Manifiesto: Ana María Gazmuri, actriz
Mi papá era de derecha y para la Unidad Popular nos fuimos a Argentina. Nos fuimos cuando yo tenía cuatro años a vivir a un pueblo. El tenía terrenos en el sur y tuvo que salir rápidamente del país. Volvimos cuando yo tenía nueve. La sensación fue rara, porque había un estado anímico que yo no comprendía racionalmente, pero sí me daba cuenta que ocurría. También fue fuerte el contraste educacional, porque llegué muy adelantada a Chile. Por lo mismo, pasé de ser una más en Argentina a ser la matea, con personalidad y líder en Chile. Después de eso, siempre quedé vinculada a ese país. Si me junto con argentinos, termino hablando como ellos, aunque eso me da mucha vergüenza.
Me embaracé a los 17 años por primera vez. Al principio costó asumirlo en mi familia, pero hubo apoyo y contención rápidamente. Yo, en cambio, estuve feliz desde el minuto uno. Desde que supe, me prometí que eso no sería excusa para no ser lo que quería ser ni para no hacer lo que tenía que hacer. Después tuve a Ian, que todavía vive conmigo junto a Nicolás, mi actual pareja y con el que levamos diez años de relación. Casas más allá vive Camila y sus tres hijos. No puedo evitarlo, soy una gallina con sus pollos para todos lados y me encanta.
Mi primer trabajo fue mudando guaguas en un jardín infantil a los 18 años. A ese lugar también llevaba a mi guagua. Ahí duré un año, hasta que mi abuela me ayudó y pude empezar a estudiar Teatro de día. Pasé por algunos lugares antes de llegar a la escuela de Fernando González. En esa época, además, ya era un acto político entrar a estudiar Teatro, y eso era lo que me movía. Pese a la postura política de mi papá, yo fui una activista contra la dictadura. Inicialmente me trajo problemas con él, pero no iba a dejar de hacer lo que me movía. Antes de estudiar Teatro, estudié Periodismo. Ahí, con ocho meses de embarazo, entraron los militares por primera vez a la Universidad Católica. Esa vez, sí tuve mucho miedo.
Nunca fui buena para carretear ni para ir a fiestas. Nunca, por ejemplo, fui a una discoteque, salvo grabando una teleserie y de día. No me gusta ese tipo de carretes, me gustan más las fiestas de casas, no los espacios cerrados. Siempre he sido más de un vinito conversado al lado de un fuego más que del carrete. Esto de ir a espacios donde uno no puede ir a conversar con los otros me dan lata. Entiendo la energía colectiva, pero no me llama. Creo que es un fenómeno social que no juzgo, pero desde joven era algo que no busqué jamás.
Me parecen interesantes la vejez y la muerte. Es exigente envejecer en la cultura en que nosotros vivimos, donde están hipervaloradas la juventud y la belleza. Me siento viviendo el período más interesante de mi vida. Tengo 50 años y, reconozco, a veces se me olvida que tengo esa edad. No lo tengo incorporado, porque tengo harta pila. Empiezo entrenando a las siete y media de la mañana, hago ejercicio todos los días y me levanto muy temprano. Con mi mejor amiga somos muy irónicas respecto de la idea de envejecer. Nos llamamos y reportamos los cambios que hemos tenido, pero siempre desde el amor. Es algo que va a pasar sí o sí y mejor relacionarse tranquilamente con eso.
A veces me pego unos llantos enormes, que son una liberación. Siempre hay temas que se conectan y me hacen llorar. Vivir tiene una marca de cierta tristeza y nostalgia. Yo permito vivir eso, me permito los momentos sensibles. A veces aviso: ando hueveá. Pero lo hago porque no quiero verme en la imposición de aparentar estar de una manera en la que no estoy. Pero tengo una parte mía que es medio melancólica y que a veces aparece. Me doy espacio a que eso ocurra, porque sé que en eso hay cierta información que necesito. Estar vivo implica una herida.
En mis relaciones humanas, durante la primera etapa de mi vida, fui un poco despiadada. Me pasó eso por querer alejarme del espacio vulnerable en el que había crecido, y decidía desde ahí qué me convenía, qué no y al final me desconectaba de las emociones. Frente al diagnóstico de que algo no era bueno para mí, desechaba las cosas. Ahora que lo veo, era muy innecesario ser así. Recuerdo que era poco sensible y poco cuidadosa con otros. Me duele pensar que dejé a parejas sintiéndose pésimo por patearlos de una manera que no correspondía. Esa rudeza que tenía y que hoy veo me da un poco de vergüenza, pero era porque no tenía las herramientas de hacerlo de otra manera.
Fundación Daya partió en mi casa con gente saliendo y entrando todo el día. Daya quiere decir amor compasivo, y es lo que hemos cultivado. Hoy es un proyecto que ha crecido, que tiene su espacio y por el que he viajado a muchos países enseñando. En el camino fuimos descubriendo que hay que enseñarle a la gente cómo usar la marihuana y cómo mejorarles la vida a través de ella. Empecé a estudiar qué estaba pasando con este tema en otras partes del mundo. Soy bien matea, entonces me formé aceleradamente. Quería hacer un documental en un inicio, pero encontré que era muy bonito para el ego y poco práctico para la necesidad del tema. Hoy estoy feliz por todo lo que hemos logrado.
No creo que haya muchos actores de teatro que si les ofrecen un buen rol en la tele digan que no. Cuando empecé en esto, sí rechacé ofertas y tenía cierto nivel de conflicto con trabajar ahí, y eso nunca dejó de resolverse por completo. Cuando descubrí el lenguaje televisivo me enamoré de él y de las posibilidades expresivas que tiene, pero mi cuestionamiento siguió siendo el contenido y el modelo. Eso fue lo que me llevó a dejar Teatro en Chilevisión: no me gustaban los rumbos que estaba tomando el programa y preferí salir. Estoy agradecida del proyecto que fue, pero estoy tranquila sin la televisión.
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