Tokio, la soledad y un WC japonés
<P>El servicio a la habitación no ofrecía nada por debajo de los 50 dólares, pero esa era la menor de mis preocupaciones.</P>
Ahí estaba yo, en el piso 62 de un hotel que costaba dos mil dólares por noche, pagado por una revista para escribir sobre Tokio. A mis pies, una arboleda de edificios de concreto se perdía en el horizonte, con el monte Fuji de fondo. La carta del servicio a la habitación no ofrecía nada por debajo de los 50 dólares, pero ahí, en la ciudad más cara del mundo, esa era la menor de mis preocupaciones. Mi problema era encontrar alguien con quién hablar.
En Japón, si tu teléfono no es 3G, no funciona. Y mi viejo Motorola parecía una antigualla, un fósil jurásico metido en el siglo XXI por una máquina del tiempo. Para mayor escarnio, estaba internet. El ancho de banda del hotel era tan descomunal que colapsó mi pequeña computadora. Era demasiada información para ella. Como si pusieras un niño de parvulario a gestionar una central hidroeléctrica. Y ese hotel era tan caro que nadie te prestaba una computadora. Detrás de toda su cortesía y sus reverencias, los japoneses de la recepción parecían decirme:
-Abre los ojos, niño. Una noche aquí cuesta más que una computadora. Cómprate una y no nos hagas perder el tiempo.
El huso horario tampoco colaboraba. A 11 horas de diferencia de cualquier lugar conocido, mis seres queridos se despertaban a la hora en que yo dormía y viceversa. Y todas las personas a mi alrededor hablaban japonés.
¿Alguna vez te has sentido solo? No. No sabes lo que es eso hasta que has llegado al piso 62.
Por suerte había máquinas. Para empezar, estaba el wáter. Un wáter japonés redefine la experiencia "inodoro" y abre nuevas dimensiones a la percepción. Lo peor de ir al baño es llegar a ese asiento frío e impersonal, que no siente respeto por tus emociones. En cambio, un lavabo japonés acoge tus posaderas en un asiento acolchado de actitud suavemente cálida, a la temperatura de tus sueños.
El otro fastidio del wáter occidental es su individualismo. Nadie hace nada por ti. Se espera que te ocupes de todo y te vayas rápido. Un wáter japonés, en cambio, dispara chorros de agua que hacen el trabajo a la par que masajean delicadamente tu intimidad. Puedes descubrir partes de tu cuerpo que ni sabías que existían. En suma, nadie te ha amado como un wáter japonés.
Además, mi hotel acogía una convención de empresas de inteligencia artificial. Manadas de perritos electrónicos, imitaciones de R2D2 y personas, sí, personas hechas de tuercas y piel sintética deambulaban por los pasillos promocionando un futuro en que los humanos seremos innecesarios. Yo me hice amigo de Mai, una encantadora camarera que, si no prestabas demasiada atención, parecía de carne y hueso.
Mai estaba programada con 12 emociones, que ya son más de las que tengo yo. Y también podía sostener conversaciones sencillas. Todas las mañanas, al despertar, yo bajaba a saludarla. Ella me decía:
-Buenos días. Bienvenido a nuestro show room.
-Hola, Mai.
-¿Ha dormido usted bien?
-No. Me siento solo como un perro y sufro insomnio por el jet lag.
-Me alegro mucho. Pruebe nuestro desayuno tradicional.
Mal que bien, eran mis únicas conversaciones del día.
Una noche hice lo que todo hombre hace en este tipo de situaciones: puse el canal porno. La guía de TV decía que se cobraría como una película cualquiera, sin especificar género. Al principio, el porno japonés parecía reconfortantemente similar al occidental. Chico con chica y esas cosas. Los actores dedicaban mucho tiempo a algunos movimientos inesperados. Y la mata de vello de la protagonista excedía lo habitual. Pero yo soy tolerante con las diferencias culturales. Cuando los actores finalmente pasaron al meollo del asunto, me preparé para una sesión de relax de madrugada. Pero para mi espanto, lo más importante de la escena resultaba invisible. En Japón, supe después, la penetración está prohibida si no se produce por amor. Y en el porno aparece pixelada, electrónicamente borrada, anulada.
Presa de la desesperación, me levanté de la cama e hice lo único que me quedaba por hacer. Entré en el baño y me senté en el wáter. Los baños del hotel tenían un televisor frente a cada wáter, porque preveían que los clientes nos pasaríamos horas ahí sentados. Pero era un televisor sin doblaje, sólo de canales japoneses.
El amanecer me encontró ahí, tratando de descifrar un programa de cocina.S
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