La triste historia de Zelda & Scott Fitzgerald

<P>Inventaron la celebridad en los locos años 20 de Nueva York y París, cuando nacía el jazz y la mejor narrativa norteamericana. Francis Scott, el autor de <I>El gran Gatsby</I>, se convirtió junto a su esposa en un mito perdurable. Su historia de amor o de locura de a dos, inspiró al novelista francés Gilles Leroy a contar la historia con la voz de ella. El resultado es asombroso. La novela obtuvo el Premio Goncourt 2007 y ahora acaba de llegar a nuestro país.</P>




Hija de un juez, nieta de senador y de gobernador, heredera de fortunas del tabaco y el algodón, a los 18 años desquiciaba a sus decenas de pretendientes bailando con el vestido más arriba de las rodillas y tomando bourbon como si fuera un cowboy. Se llamaba Zelda Sayre, había nacido justo en el año 1900 y soñaba con viajar a Europa y divertirse hasta morir. Su mejor amiga era la aún más desinhibida Tallullah Bankhead, otra heredera de gran nombre, que iba a ser actriz despampanante. Eran el escándalo de Montgomery, Alabama, una ciudad de blancos ricos y negros pobres. Zelda partió pronto a Nueva York para casarse con un guapo y promisorio escritor, tan soñador como ella, Francis Scott Fitzgerald. Tallullah se fue a Hollywood a ser diva. Veinte años después iban a encontrarse en el mismo pueblo para constatar que el camino de sus sueños no tenía retorno.

Esta es parte de la historia que recoge Gilles Leroy (1958) en su novela Alabama song, premiada el 2007 con el premio Goncourt, el máximo galardón de la novela francesa. La escribió como si fuera el diario de Zelda, conservando el ritmo, la vivacidad, la pasión y el horror de una mujer que, en la vida real, fue un ícono de las flappers, las liberadas y estilosas jóvenes norteamericanas de los años 20: iban a los clubes de jazz, fumaban cigarrillos con largas boquillas, usaban el pelo corto y bebían abiertamente. Pero Zelda, que terminó sus días en un hospital psiquiátrico, fue una mujer castigada a la que ni los electroshoks, ni la morfina ni la lobotomía lograron oprimir del todo. De eso se trata, también, esta novela.

A los 18 años, Zelda se hizo novia de ese afuerino medio pobre pero bien criado que aún seguía una carrera militar. Fitzgerald le habría dicho la noche deslumbrante en que se conocieron y enamoraron: "No hay más higiene válida que el exceso, lo extremo. Consumirse con prestancia, dando todo lo que llevamos dentro, porque esta Gran Guerra de la Civilización (como se conoció a la I Guerra Mundial), esta carnicería del Viejo Mundo nos matará a todos sin hacer distinciones". Zelda lo aceptó sólo tras comprobar que su adorable y peculiar Goofo, como le decía, era un hombre de aceptado talento: le publicaron su primera novela, A este lado del paraíso, en marzo de 1920. A la semana siguiente se casaron bajo luces rutilantes con un amor desbocado. Pero según la novela de Leroy, estaban tan borrachos que ni podían acordarse, ni menos gozar de una linda noche de amor. "¿Qué nos acercó? La ambición, el baile, el alcohol; sí, claro. Ese deseo azul de brillar".

En 1921 tuvieron a su única hija, Frances Scott, más conocida como Scottie. Salían en las portadas de todas las revistas, incluso quisieron hacer una película sobre ellos protagonizada por ellos mismos, pero Fitzgerald terminó por negarse. Por ese deseo de brillo, ella se empeñó en hacerse bailarina profesional, cosa imposible si se empieza tan tarde. Mientras, en 1925, Fitzgerald publicaba El gran Gatsby, una de las grandes novelas norteamericanas, retrato de su época y de las juveniles ansias de libertad que, tras la guerra y la crisis económica de fines de la década del 20, caerían en la triste oscuridad. Lo mismo le pasó a la dorada pareja.

Pronto Zelda necesitó un amante (siempre sospechó que Scott era homosexual) y encontró a un aviador francés con el que vivió un mes de felicidad. Pero la apartaron, a ella le dio un ataque de nervios y le inyectaron morfina. La obligaron a abortar un niño. Volvió con Fitzgerald, pero se volvió cada vez más loca y no pudo criar a Scottie. En 1930 empezó su ronda por los hospitales psiquiátricos. Fitzgerald seguía bebiendo excesivamente; ella intentaba suicidarse y luego decía que era todo un mal entendido. Su hermano se había matado tirándose del sexto piso de un psiquiátrico, su mejor amigo homosexual en París también.

Zelda se puso a escribir. Y empezó a sospechar que Fitzgerald le robaba su diario y usaba el material en los numerosos cuentos que publicaba incesantemente para financiar la aún fastuosa vida que llevaban, pues vivían en casonas francesas o en enormes villas estadounidenses. Zelda publicó en 1932 una novela casi autobiográfica, Save me the waltz (Ahórrenme el vals) y Fitzgerald la acusó de vuelta de usar sus vidas. Lo que él siempre hacía: en Suave es la noche narra la triste historia de un matrimonio que se quiebra con estruendo. Zelda se quejó de que aparece como una loca perdida.

La pareja ya estaba, en la práctica, separada. Fitzgerald se paseaba por Hollywood, donde escribía guiones sin mucho éxito, con una rubia platinada. Zelda declaraba respetarlo y quererlo a su modo. En 1940, alcoholizado y sin saber con certeza el gran autor que era, murió. "Dicen que nos separó mi locura", escribe la Zelda de Leroy. "Sé que es precisamente lo contrario: nuestra locura nos unía. Es la lucidez lo que separa".

Zelda siguió viviendo entre el psiquiátrico y la casa de su madre en Montgomery, donde se encontró de nuevo con su vieja amiga Tallullah, una flor ya marchita, pero al menos divertida. En vez de sus elegantes vestidos de ángel, Zelda usaba una túnica informe diseñada por ella misma. Ya no era la chica escandalosa, sino la loca del pueblo. Su hija se casó con un señor sensato y tuvo una vida apacible. Zelda no fue al matrimonio, porque temió que los nervios le fallaran y estallara una escena: la hija le mandó de regalo una copia de la torta de novios, que Zelda se comió junto a John Dos Passos, uno de los pocos amigos fieles heredados de Scott. Usaba su tiempo pintando cuadros y esperando que alguien se los comprara.

En 1948 se produjo un incendio en el hospital donde estaba y murió ahogada en el humo. La enterraron junto a Fitzgerald en un pequeño cementerio de Rockville, Maryland, donde se lee la última frase de El gran Gatsby: "Y así vamos adelante, botes contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado".

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