Un día en el último juzgado del crimen de Santiago

<P>Es el número 34 y tiene casi 6.000 causas heredadas de los viejos tribunales. Muchas oficinas, pasillos, calabozos, historias de actuarios y sentencias de reos. Todo es parte de lo que deja la antigua justicia chilena.</P>




La jueza interina del 34° Juzgado del Crimen, Viviana Toro, pasa sin mover un músculo de su cara. Avanza por un largo pasillo lleno de celdas. Saluda a los gendarmes y sigue a paso firme. Mientras está de espalda, un funcionario abraza a otro, se pone en pose de foto con la cadera cargada hacia un lado y dice: "¿Puede mandarle saludos a mi mami?".

Las visitas por acá no son muy habituales. Pocos entran en la sala de plenarios. Y contados con las manos son los que ingresan a los calabozos del subterráneo. Para eso hay que bajar por una escalera que en sus paredes está llena de garabatos grabados como con monedas. La G y la B de Garra Blanca es lo que más se distingue entre cientos de rayados. Ni los gendarmes saben desde cuándo están.

Este lugar es el último de los juzgados del crimen que queda en Santiago. Luego de la Reforma Procesal Penal, poco a poco se fueron cerrando los antiguos tribunales, dando paso a las modernas fiscalías y los juzgados de garantía que están muy cerca.

El llamado Centro de Justicia de Santiago, ubicado en Pedro Montt con Viel, es un edificio con cuidado diseño, arquitectura actual y muchas luces. De lejos, da la impresión que brilla. El 34° Juzgado del Crimen, en cambio, es un lugar de tres pisos, de color damasco pastel con un perro que duerme en la entrada, con pequeñas grietas del terremoto y lleno de barrotes en las ventanas.

Ahí, a las 8.35, cuando ya han abierto las puertas al público, desde el segundo piso se siente un estruendo, como si se hubieran caído 10 vasos sobre cerámica. Salen cuatro personas de una oficina en el primer piso y preguntan: ¿Qué pasa? El guardia que vigila la entrada a un costado del detector de metales les responde: "Es que no pudieron abrir una chapa". "¿No podrían haber encontrado una manera menos extrema?", pregunta una mujer.

Es un mundo aparte el de calle Pedro Montt 1853. El barrio deja fluir toda la flora y fauna legal: libros azules de códigos penales, maletines con causas, abogados, policías, carabineros, presos, ex presos, sus familiares.

Los que no son parte directa del mundillo, con los años también se han hecho un espacio: hay un patio de comidas a dos cuadras que se llama "El mall de la justicia". También un quiosco donde junto a las bebidas, galletas y chocolates, también se ofrecen escritos, que son las peticiones que, por ejemplo, se entregan en el juzgado para pedir la devolución de una multa o la rebaja de una pena.

El juzgado por dentro es como un laberinto lleno de papeles. Arriba de las mesas, sillas, cajoneras, estantes; al lado de un florero y en las mesas de los estrados. Miles y miles de causas y casi 50 personas para toda esa labor.

Algunos funcionarios cuentan que, a veces, trabajan 12 horas y luego se llevan tarea para la casa. Incluso, dicen que organizan turnos para seguir y que tratan de tomárselo con humor. "Todos los que están acá es porque quisieron. A todos se les preguntó", afirma la magistrada Toro sobre los empleados que arribaron desde otros tribunales al 34°.

Son como una familia, donde se hacen bromas de ida y vuelta. Por ejemplo, en una de las cajoneras alguien pegó un papel impreso con el símbolo de la serie de TV Los Expedientes Secretos X. Nadie se adjudica el chiste. Pero todos se ríen de buena gana cuando se les pregunta por el responsable, mientras uno de los funcionarios dice: "Sí, si yo lo iba a sacar justo ahora".

Se entiende la gracia, con la recarga que hay acá. Son casi 6.000 causas que tiene el juzgado y que en algún momento no definido se deben cerrar. Con ello, también se acabará la triple facultad de los jueces de investigar, acusar y fallar. También los personajes que pululaban por años.

Juan Manuel Espinoza, funcionario de la unidad de sumario, cuenta que "hay personajes que siguen viniendo a presentar sus escritos, porque, según ellos, ahora sí que descubrieron al tipo que les falsificó una firma en el año 80. Pero el problema es que todo eso es parte de la novela que tienen en la cabeza. Y eso hay que atenderlo igual. Por principio, tenemos que recibírselo".

De un lado a otro los funcionarios acarrean pesados y voluminosos expedientes. Las mujeres con tacos caminan a paso firme para que no se les caigan al suelo. Si sucede, podrían deshilarse las hojas que sus compañeros han zurcido con fuerza para cruzar, aguja e hilo en mano, las centenas de páginas que puede tener una causa. Entre las grandes se encuentra, por ejemplo, la arista tributaria del caso Riggs, con unos ocho tomos, o el lavado de dinero atribuido al clan Mazza.

Aunque en las oficinas hay computadores, la gran mayoría de los textos están escritos a máquina o a mano. ¿Facebook o Twitter? Nada de eso. "Aunque quisiéramos, no hay tiempo", dice una de las funcionarias más jóvenes.

Los papeles van de la sala donde se guardan al estrado del plenario. Ahí se acumulan hasta una altura en que la jueza suplente, Cheryl Fernández, apenas es visible. Es que para dictar sentencia las causas tienen que estar a la mano.

Los presos que esperan en el subterráneo suben de a uno. Entran esposados de manos y pies al plenario. Todos llevan encima la pechera amarilla de "imputado".

Y comienza el antiguo rito: la jueza les pregunta si saben por qué están en ese lugar. Algunos escuchan en silencio. Otros se distraen fácilmente. La única mujer que estaba en las celdas del subterráneo no puede mantener su atención más de 40 segundos y la jueza le pide que se concentre. Otros están serios, algunos tratan de gesticular su historia con las manos, pero es imposible.

A los que están ahí por no ir a firmar mensualmente su libertad vigilada, la magistrada los regaña y les pregunta por qué no lo hicieron y si saben qué consecuencias les trae desobedecer. "Conversamos con ellos y es una forma de hacer que la justicia les llegue y que no vuelvan a cometer los mismos errores", dice Fernández.

El siguiente paso de los reos es hablar con los actuarios, a quienes les relata su versión de los hechos. Y de vuelta al calabozo. Otro mundo se vive afuera: una larga fila de personas, entre abogados y familiares, espera para ser atendidos en la ventanilla del tribunal.

No se ven molestos. Pero basta con que se les pregunte por la espera para que varios usuarios aleguen con enojo.

El esposo de Julia Candia salía el miércoles en libertad, pero, según ella, producto de los papeleos, al día jueves en la tarde, aún esperaba que dejara la prisión: "Es demasiada la espera y el trámite". La jueza Toro explica qué ocurre con estos casos: "Se presentan 200 escritos al día (...). La gente muchas veces llega con poca información, proporciona datos erróneos y hace perder mucho tiempo (...). Pero es cierto, puede que en muchos casos sea insuficiente el personal para dar abasto a esa cantidad de requerimientos".

Cuando llega la hora de almuerzo, son muchos los que sólo comen un sándwich con un café sentados en el mismo escritorio o en media hora una vianda casera en unos pequeños comedores dentro del edificio. ¿Y no salen a comer?, se les pregunta. Ellos responden: "Es que no hay tiempo".

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