Los sobrevivientes de La Viseca

<P>En la década del 40 se levantó en calle Exposición un mercado de aves que eran vendidas para crianza y consumo. Eran traídas en tren por campesinos que llegaban con canastos, flores y huevos. De esos años, quedan sólo dos testigos. Esto es lo que vieron y siguen viendo. </P>




Había una vez, en un lugar cercano a la Estación Central, un mercado erigido como una gran ramada, sin cemento ni fierros. Eran locales de adobe montados uno al lado del otro, como un gran cité. Un punto de encuentro construido espontáneamente por los campesinos que llegaban en tren a vocear la mercadería con sus canastas con huevos, gallinas vivas, aves de corral, conejos, chanchos, liebres y frutos secos. Cuentan que no había distinción de clases sociales. Venían de todos lados a comprar a este rincón en la calle Exposición, entre Salvador Sanfuentes y Sazié, que comenzó a crecer naturalmente a partir de la década del 40.

"Parece cuento, pero así era este lugar", dice Miguel Aceituno de este rincón que queda a dos cuadras del mítico restaurante El Hoyo. Miguel tiene 60 años. Es la tercera generación a cargo de uno de los dos locales que quedan en el Mercado Estación Central que antiguamente y por décadas recibió el nombre de Mercado de la Viseca. "¿Qué por qué le decían así? No tengo idea, quizás porque este era un centro donde lo que más se comercializaban eran aves vivas y la gente relacionaba la palabra con las aves", contesta Aceituno, imponente, grande, con un tatuaje extendido en el brazo derecho. Más parece motoquero que vendedor de gallinas, pollos y también pájaros ornamentales.

Miguel tiene cinco hijos y dos nietos. Todos viven del local que debió dar un pequeño giro y sumó frutos secos, comida para mascotas y bonitas aves de colección. "Yo era chico y veía esto como una fiesta. La gente se bajaba de los vagones con sus quesos, hasta flores traían del campo", recuerda, mientras se apoya en una de las jaulas donde aguardan sus gallinas. Vende 20 a la semana.

El pasado es como un fantasma al acecho. Además de Miguel, don Julio Serrano (70), aún queda en pie. Ni siquiera ha escogido transformar su local en pajarería. El prefiere morir con las botas puestas y continuar con el negocio que heredó de su familia en 1946. Pero la cosa ha cambiado. "Antes, en los 40, también salíamos a vender conejos silvestres en canastas por las calles del centro. Ya no está permitido y tenemos estos conejitos de mascotas", dice apuntando a un pequeño ejemplar blanco metido en una jaula. "Es que la llegada de los supermercados, como el 'Cosmos', cambió todo. Hasta la Navidad", comenta con los ojos húmedos, como si el paso del tiempo le hubiese arrebatado un hijo. "Antiguamente, en diciembre se llenaba de gente que venía a buscar su pavo, los llevaban a locales que los preparaban con días de anticipación. Ya no queda nada de eso", señala con la mirada perdida. "Una vez al año viene alguna clienta a comprar un pavo para Navidad, porque no se acostumbran al sabor de la carne nueva, que es de mentira, más seca. Es que los criaderos alimentan a las aves artificialmente. En cambio, en el campo comen maíz, trigo, pasto".

Ambos reciben ahora a sus nuevos clientes. Comensales y amantes de las mascotas que llegan a estos locales a goteras.

Los proveedores de gallinas, patos, pollos y pavos de Miguel y Julio son campesinos que viven en Melipilla o Talagante y una o dos veces a la semana llegan con sus cargamentos. "Yo tengo dos vendedores. Ellos son de Santiago, pero viajan al campo a cambiar gallinas por ollas o sartenes y viajan con las aves hasta acá", dice Julio.

"Yo también he tenido clientes famosos, como el general Cienfuegos o hasta Zalo Reyes, pero ellos venían más a buscar aves de ornamentación o pollitos para cuidar", cuenta Miguel.

Ambos tienen, además, nuevos clientes. "Los peruanos vienen harto a comprar cuyes para comer". Cuestan $ 5.000 y la receta es siempre la misma: picante de cuy. Se trata de una especie de pollo al jugo, pero hecho de cuye frito. Si es macho, alcanza para cinco personas. Si es hembra, sólo para cuatro. En general no tienen clientes dueños de restaurantes, porque la mayoría compra carne en La Vega y supermercados.

Hace tres años Miguel también comenzó a ver en el lugar a nuevos visitantes: "Ha llegado gente joven interesada en criar aves caseras, pero no en grandes cantidades como se hacía antes. Se están interesando en criarlas para tener huevos frescos o comer carne sin químicos. Al menos eso dicen".

"¿Quieren una fotito con los dos juntos?", pregunta Julio -refiriéndose a Miguel- y abre una de las jaulas de su local para tomar en los brazos a una gallina. Miguel hace lo mismo. Miran a la cámara que atrapa una verdadera reliquia.

Después de soltar a un ejemplar café claro, Julio resume la escena, otra vez con la vista perdida en cualquier parte: "Nosotros somos los sobrevivientes de La Viseca. Vaya a darse una vueltecita, no va a encontrar a nadie que le venda una gallina".

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