemada (similar al que sale cuando se quema el mango del sartén), pero también a sopaipillas, improvisadas parrillas donde hacen anticuchos y choripanes al atardecer)

Está también en toda la ciudad el siempre valorado aroma al grano de café. Basta con un breve recorrido por el Paseo Ahumada -entre Plaza de Armas y la Alameda- para que los café Haití, graben la "fotografía odorífica".

En las cercanías del Club Hípico, sobre todo por el lado oriente ( desde Tupper hasta calle Antofagasta), predomina el olor a paja y heces de caballo. Proviene de los corrales y pesebres donde habitan los cerca de dos mil caballos. Ello, pese a que cada tarde un camión retira estos desechos y los revende para usarlos como abono.

Imposible dejar de lado las esquinas oscuras, que durante la noche reciben los desechos de los trasnochados y durante el día, la de los barristas apasionados. Uno de los focos más mencionados es la esquina de Grecia con Pedro de Valdivia, para muchos una suerte de baño público después de los clásicos en el estadio.

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