Las siete vidas de un trapecista
<P>Sus compañeros del circo Los Tachuelas lo llaman el Ave Fénix. Wesley Souza tiene 38 años y un historial infinito de accidentes. El último ocurrió hace un mes, cuando cayó desde cinco metros de altura y quedó en riesgo vital. Hoy está otra vez en pie y de regreso en el circo. Los médicos hablan de que su mejoría es un milagro. Uno más de los que lo mantienen con vida.</P>
Ese 23 de septiembre no alcanzó a encomendarse a Dios. Wesley Souza, trapecista brasileño de 38 años y familia evangélica, solía llegar al camarín al menos 40 minutos antes de la función para calzarse la malla, ponerse las vendas en las muñecas y calentar sobre un trapecio en miniatura que él mismo fabricó, bajo las graderías de la carpa del circo Los Tachuelas.
Los minutos previos al ascenso a la plataforma eran un verdadero rito para el acróbata. Cuando sus compañeros llegaban, tocaban tumbadoras y percusiones y Wesley los acompañaba con el pandero. La cábala del grupo para entrar en calor acababa cuando el Señor Corales saludaba al público. Era señal de que la función había comenzado. Y Wesley buscaba un rincón para orar. Así, dice, se aseguraba de tener éxito en las alturas y de que los aplausos se encendieran como lentejuelas.
Pero ese día no pudo cumplir con el rito. Eran las 15.30 de un domingo y los primeros vítores del público lo sorprendieron afinando los detalles de otros dos números: el baile con un King Kong mecánico y el Globo de la Muerte, donde Wesley encarnaba al cuarto y más arriesgado motociclista que entra a la esfera metálica. Finalizaba el mes más rentable para Los Tachuelas y las cuatro funciones diarias no daban tregua. Wesley estaba cansado pero feliz, porque ese día les correspondía el pago semanal y podría ahorrar para su gran sueño: una casa rodante americana para él y su familia.
La nueva morada era más necesaria que nunca, porque no sólo le permitiría tener una mejor vida itinerante junto a su mujer, Renata, y sus cuatro hijos. También podría darle un espacio a Michael, el hijo de una relación anterior, que había llegado desde Fortaleza hace dos semanas y que ese domingo estaba detrás de los focos, contemplando su vuelo. Michael pronto cumpliría los 18 años. Wesley, que no lo veía hace 10, por ningún motivo quería fallar. "Además, ese día se cumplían tres semanas de mi regreso al trapecio, luego de que el accidente de diciembre de 2010 me dejase sin caminar. Yo era presentado como el trapecista que había vuelto a la vida. Me sentía en un constante debut", cuenta Wesley.
Pero esa tarde todo salió mal: minutos más tarde, caía desde cinco metros de altura y su hijo Michael lloraba en las graderías.
Wesley vuela desde los nueve años. Su padre, "Palinha", era el Señor Corales del circo brasileño Holliday, pero además trabajaba de payaso y de catcher; es decir, del trapecista que, colgando cabeza abajo, debe tomar al compañero que se lanza desde el otro extremo para hacer una pirueta por los aires. Aunque el número históricamente había estado reservado para los familiares de los dueños del circo, "Palinha" se había ganado un espacio en la plataforma y quería lo mismo para su hijo.
"Me inculcó que debía ser el mejor. Mi papá era estrictísimo. Yo fallaba. Caía una y otra vez y quedaba todo morado, pero no me permitía llorar. '¡Arriba, otra vez, tienes que vencer el miedo!', decía. Y yo volvía a intentarlo. Las piernas me tiritaban, sentía un temor espantoso a las alturas, pero a mi padre tenías que escucharlo. Cuando logré volar por primera vez, a los nueve años, sentí una cosa en la guata. Se llamaba felicidad", dice Wesley sobre el momento en que comenzó a dominar el oficio.
A los 10 años, el acróbata ya hacía pulsadas y a los 11, pases aéreos y saltos dobles. La frase favorita de su padre se grabaría para siempre en su ADN: "Para ser un verdadero profesional tienes que caer". Su madre, Lucía, reconocida por sus dotes con las cuerdas, ya no tenía dudas sobre el destino del segundo de sus ocho hijos: "No importaba cuántas veces cayera, Wesley no concebiría su vida sin volar". Por eso, cuando supo de la gravedad del último accidente pensó lo peor.
Wesley había aprendido a caer, pero ese 23 de septiembre no pudo levantarse. Cuando su cuerpo se estrelló contra las butacas, después de un fallido salto mortal, pidió volver a la plataforma para repetir el truco. Le fue imposible. Apenas podía respirar. Tosió sangre. Y más tarde fue ingresado a la Unidad de Pacientes Críticos de la Posta Central, por un politraumatismo severo.
Estaba en riesgo vital.
Es 24 de septiembre. Wesley está en coma y la ministra del Trabajo, Evelyn Matthei, decide clausurar momentáneamente a Los Tachuelas, por irregularidades detectadas tras la tragedia. Su dueño, Joaquín Maluenda, siente ira: por un lado, vive la agonía del acróbata y por otro, la de su negocio, que este año se ha enfrentado al ataque de los animalistas. En agosto, además, enterró a dos de sus miembros: al animador del circo, Manuel López Maluenda, y a su mujer.
Pero el circo es una familia. Y Joaquín no está solo. En la carpa, esa tarde, una veintena de artistas se reúne a hacer una cadena de oración por Wesley, frente a un improvisado altar cubierto por las banderas de Brasil y Chile. Ubicado en plena pista, éste lleva una cruz de palo donde las fotos de Jesús y Felipe Camiroaga forman un gran collage.
Agustín Maluenda, conocido como el payaso "Pastelito", es quien toma el micrófono: "La culpa de este accidente no es de la falta de seguridad de la red, sino del amor al circo. Los que amamos este trabajo sabemos que hay riesgos. Pero queremos que la muerte nos encuentre haciendo nuestro trabajo".
Bien sabe de esa pasión incontrolable Joaquín Maluenda. En 1999, cuando fue a comprar la primera carpa profesional de Los Tachuelas a México, su propio hijo, Elías, le rogó que le trajera el Globo de la Muerte.
-Estás más huevón, ¿para que te saques la cresta? -le contestó al muchacho.
Tres meses después, Elías chocó con otro motociclista en el globo y se quebró el peroné. Estuvo cuatro meses lejos del espectáculo.
"Se nace y se muere todos los días en el circo. No faltan las tempestades, pero luego sale el sol y se encienden las luces de nuevo", cuenta Joaquín, mientras el polvo se levanta en la carpa ubicada a un costado del Mall Plaza Oeste, en Cerrillos.
Sin funciones, el circo parece perder el oxígeno.
El trapecista respira a través de un ventilador mecánico en la Posta Central. Tiene comprometido el tórax, múltiples fracturas costales, una contusión gravísima en los pulmones y una lesión del bazo que acaba de ser operada. Sus compañeros esperan un milagro. Pero su mujer hace 12 años, Renata, está nerviosa. "Wesley es como un gato. Tiene siete vidas, pero ya no sé cuántas le quedan", dice.
El circo ha vuelto a funcionar. Y los hijos de Wesley: Willy, de 10; Wesley, de ocho; Wendy, de seis, y Weylon, de cinco, son parte del show; algunos participan como payasos, otros representan a Los Wachiturros. "El circo es como la vida, está lleno de contrastes. Se cayó Wesley, pero nació un tigre precioso. Enterramos a mi tío Manolo, pero nació una nieta hermosa", explica Joaquín al ver a los niños del acróbata.
En el camarín de los trapecistas todavía no se recuperan: les falta Wesley, el brasileño de poco más de un metro y 60 centímetros de altura, delgado como un tallarín, al que conocieron por sus dotes con la pelota en 2009, cuando Los Tachuelas convocaron a los artistas de un circo recién llegado a Chile, el brasileño Kroner, a su campeonato anual de fútbol. "Wesley jugó por nosotros, dio vuelta el partido y se transformó en goleador. Cuando se iba, yo ya lo quería en nuestro circo, porque, además de ser bueno con el balón, era buen trapecista, buen motociclista, manejaba camiones", cuenta Gastón Maluenda, hijo mayor del dueño y quien se convirtió en el catcher del artista nacido en Manaos.
Wesley debutó esa primavera en Los Tachuelas y tres meses después se trajo a su familia a Chile. "Yo nunca había agarrado un doble tirabuzón. A mi papá se le caía la boca. Nadie lo había hecho en Chile", recuerda Gastón sobre su protegido.
Un año después, en diciembre de 2010, el vuelo de Wesley nuevamente se vio truncado: durante un ensayo, cayó de cabeza a la red. Se había triturado uno de los huesos cervicales. "El doctor dijo que si nosotros trabajábamos con él un 100% la rehabilitación, iba a quedar en silla de ruedas, parapléjico", cuenta Renata sobre ese año y medio que su pareja estuvo fuera del circo.
El trapecista estuvo cuatro meses postrado en la parcela de Los Tachuelas, en La Pintana. Pero no se dio por vencido. En Brasil ya había tenido una caída similar, por lo que se construyó unas pesas con botellas y arena y comenzó a ejercitar. También adaptó una bicicleta de ejercicios, donde subía cada madrugada a fortalecer las piernas. "Cuando volvimos a Santiago con el circo, en julio de ese año, salió a abrirnos la puerta. Wesley es perseverante. En septiembre de 2012, cuando volvió a volar, se le anunciaba como el Ave Fénix", acota el trapecista Peter Cáceres.
Para los circenses nada es imposible. Wesley lo sabe desde que era niño y practicaba sus primeros giros en las barras olímpicas. A los 12 años sus manos se resbalaron. Quedó inconsciente por varios minutos. "Una vez también me caí del péndulo de la muerte. Tenía como 22 años y desperté en el camarín", confiesa.
No sería la última vez. Seis años después de ese incidente, el trapecista al que en Brasil apodaban "Ze Pequenho", sobrevivía a una riña de favela. Según cuenta, se involucró para defender a un amigo, pero terminó apuñalado. "Tuve suerte que el cuchillo pasara entre el hígado y el pulmón", confiesa.
A los 30 años, su camioneta trató de esquivar un hoyo en la noche, patinó, chocó contra un árbol y cayó por un barranco. El trapecista nuevamente resistía un golpe: en posición fetal y con la cabeza bajo el manubrio, se encomendó a Dios. Cuando llegó la policía a sacarlo no tenía ningún rasguño. "He pasado por tantas cosas que aprendí a soportar el impacto. Pongo fuerza, acomodo mi cuerpo al golpe. Yo puedo morir, pero voy a morir luchando".
Corren las primeras semanas de octubre. Renata le habla al oído. Y Wesley abre los ojos. Ha perdido el sentido de la orientación. Piensa que su casilla rodante la han convertido en hospital. Pero con los días comienza a recuperar la conciencia. El trapecista parece recuperarse. Pero dos bacterias intrahospitalarias ponen marcha atrás. Joaquín es el primero en enterarse: a Wesley lo van a desconectar y es probable que muera. "Caminé durante horas para poder asimilarlo. Y autoricé la traqueotomía, la última solución para Wesley. Esa noche también fue el cura a darle la extremaunción. Empezó a hablarle al oído, sacó la medalla de la Virgen de los Milagros y se la puso en el pecho. No sé si habrá estado muy helada, pero su cuerpo saltó como si hubiera recibido un golpe de corriente. Al otro día, la doctora, en lugar de operarlo, lo desconectó para ver si resistía. Wesley respiraba solo. Había vuelto", relata Joaquín sobre el momento más crítico. Para ese entonces, la madre de Wesley ya estaba en Chile. "Fui el antídoto que terminó por tirarlo para arriba", confiesa ella.
Dos semanas después, Wesley firmaba autógrafos en la posta, hacía ejercicios en la pequeña escalera que daba hacia su cama y veía el partido Chile-Argentina en una tele que le prestó un enfermero. El 24 de octubre, él mismo llama al circo para decir que le dieron el alta. Ha perdido 12 kilos. "Aquí hubo un milagro. Podría no haber sobrevivido, pero sus defensas fueron las de un atleta. Podríamos no haber contado este final feliz", explica Patricia Méndez, directora interina de la Posta Central.
Wesley ha vuelto al circo y devorando un plato de feijoada ve su caída en YouTube. "Siempre supe que iba a pasar de largo. Debí haber abortado el salto, porque me salió corto, pero no quería fallar", confiesa, mientras sus compañeros van a la casilla a contarle que Los Tachuelas le regalarán una casa rodante americana.
"Dénme seis meses y vuelvo a volar", les advierte. A Wesley ya no le quedan vidas. Pero un sueño está por cumplirse.
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