El silencio de Amanda
<P>Cuando en 1991 se fue a vivir a Quintay, la única hija de Víctor Jara le cerró la puerta al mundo. No quiso meterse en política, aparecer en público ni alzar su voz para buscar en tribunales las respuestas por el asesinato de su padre. Amanda prefirió actuar como una sombra, apoyar a su madre en privado, dedicarse a la pintura y cultivar la tierra. Desde un balcón frente al mar, después de perseguirla por meses, ella acepta contar su vida. </P>
El álbum, escondido como un tesoro en su casa, conserva varias fotografías familiares en blanco y negro. Amanda, la única hija de Víctor Jara, decide compartir una sola: en la imagen aparece ella de niña y cargada de bolsos, y más atrás, el avión en el que acaba de aterrizar en Madrid. Del día en que fue tomada, en octubre de 1973, dice recordar casi nada.
Amanda Jara tiene 48 años, y al cumplir los nueve, cuando cursaba cuarto básico en el Liceo Manuel de Salas, de Ñuñoa, su madre, la bailarina inglesa Joan Turner, les dijo a ella y a su media hermana Manuela -hoy de 53 años, hija del coreógrafo Patricio Bunster- que harían un largo viaje. Un mes antes, el Golpe de Estado había sacudido al país, y a los pocos días, su padre, el actor, director de teatro y cantautor Víctor Jara, había aparecido muerto con 44 balazos en el cuerpo.
La mañana de ese 18 de septiembre de 1973, Amanda quedó en casa a cargo de Mónica, la nana que la había criado, mientras Joan iba a reconocer el cuerpo de su esposo a la morgue del Servicio Médico Legal. Los días siguientes, Amanda los recuerda oscuros. Varias veces, su madre salió de casa vestida con la mejor de sus pintas hacia la embajada británica en busca de ayuda.
Tras varios intentos, le ofrecieron salir del país, volver a Londres. Joan aceptó.
La noche del 15 de octubre de ese año, las tres cruzaron el pasillo del aeropuerto de Santiago acompañadas por un equipo de la televisión sueca y dos funcionarios de la embajada británica. Cargaban tres maletas repletas de fotografías, grabaciones y discos. Años después, se convertirían en el legado póstumo de Víctor Jara y darían la vuelta a todo el mundo antes de conocerse en Chile.
Amanda recuerda que caminó y caminó, que tomaron un avión y que a las horas aterrizaron en Madrid. Al pisar tierra, un hombre se le acercó y le tomó una fotografía que luego le vendería a su madre mientras esperan el trasbordo a Londres. Cuarenta años después, Amanda observa la imagen.
-Tenía la vista perdida, muerta, sin sentir nada. Era como un zombie, y los zombies no sienten el dolor ni la pena. En ese minuto, lo último que se podía sentir era pena. Había que sobrevivir.
Y eso lo dice en el interior de esta casa en la caleta de Quintay, en la Quinta Región. Esta que más parece fortaleza que casa y donde se recluyó hace 22 años.
Cuesta llegar aquí. Primero, hay que esquivar el ladrido de los seis perros callejeros que Amanda adoptó y, lo más difícil, lograr que ella invite a pasar. El terreno, de mil metros cuadrados, está frente a la Playa Grande de Quintay y el cerro Curauma. En el lugar hay tres casas de madera rodeadas de flores. La primera la ocupan ella y Nego, su pareja; la segunda se convirtió con los años en su taller de pintura, y la tercera es para las visitas.
Allí, Amanda levantó su mundo aparte desde 1991, cuando eligió partir y esquivar Santiago y los tumultos. Hasta entonces había trabajado en publicidad, produciendo comerciales para televisión. Al tiempo se aburrió. Tampoco terminó la carrera de Bellas Artes de la Universidad Arcis, pues creía que para aprender a pintar no necesitaba esos estudios, sino el espacio y la tranquilidad. Alejada de la ciudad, en medio de la creación de la Fundación Víctor Jara, liderada por su madre, y los procesos judiciales por la muerte del padre, Amanda se escabulló.
Durante años se negó a dar entrevistas, a aparecer en actos públicos y a convertirse en el rostro de la causa de su padre. Tampoco quiso militar en un partido político. "Yo siempre he sido la de atrasito. Mi mamá y mi hermana son las que han dado la gran batalla. Para el funeral de mi papá, en 1998, yo empujé el cajón desde atrás, como escondida. Nunca quise estar arriba, quería estar donde estuviera la gente, donde ocurrían las cosas. Mi labor es apoyar a mi madre. Además, creo que por ser la hija de Víctor hubiera sido utilizada, y yo no quería ser el banderín de nadie".
Quintay lo conoció un día de 1989 cuando sin planes en mente, salvo pintar, con su madre tomaron el auto e iniciaron un viaje sin destino prefijado. Siguieron el camino más verde y que topara con el mar, guiándose por un folleto turístico. A poco más de una hora de Santiago, y después de sortear un camino de tierra rojiza y varias cuestas, Amanda dio con aquella caleta de pescadores, sin pensar que allí comenzaría su nueva vida. Durante un año, arrendaron una pequeña casa con Joan, y al año siguiente compró el terreno en el que vive hoy.
Quintay es de esos lugares donde la gente se saluda de nombre, donde no hay más ruido que el de los pocos niños que juegan en la plaza. Amanda lo prefiere así, sin tanta gente alrededor, más silencioso. Al principio, nadie la reconocía, hasta que un par de periodistas llegaron a entrevistarla con cámara en mano mientras estaba en el pueblo. Por eso, hay dos cosas que odia hacer: ir al supermercado y echarle bencina al auto.
Sus días los pasa en casa. El terreno tiene un inmenso jardín de toda clase de flores, un huerto y un invernadero donde crecen acelgas, apio, tomates y lechugas. Y a veces, cuando lo siente, se encierra en su taller a pintar. El lugar está lleno de óleos, pinceles y lienzos de todos los tamaños. Al fondo hay varias obras, algunas sin terminar.
La mayoría retrata imágenes costumbristas, paisajes verdes y otros con mar. Sin embargo, su miedo al rechazo le impide exhibir sus cuadros. Algunos los vende a amigos y conocidos dentro de Quintay, y el resto termina colgado en las paredes de una de las tres casas, o amontonados en su taller. Sólo Nego conoce todo su trabajo.
Al pescador y buzo Abed-Nego Sepúlveda, nombre real de su pareja, lo conoció al poco tiempo de haber llegado a Quintay. Se enamoraron y ella se lo llevó a vivir a su casa. Llevan más de 18 años juntos. No tienen hijos. Durante las tardes, en el living de su casa, ambos cumplen con deberes irrenunciables en su rutina: ver la teleserie brasileña a la hora de almuerzo, dos o tres capítulos de la serie Breaking Bad y el noticiero de las 9.
En este refugio es donde Amanda se siente segura y desde donde puede rememorar sus últimos 40 años.
La mañana del 11 de septiembre de 1973, ella y Manuela habían llegado hasta el liceo, en plena calle Irarrázaval. Las clases ni siquiera habían comenzado cuando su padre llegó a buscarlas. Se veía nervioso. Los tres partieron de vuelta a casa, en la calle Colón, en Las Condes, donde hoy vive Joan, a sus 84 años.
De esa mañana, Amanda también recuerda que ella, su hermana y su madre se escondieron bajo la mesa: "Los Hawker Hunter pasaban muy bajo, imagino que rumbo a la casa de Allende, en Tomás Moro. En las calles se escuchaban los bombardeos y los gritos de quienes estaban siendo allanados. La población Colón Oriente, muy cerca de allí, fue desmantelada por completo".
Agrega: "Antes de salir de la casa, rumbo a la UTE, mi papá tomó su guitarra y se despidió de cada una. Se subió a la Renoleta y partió". Fue la última vez que ellas lo vieron con vida. A la mañana siguiente, las fuerzas militares desalojaron la Universidad Técnica del Estado (UTE) y varios detenidos fueron llevados al Estadio Chile. Entre ellos iba aquel cantautor del Partido Comunista.
-¿Qué te quedó de él?
-Su imaginario, el ser meticulosa, el gusto por la cocina. Yo no lo conocí mucho, pero recuerdo las navidades cuando se disfrazaba, y los ensayos en mi casa con harta celebración. También las vacaciones al sur. Llegábamos hasta donde diera la Citrola, después la Renoleta. Dos veranos fuimos al lago Lanalhue, a Nahuelbuta, a Contulmo. Mi papá partía a investigar a caballo. El trabajaba mucho.
Aunque ella no lo cuenta, de él también heredó el nombre, pues es de su abuela paterna, una cantora popular de apellido Martínez. La misma a la que Víctor Jara escribió la canción que lleva su nombre.
Los domingos eran sagrados para los Jara Turner. Si no había tertulia en casa, salían de paseo por la Quinta Normal. Jamás faltaba la guitarra o la música. Si en casa se oían las piezas de Vivaldi y Bach durante los ensayos de Joan, en los paseos y viajes eran las canciones de Atahualpa y Violeta Parra los favoritos de Víctor. Amanda, sin embargo, nunca aprendió a tocar guitarra, tampoco a cantar.
Acostumbrarse a Londres cuando llegó a los nueve años no fue fácil. Allá fueron recibidas en el aeropuerto por un grupo de ingleses que conocía la situación en Chile y que estaba dispuesto a dar asilo a quienes huían de Pinochet. Fue un poeta inglés, su esposa actriz y sus dos hijas quienes se ofrecieron a acoger a las tres en su casa, en un barrio al norte de la ciudad.
Amanda no hablaba inglés, y pronto tuvo que retomar los estudios. Fue inscrita en el Gospel Oak, un colegio laico al que asistían las dos hijas del hombre que las había recibido. Allí, Amanda tuvo una profesora que hablaba español y que la apoyó en todo. La incorporó a un curso con alumnos de su misma edad y en clases para niños con problemas de lenguaje, para reforzar el idioma.
Tras un año en Londres, Joan comenzó a recibir invitaciones de varios países que querían oír su testimonio y saber de Víctor Jara. Pasó por Alemania, Italia, Dinamarca, Francia y Grecia, entre otros. Amanda la acompañaba en esos viajes y se topaba con el rostro de su padre en banderas y gigantografías. "Había una gran solidaridad en el mundo con Chile, y los chilenos que estaban acá no creían o no querían creer lo que pasaba. Era muy confuso. Durante los viajes de mi mamá nos dimos cuenta de que son muchas las personas que tienen una experiencia similar a la nuestra. Es lamentable, pero es así".
En su casa en Londres no se oían los discos de su padre. Era un pacto silencioso entre las tres. Hacerlo era recordar, y los recuerdos eran como un fantasma que asustaba a todos. Los días se los pasaban estudiando, escuchando la radio Moscú para saber lo que ocurría en Chile y aprendiendo cosas nuevas. La primera fue cocinar, pues ninguna sabía hacerlo. Quien cocinaba en Colón era su padre. Su especialidad eran las sopas.
Estaba en Londres y tenía 16 años cuando Amanda comenzó a militar en las Juventudes Comunistas. Se reunía con otros chilenos exiliados y participaba en manifestaciones callejeras contra Margaret Thatcher. Entonces lucía como una hippie, usaba el pelo largo y ropa holgada. Sin embargo, se rodeaba de punks, oía bandas como The Clash, Sex Pistols y The Stranglers, y le gustaba ir a tocatas.
A esas alturas dominaba el inglés, sabía conducir y se sentía tan inserta en la cultura pop londinense como para sufrir, como todos los ingleses, la muerte de John Lennon en 1980. Además, estaba por terminar la secundaria en el Camden School for Girls, donde había elegido especializarse en Historia, Español y Arte.
Con 18 años se anotó para estudiar Sociología y Comunicación Audiovisual en el Goldsmiths College of London. A los días, las dudas la invadieron. "Me imaginé entre jamaiquinos, iraníes e irlandeses, y pensé que me iba a perder. ¿Dónde iba a quedar mi verdadera identidad en una sala multicultural? No quería terminar siendo una inglesa inmigrante más, y pensé venir a Chile por un año. Se lo comenté a mi mamá y le pareció bien. Me vine en 1983".
A mediados de ese año, Amanda aterrizó en Santiago, en un país que desconocía y la asustaba. La vieja casa de Colón estaba arrendada por una amiga de la familia que no dudó en recibirla, y ya instalada, se puso a merodear por las calles, a reconocerlo todo.
Su idea de permanecer un año en Chile la descartó cuando supo que su madre pensaba regresar y al conseguir que la aceptaran como oyente en la Universidad Arcis, en 1984. Entró becada a la carrera de Comunicaciones Visuales por un año, y luego por otros cuatro a la de Bellas Artes, donde se acercó por primera vez a la pintura. Allí todos sabían que era la hija de Víctor Jara, y Amanda se sintió protegida. En un mundo aparte.
Un día se rapó al cero y dejó sólo unas cuantas mechas al viento. Así asistió a su primera marcha en Santiago. Esa mañana caminó sola varias cuadras por Avenida Matta entre la multitud. De pronto, un coro de manifestantes gritó: "Compañero Víctor Jara, presente". Era la primera vez en su vida que sentía algo así. Respiró hondo, contuvo las lágrimas que hoy se le arrancan de rabia y contestó: "Presente", como si se tratara de un muerto ajeno, y a la vez el suyo y el de todos los que la rodeaban.
Allí nadie sabía quién era ella, ni por qué sus lágrimas caían al apretar el puño y los dientes. Desde entonces, Amanda lo prefirió así, y se volvió una sombra entre la multitud.
A los pocos años descubrió su refugio en Quintay. Desde allí también ha visto el avance en la querella criminal por la muerte de su padre, que se presentó en 1978. Dos oficiales en retiro del Ejército, Hugo Sánchez y Jorge Smith, fueron procesados en calidad de autores, y otros seis como cómplices. Aún sigue el proceso. La semana pasada, y a través de los abogados Chadbourne & Parke, representantes de la familia en Estados Unidos, se presentó una demanda contra el ex oficial del Ejército y residente en Estados Unidos Pedro Pablo Barrientos ante el tribunal del estado de Florida.
A veces, cuando Amanda sale al pueblo a comprar, se encuentra con jóvenes mochileros que deambulan en busca de un camping. Más de alguno, dice, lleva el rostro de su padre en un esténcil pegado a la polera. Entonces se emociona, y una mezcla de rabia, pena y alegría le revuelve el estómago.
"Qué bueno que el Víctor haya logrado traspasar su época -dice-. Siempre supimos que sería así. No se puede matar a un cantor. No es tan fácil matar a alguien que hizo algo en su vida. Hay quienes perdieron a un padre, una madre, hijo o hija hace 40 años, y no tienen fotografías ni grabaciones ni nada. En ese sentido, fuimos un poco más afortunadas".
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