Las turbulencias del amor
<P> El Festival de Cine Las Condes trae hoy <I>La última estación</I>, sobre los días finales de Tolstoi, con la pugna entre su mujer y sus adoradores.</P>
"Todo lo que sé, lo sé sólo porque amo": esta frase de Guerra y paz, la gran novela de León Tolstoi (1828-1910), abre este retrato de los últimos días del maestro ruso, cuando vivía retirado en el campo de Yasnaya Polyana. En estas tierras, que le pertenecían como Conde, había instalado escuelas para los campesinos y sus hijos, además de una colonia para jóvenes que querían dejar la vida mundana y seguir una existencia libertaria, sin opresiones religiosas ni ideológicas, de acuerdo al misticismo alcanzable mediante el celibato, el vegetarianismo y la no violencia. Tolstoi entonces era considerado un santo en vida, animaba el pensamiento del joven Gandhi y del poeta Rilke, y quería dejar toda su fortuna a los pobres. Su filosofía de vida inspiraba innumerables experimentos educativos y vitales en todo el mundo, incluso en Chile, donde varios escritores, liderados por Augusto D'Halmar, instalaron su propia colonia tolstoiana.
La última estación, dirigida por el norteamericano Michael Hoffman (autor de una versión de Sueño de una noche de verano, entre otras películas) y protagonizada por Christopher Plummer (Tolstoi), Helen Mirren (la condesa), Paul Giamatti (su más fiel seguidor, Chertkov) y el joven James McAvoy (su secretario), se concentra en los conflictos entre la esposa del maestro, verdadera protagonista, que quiere mantener parte de la riqueza para la familia, y sus adeptos, que pretenden liberar el legado espiritual de su gurú de toda carga económica. El tono es feliz y juguetón, y se plantea como un melodrama marcado por la educación sentimental del joven secretario, quien descubre el amor y la intriga en su incursión dentro de este grupo estrecho, y por los exabruptos de la condesa, interpretada magistral y enérgicamente por Helen Mirren (La reina, Prime suspect).
En este cuadro, Tolstoi, más que un místico y teórico profundo, parece un anciano alegre. Su discurso constante es, como sabemos, el amor, por lo que no se convence para nada de la utilidad de sus viejas recomendaciones respecto del celibato, que sus seguidores querrían imitar férreamente. El, dice, es el menos tolstoiano de todos. El conflicto entre el amor como realidad y los ideales como aspiración es constante y, aunque el mismo maestro parece no soportar la carga doméstica, se mantiene pegado a la vida antes que a un espíritu trascendente.
El escritor aparece como un hombre acosado: sus seguidores apuntan cada cosa que dice, cuestión que exaspera a la condesa; la prensa publica infamias sobre la familia, y afuera de su palacio hay siempre dos o tres fotógrafos y camarógrafos dispuestos a registrar cada uno de sus movimiento. Esta presencia periodística marca cierto espíritu documental en la cinta, que quiere ser fiel y leal con los personajes históricos que retrata y usa. Ante la ausencia casi total de contexto (sólo sabemos de pasada de las opresiones del zar), de cierto ambiente social y político, la película apuesta por introducirse en lo más íntimo, lo que no implica necesariamente que la cámara, veloz y sigilosa, deje de recorrer hermosos bosques de abetos y campos frondosos.
La condesa, en tanto, quisiera llevar el conflicto hacia la tragicomedia. "No necesitas un esposo, sino un coro griego", se queja Tolstoi ante sus constantes escenas. Sin embargo, este es el personaje que parece más complejo, porque es ella la que carga la pasión y la verdadera necesidad de amar. Es, al fin, la más digna de Tolstói del grupo.
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