¿El fin de Merkozy?

<P>Lo que se juega mañana en Francia no es poca cosa: el liderazgo de Europa, el futuro de la derecha francesa y europea y el modelo de desarrollo con que el Viejo Continente afrontará la crisis que continúa.</P>




Las elecciones de mañana en Francia, si todo sale como prevén los sondeos, se cobrarán una nueva víctima europea de la interminable secuela de la crisis financiera y económica de 2008. El Presidente conservador Nicolás Sarkozy, a menos que lo rescate un milagro, será derrotado por el socialista François Hollande en la segunda vuelta de los comicios y ese acontecimiento tendrá implicaciones de primer orden para Europa. La mayor: acabará con el binomio Merkel-Sarkozy que había surgido en los últimos años como el eje político de la zona del euro y el gran factor de poder y decisión en toda la Unión Europea.

Desde que estalló la burbuja en 2008, la crisis se ha cargado, en distintos momentos, a los gobiernos de Irlanda (Brian Cowen), Portugal (José Sócrates), Grecia (Giorgos Papandreou), Holanda (Mark Rutte) e Italia (Silvio Berlusconi) antes de finalizados los respectivos períodos. Pero también ha expulsado del poder a gobiernos que acabaron sus mandatos y fueron reemplazados por la oposición en España, la República Checa, Hungría, Rumania, Eslovenia y el Reino Unido. Francia, probablemente, se sumará a esta implacable lista el domingo. Sólo el de gobierno de Letonia ha logrado la continuidad en comicios ocurridos en medio de un duro ajuste.

Pero las consecuencias estrictamente políticas no quedan allí. La ola de movimientos populistas de extrema derecha y, en menor medida, de extrema izquierda, que ya era notoria antes de 2008, no ha hecho más que crecer, aunque no en todos los lugares puede hablarse de una ideología fascista muy claramente definida. En algunos casos por oposición a los planes de ajuste (Holanda, por ejemplo), en otros, por denunciar los rescates del sur a manos del norte y el centro del continente (Austria en este caso), diversos grupos neofascistas han podido situarse en posiciones de mucha gravitación en el sistema democrático y acumular una base social considerable, que ha obligado a los gobiernos de estos países a adecuar su postura.

En Holanda, el Partido de la Libertad de Geert Wilders tumbó al gobierno de centroderecha al que estaba aliado y en Austria el partido del mismo nombre, liderado por Heinz-Christian Strache, está empatado con los conservadores y a sólo tres puntos de los socialdemócratas de cara a los comicios del año que viene. En Grecia, donde habrá elecciones parlamentarias también mañana, la extrema derecha obtendrá probablemente representación parlamentaria por vez primera (para no hablar del extremismo de izquierda, que sumará más votos que los conservadores y los socialistas por separado). Pero ni esto ni el avance extremista en Finlandia, donde la extrema derecha (Verdaderos Finlandeses) cuadruplicó su voto el año pasado, ha provocado la repercusión que tuvo el Frente Nacional de Marine Le Pen en la primera vuelta en Francia.

Marine Le Pen obtuvo casi uno de cada cinco votos y será una de las grandes ganadoras si Hollande derrota a Sarkozy, porque su verdadero objetivo, en este momento, es apoderarse del liderazgo de la derecha gala. De allí que, por más que haya dicho que votará en blanco, in péctore clama por una derrota de Sarkozy. Si Sarkozy pierde, algo que en un presidente que pretende la reelección es infrecuente en Francia, su partido, el UMP, es decir, la derecha moderada, entrará en una seria crisis, porque está de por sí muy dividida. En semejante escenario, Le Pen propondrá pactos a diversos miembros de la UMP para que la apoyen en las legislativas de junio, algo que podría permitirle pelear el triunfo en más de 100 circunscripciones y ser competitiva hasta en 350. Si se tiene en cuenta que la Asamblea Nacional suma 577 escaños, puede uno imaginarse el cataclismo político que esto constituiría en la quinta potencia del mundo.

Lo que se juega mañana en Francia, pues, no es poca cosa: el liderazgo de Europa, el futuro de la derecha francesa y europea y el modelo de desarrollo con que el Viejo Continente afrontará la crisis que continúa.

Alemania y Francia habían sintonizado entre sí con una visión que enfatizaba la austeridad y reformas estructurales, es decir, unos años de mucho sacrificio, para salir del pozo. A ese eje, que llaman "Mer-kozy", por la simbiosis política de la alemana Angela Merkel y el francés Nicolás Sarkozy, se habían sumado casi todos, incluyendo a la Grecia del gobierno saliente; la España de Rajoy, que ahora hace enormes esfuerzos por recortar el gasto y la deuda y reformar el sistema proteccionista; la Italia de Mario Monti, que hace lo propio, y, siempre más distante por no estar en el euro, el Reino Unido de David Cameron. Etcétera. Pero Hollande ha dejado muy en claro que se opone a hacer de la austeridad el nervio de la respuesta política a la crisis y quiere combinarla, en versión más moderada, con estímulos al crecimiento y una intervención todavía mayor del Banco Central Europeo. En la práctica, esto supone un enfrentamiento con Alemania, el guardián de la austeridad, y una renegociación del Pacto de Estabilidad Fiscal firmado hace unos meses, e infligido prácticamente por Merkel y Sarkozy a una Europa renuente (sólo Londres y Praga no lo han suscrito). Ahora, ese consenso se rompe definitivamente, a menos que Hollande dé un giro copernicano, lo que parece improbable.

El pacto exige que cada país tenga un déficit estructural máximo de 0,5 por ciento y una deuda que equivalga a menos del 60 por ciento del PIB, entre otras cosas. Buena parte de los grandes esfuerzos que se hacen hoy en Europa, a un costo político altísimo, se dan bajo esa premisa, aunque en el entendido de que el objetivo tardará años en lograrse. Pero con el resultado de la primera vuelta en Francia y la perspectiva de que Hollande ganase la segunda, varios líderes europeos empezaron en las últimas dos semanas a hablar de complementar la austeridad con políticas de crecimiento, lo que en buen cristiano implica relajar la austeridad y abrir la mano. Ante la perspectiva de que Hollande rompa el eje sobre el que se ha construido toda la respuesta a la crisis del último año, la propia Comisión Europea y el Consejo de Europa (por boca del Presidente Herman van Rompuy) soltaron también frases ambiguas, lo que llevó a Hollande en Francia a decir que "los europeos empiezan a comprender nuestro mensaje".

Si Hollande sigue adelante con su cometido en el caso de ganar los comicios, estaremos ante un rediseño de la estrategia que había impuesto Alemania con la alianza de Francia. ¿Qué ocurrirá entonces? Sin duda, los países que más están sufriendo el impacto del ajuste, donde los gobiernos a duras justas se sostienen, se aliarán con Hollande. Y los que no lo quieran hacer, se verán muy presionados por su izquierda. Pero sólo Alemania puede en última instancia garantizar y financiar lo que Hollande se propone. Por tanto, adversarios y partidarios de la estrategia actualmente vigente están condenados a negociar desde sus posiciones antagónicas. El resultado de esa eventual negociación es de muy incierto pronóstico.

No está en duda quién tiene el peso y la autoridad moral en Europa para fijar las grandes pautas. Ese país es Alemania. Aunque lo sería en cualquier caso, lo es más todavía dada la situación económica de Francia, producto de la falta de reformas de gran calado de la era Sarkozy, que ha sido de mucho ruido y pocas nueces. Se prevé que la economía gala crezca 0,5 por ciento este año y ya su desempleo abarca a un alto 10 por ciento de la población activa. El déficit fiscal equivale a cinco por ciento del PBI y la deuda, a 85 por ciento, por tanto Francia, al estar fuera de los límites del pacto fiscal, está obligada en teoría, a menos que París lo denuncie, a un ejercicio de austeridad importante. En esas condiciones, difícilmente podrá Hollande doblar la mano de Merkel. Además, los conservadores como el español Rajoy y el tecnócrata Monti están convencidos de que ese pacto es indispensable y de que sólo un esfuerzo de sangre, sudor y lágrimas sacará a Europa de la postración actual. Si Hollande consigue solamente el apoyo de países con menor peso, no se ve cómo podría forzar una renegociación global. Toda ella, además, depende de que Alemania esté dispuesta a garantizar una estrategia de gasto que sólo ella puede financiar en última instancia.

Por ejemplo, una de las cosas que propone Hollande es la emisión de eurobonos, es decir, bonos garantizados por toda la Unión Europea que permitan financiar proyectos de inversión para alimentar el crecimiento. Sin embargo, el único país que podría respaldar esos bonos, Alemania, se opone de forma terminante. Hollande también propugna un impuesto a las transacciones financieras. Berlín está en contra de semejante medida. Y así sucesivamente.

Por último, también resulta una necesidad política para el Banco Central Europeo, cuya renovada intervención Hollande reclama, tener un tácito apoyo de Berlín a la hora de actuar. Si Alemania se opone a que el banco central siga creando dinero artificialmente, ¿con qué instrumentos podría Hollande lograr su propósito? El argumento en contra del eventual gobernante socialista será contundente: el banco central ya compró deuda de países en problemas por más de 250 mil millones de euros el año pasado y ahora ha usado un billón adicional (trilllón en inglés) para prestárselo a bancos tambaleantes, que a su vez los han empleado en comprar deuda soberana (española mayormente). El banco central ha más que duplicado su balance desde el estallido de la burbuja. Si esa no es suficiente intervención, ¿qué lo es?

En caso de que Alemania y sus aliados, sin embargo, bloqueen los intentos de un eventual presidente Hollande por flexibilizar el ajuste y acompañarlo de medidas expansionistas e intervencionistas, crecerá el descontento social. Y en ese escenario, ideal para los extremismos a los que me refería al comienzo, no se puede descartar que alguien como Marine Le Pen logre, al menos parcialmente, su propósito de posicionarse de tal modo que le dicte su curso a la derecha francesa. Una verdadera recomposición del escenario político.

Para Rajoy, este forcejeo entre la visión de Hollande y la de Alemania viene muy mal. Después de un esfuerzo enorme por recortar gastos (y subir impuestos), así como reformar y liberalizar ciertos mercados, el gobierno del Partido Popular ha visto su popularidad caer casi 10 puntos y empieza a soportar una protesta social. Si esa protesta, que tiene el apoyo muy resuelto del Partido Socialista de Pérez Rubalcaba, sigue en aumento, toda la estrategia de Rajoy podría chocar con obstáculos políticos que desvíen su curso o lo frenen. El dice que seguirá adelante pase lo que pase y lo cierto es que ha demostrado que no le tiembla la mano. Pero hay un límite, especialmente en una España que ha olvidado lo que es el sacrificio después de dos generaciones que vivieron del consumo exagerado y el esfuerzo sólo moderado.

Toda Europa, pues, está angustiosamente pendiente de la votación de mañana domingo en Francia. Su futuro está en juego. El resto del mundo observa también nerviosamente al hexágono, con muchas más preguntas que certezas.

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