Vivir en una casa rodante en Pedro de Valdivia Norte

<P>[Al pie del San Cristóbal] <Patricio Mandiola habita desde hace seis años en los estacionamientos del Parque Metropolitano. Quitado de bulla, no paga cuentas de luz, agua, ni gas. Aunque ya piensa en irse de ahí. </P>




Pedro de Valdivia Norte es una de las zonas más preciadas de Santiago. Sin edificios en altura, de fácil acceso al centro de la ciudad y cercana al río Mapocho y al Parque Metropolitano. En esa zona, al pie del cerro San Cristóbal, un hombre llegó a instalarse un día con su casa rodante y dos de sus hijos adolescentes. Como un vecino más, sin molestar a nadie, Patricio Mandiola Uribe estacionó bajo la sombra de un árbol y comenzó a hacer una vida.

Han transcurrido seis años desde entonces. Los hijos partieron a vivir a otro lado, pero Patricio y su casa rodante siguen donde mismo, sin que nada ni nadie haya podido moverlo de ahí: un cómodo y amplio espacio de los estacionamientos públicos de Av. El Cerro esquina Pedro de Valdivia, que pertenecen al Parque Metropolitano.

-En Chile no hay norma que regule las casas rodantes -dice Patricio, 54 años, pelo cano, voz grave, cara ovalada y una sana corpulencia-.

Está sentado en el sillón del living de su casa, que tiene todo el confort de un hogar normal, además de un jardín descomunal, y esta tarde ha hecho un alto en la lectura de El Quijote para hablar de su vida, que es como la del personaje de Cervantes: hidalga, quimérica, impertinente.

Poco antes, al llegar al lugar y preguntarle al cuidador del estacionamiento si el hombre de la casa rodante se encuentra, el vigilante me responderá, alzando los hombros, que no lo sabe ni le importa, que nunca ha hablado con él. Al cuidador quizás le moleste que un hombre como Patricio viva como vive, quitado de bulla, sin molestas cuentas de luz, agua, gas, cable y teléfono que se deslicen por debajo de su puerta, sin pagar contribuciones ni arriendos ni cuotas del comercio.

Patricio vive al margen de esas molestias, pero en Pedro de Valdivia Norte es un vecino más, al que estiman y respetan. Un vecino como cualquiera, con la salvedad de que su casa, a diferencia de las otras, no tiene numeración.

Seis años atrás, a los pocos días de estacionar por primera vez, un guardia del parque se acercó a decirle que no podía quedarse ahí. El respondió que sí, que nada se lo impedía, y no hubo acuerdo. Entonces tuvo que vérselas con una cuadrilla de funcionarios del parque y lo mismo. Después, un abogado le notificó que tenía hasta el fin de semana para dejar el lugar, y como el plazo se cumplió con creces el tema quedó ahí, durmiendo el sueño eterno.

En el barrio no hay reclamos contra Patricio, más bien lo contrario. El hombre de la casa rodante, como lo conocen, es tranquilo y no pocas veces es él quien llama a Carabineros por las risotadas de muchachos que llegan a beber y alborotar el barrio. En ese sentido, a fin de cuentas, es un conservador.

El entorno que ocupa, a diferencia de otros espacios aledaños, está limpio y desmalezado, rodeado de macetas con flores, plantas y yerbas. La casa rodante es un antiguo bus Mercedes Benz adaptado con todas las comodidades y decorado en su exterior con un dibujo de la cordillera de los Andes.

Patricio pasa buena parte del tiempo ahí porque es el lugar donde vive y da clases de canto y guitarra. Estudió música en la Universidad Nacional de Cuyo, en Mendoza, y se ha ganado la vida en eso y en muchas otras cosas que se ha inventado.

La vida de Patricio ha sido tan episódica y errante que en esta página no cabe más que resumida.

Nació en Santiago en 1957 y a los 17 años cruzaba la cordillera con su guitarra y un vozarrón que paseó por buena parte de Argentina. Allá se casó, tuvo hijos, volvió a casarse. No se estuvo quieto jamás. Si estaba de paso en un lugar y le gustaba, se quedaba a vivir. Si se aburría, partía. Vivió en Asunción, en el Chaco, Córdoba y Mendoza. Vivió y viajó.

Cada tanto venía a Chile a cantar, competía en algún festival de verano y volvía a perderse. De esas visitas queda el registro de entrevistas a su persona que se publicaron en secciones de espectáculos de los diarios de la década de los 80, donde era etiquetado como trovador.

Un día, a fines de los 90, regresó a su país junto a dos de sus hijos que estaban entrando a la adolescencia. Importó máquinas para amasar pan y al tiempo las fabricaba él mismo en una casa que arrendó en Estación Central. Mal no le iba, pero no estaba del todo contento. Entonces compró ese antiguo Mercedes Benz y lo transformó a su gusto, parte por parte, durante varios meses.

El plan no era vivir en una casa rodante, sino viajar por temporadas largas. Pero un buen día se aburrió de Estación Central y de las máquinas de amasar. No podía irse muy lejos, sus hijos estudiaban. Así que empacó, echó a andar el bus y condujo hasta los estacionamientos del Parque Metropolitano. Su nuevo lugar estaba a la sombra de un árbol.

Esta tarde, el teléfono celular de Patricio suena varias veces. Es por el aviso de venta de una casa que tiene en La Serena. La vivienda está a buen precio, pero los interesados parecen desanimarse cuando Patricio les advierte que la casa tiene un solo detalle: está tomada por sus ocupantes.

Patricio dice esto último con soltura, como si dijera que la casa tiene unas cuantas grietas. Lo dice y realmente no parece importarle. Cuando uno de sus hermanos lo llamó desde La Serena para advertirle que la casa había sido tomada, a él no le pareció tan mal.

-Yo no la estaba ocupando, no la necesitaba, ¿por qué me podía importar que la ocupara otro? -se pregunta.

La de Patricio es una familia numerosa y de buena posición económica. La mayoría de sus parientes, dice, está ocupado de ganar dinero. Ganar y gastar, ganar y gastar, se queja. Patricio vive con poco y vive bien. No necesita mucho. Trabaja lo justo, y en el resto del tiempo trepa cerros, descansa, lee. Está volcado a su vida interior. En cambio, su vida social se ha resentido notoriamente.

Cuenta que días atrás, por error, marcó el teléfono de una prima a la que no veía hace mucho. Ella se alegró del llamado y lo invitó a almorzar a su casa en La Dehesa. El se negó, La Dehesa le queda muy a trasmano. Entonces, cuando ella quiso saber dónde estaba viviendo para recogerlo y él le dijo que en Pedro de Valdivia Norte, a ella le causó una muy buena impresión. Pero cuando la prima le preguntó por la numeración exacta de la casa y él dijo que no podía dársela, porque no tenía, ya no le pareció tan bien.

-Ay, Patricio, tú sigues igual de loco que siempre -le dijo.

Patricio no está loco ni lo parece. Simplemente no quiere vivir como viven todos. La gente en Santiago le parece tan nerviosa y desbordada que en el último tiempo ha pensado seriamente en buscarse un mejor lugar para vivir. Piensa en la cordillera, en un bosque, en el pie de un lago. Sus dos hijos están grandes, titulados, no hay nada que lo detenga.

-Quizás me vaya a fin de año -dice con la mirada fija en el cerro. Luego vuelve la vista y sonríe-. Tal vez mañana ya no esté acá.

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