Cortázar, el eterno adolescente
<P><I>Papeles inesperados </I>ha vuelto a poner el nombre de Julio Cortázar en el mesón de novedades de las librerías. La nueva entrega de textos inéditos, que Aurora Bernárdez, su primera mujer, guardaba celosamente en su casa de Grenelle, obliga a revisitar la vida del escritor y preguntarse, a 25 años de su muerte, por su obra, su visión política, sus romances y todo lo que conforma su legado.</P>
La tos de una señora alemana en medio de un concierto. Julio Cortázar está en su casa en París y oye la grabación que France Musiqueemite, cerca del mediodía. Es el Concierto en Re Menor de Beethoven que, en 1947, entre las ruinas de una Alemania derrotada, dirige Wilhelm Furtwängler.El violín del judío Yehudi Menuhin irrumpe sobrecogedor cuando el arco surca sus cuerdas. Cortázar escucha esa grabación 30 años después y no repara ni en el talento de Beethoven ni el de Furtwängler ni en el de Menuhin, sino en un "golpe seco y claro de tos" que aparece sólo una vez en el segundo movimiento. Una pequeña y efímera tos anónima que, durante 30 años, había dormido en los archivos de la radio. Cortázar se maravilla de ese descubrimiento y lucubra sobre la dueña de esa tos, sobre el lugar dónde se sentó esa noche, sobre por qué esa tos hace nacer las propias líneas que él escribe.
El texto aparece en Papeles Inesperados, la última entrega de inéditos de Julio Cortázar que prepararon su primera mujer, albacea y heredera, Aurora Bernárdez y Carlos Álvarez Garriga. Entre cuentos, fragmentos de otras obras, prólogos, crónicas, auto-entrevistas y poemas, La tos de una señora alemana es un guiño al mejor Cortázar, aquel que miraba el mundo con la frescura de la adolescencia, aunque tuviera 30, 40 ó 50 años. Dicho esto, habrá que convenir que, más allá de las santificaciones, hay momentos dentro de su obra en que el autor de Rayuela alcanza el cénit y otros en los que marcha sin demasiado brillo, como un soldado más dentro de un gran pelotón.
En ese sentido, el juicio que hace su compatriota, Ricardo Piglia, resulta revelador:
"La conciencia estética de Cortázar, la imagen del escritor que construye su obra en la soledad y el aislamiento se fracturó, podría decirse, con el éxito de Rayuela (1963). Por un lado Cortázar se plegó al mercado y a sus ritos, y en un sentido después de Todos los fuegos el fuego (1966) ya no escribió más, se dedicó exclusivamente a repetir sus viejos clichés y a responder a las demandas estereotipadas de su público".
La cita de Piglia obliga a plantearse quién fue realmente Cortázar dentro de la literatura latinoamericana. ¿El más grande narrador argentino?
¿Un autor sobrevalorado? Si Borges ha pasado a la historia como el escritor más citado y menos leído,
es de suponer que, en vista del éxito comercial de Rayuela, Cortázar se ubica en las antípodas del autor de El aleph, en el sentido de que ningún otro autor argentino ha sido más leído que él.
Retratos y autorretrato
El mismo hace un autorretrato en una entrevista a El País que dio dos años antes de su muerte. "Yo era un joven pequeño burgués europeizante, a quien le molestó profundamente la ola de peronismo de la época, que consideraba de una profunda vulgaridad".
Cortázar había crecido en medio de libros y mujeres
(su padre abandonó el hogar tempranamente, enamorado de una chica joven); había obtenido el título de maestro de primaria y de enseñanza media;
había vivido de hacer clases en Chivilcoy y Bolívar, dos pueblos del Buenos Aires profundo, y amaba la literatura francesa por encima de todas las cosas. Era un muchacho refinado, culto, melómano, un esteta que no toleró que las protestas vociferadas en altavoz no lo dejaran escuchar a su querido Bartok.
Por eso, cuando el gobierno francés le otorgó una beca para estudiar en París, no lo dudó. Tomó sus pocas cosas y se fue. Nunca más volvería a Argentina. O no para quedarse.
En Francia edita su primer libro de cuentos, Bestiario (1951) y la condición de escritor comienza a calzarle a la medida. Sin embargo, de no mediar el ojo avizor del director literario de Sudamericana, Francisco Porrúa, probablemente el genio de Cortázar hubiera permanecido oculto, pues él decidió publicar Las armas secretas (1959) a pesar de que los ejemplares de Bestiario dormían en la bodega de la editorial.
Hay consenso en señalar esos dos volúmenes de cuentos, sumados a Final del juego (1956), como parte del mejor Cortázar. El perseguidor, Carta a una señorita en París o Continuidad de los parques son piezas antológicas del cuento latinoamericano. Cortázar narra historias que habitan un territorio incierto de la realidad. De alguna manera, se asoma al mundo por ventanas nuevas y sus textos tienen la frescura de la adolescencia, porque reinventa el lenguaje, porque no hay certezas en sus historias. Nada es definitivo.
Con Rayuela extrema su búsqueda. Y aunque los lectores de su generación no se arrodillan frente a la novela, los más jóvenes la idolatran. El éxito de Cortázar llega de la mano de las nuevas generaciones, porque, sin quererlo, es un escritor de 50 años que sigue teniendo la mirada juvenil y sus textos brillan como puede brillar la mirada de una muchacha de 23 años.
El influjo de Cuba
Una invitación a ser parte del jurado del Premio Casa de las Américas cambiará su vida. La Revolución Cubana avanza triunfante en La Habana y sus alrededores. Cortázar ya había estado una vez en la isla y sus ideas respecto del socialismo comenzaban a tomar cuerpo. En 1963 vivirá un mes entre los cubanos y terminará convertido a la Revolución. Ni siquiera el punto de vista de su mujer, Aurora Bernárdez, apolítica y enemiga de la literatura militante, lo hará ver los matices de un proceso complejo.
Cuenta Osvaldo Soriano que "una vez, recién llegado de Cuba, fui a su casa. Recuerdo que le dije que había visto cosas jodidas. Pero Julio insistía en que no había que darles pasto a las fieras".
En pocos años, Cortázar transforma su imagen de escritor. Abandona al esteta y se pone el traje del escritor comprometido que obliga a tener certezas, a cambiar las preguntas por respuestas, a poner sus empeños en la lucha diaria contra el imperialismo, a trucar esa mirada adolescente por una militante. Y aquí hay un episodio anecdótico que es imposible pasar por alto. El nuevo Cortázar dejará su imagen clásica de púber (si se me permite la exageración), de lampiño eterno, gracias a un tratamiento hormonal recetado por médicos franceses. Así, el Cortázar comprometido parece otro con esa barba que jamás se quitará de la cara.
Mario Goloboff, en su biografía sobre el escritor, recoge un comentario que circulaba entre sus cercanos. "Se dice, también, que tal tratamiento le habría despertado un mayor interés por el género femenino; que aquel sería el responsable de una suerte de transformación del antiguo Cortázar, medido, casi ascético, en el exitoso seductor que algunos pretenden haber tratado hacia los 70".
Lo cierto es que cerca de los 60 años, Cortázar tendrá una carrera amorosa impresionante. Seguirá viendo, cuando el azar lo permite, a La Maga (la verdadera, Edith, con residencia en París). Su figura alargada cautivará a varias jovencitas, pero con dos establecerá relaciones intensas y estables. Una es Ugné Karvelis, lituana, encargada en Ediciones Gallimard de lenguas extranjeras. El primer encuentro será fulminante: "Aturdida por su tamaño, intimidada por ese aire de absoluto adolescente que me hizo bajar los ojos de vergüenza ante la idea de que era 22 años mayor que yo, balbuceé una vaga fórmula de cortesía y me escapé", recuerda Karvelis.
La huida de Ugné es transitoria. Vivirán juntos hasta mediados de 1978 y según el escritor cubano Miguel Barnet, "nadie sabe la medida en que Ugné es importante en la actitud de Julio hacia Cuba y después hacia Nicaragua, ni cómo Ugné se volcó y volcó a Julio hacia América".
Porque Cortázar en sus últimos años hizo de la defensa de América Latina el sentido de su vida. De hecho, cuando la revista Life lo entrevista y le pregunta sobre el futuro de la novela, él responde que le importa "tres pitos, lo único importante es el futuro del hombre". La paradoja resulta del hecho de que Cortázar asuma su condición de latinoamericano una vez instalado en París. Él se defiende diciendo que la distancia le permite otra mirada, no provinciana. José María Arguedas recoge el guante y lo corrige con ironía, explicándole que todos somos provincianos. Cortázar responde con dureza: "Existe una diferencia entre ser un provinciano como Lezama Lima, que precisamente sabe más de Ulises que la misma Penélope, y los provincianos de obediencia folklórica, para quienes la música de este mundo empieza y termina en las cinco notas de una quena".
La batalla que libró contra las dictaduras de derecha fue valiosísima. Poco importa que la haya dado, prioritariamente, desde los cafés parisinos o de su casa de Grenelle, matizado con algunas visitas a Chile, Argentina y Cuba. El exilio chileno, por ejemplo, recibió de manos de Cortázar los 950 dólares del Premio Médicis, otorgado en 1974 a El libro de Manuel, al mejor libro extranjero publicado en Francia. Lo lamentable es que en ese salto al escritor comprometido, al artista militante, el Cortázar adolescente quedó relegado y condenado a aparecer con cuentagotas en su obra posterior a Todos los fuegos el fuego .
Quién sabe si en sus últimos días, cuando Carol Dunlop, su último y gran amor, cuidaba de él en su lecho de enfermo, ese Cortázar luminoso y joven garabateó un par de textos para ganarle a la leucemia. Textos que quizá, el día de mañana, aparecerán tan sorpresivamente como estos Papeles Inesperados que ya adornan el mesón de novedades de las librerías.
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