Columna de Héctor Soto: La vida continúa
Sí, efectivamente, continúa. La duda es cómo, porque aún no está claro si lo ocurrido esta semana en el Congreso Nacional puede ser definido como una sublevación oficialista, como un síntoma del desgaste del actual equipo político, como una intervención desusada del Parlamento en funciones privativas del gobierno o -palabras mayores- como un cambio del sistema político, en cuanto a que este sería el fin del presidencialismo. ¿Llegó, siendo así, el cogobierno con el Legislativo, anunciado el año pasado por el propio expresidente del Senado Jaime Quintana?
Como ocurre en muchas materias, es probable que en el episodio reciente haya un poco de todo eso. Y tal vez más que un poco. ¿Hasta dónde se estirarán las cuerdas? Nadie lo sabe, pero de partida, hasta donde quieran llegar los parlamentarios oficialistas que se desmarcaron de La Moneda. Sin el concurso de ellos esta reforma constitucional del 10% nunca habría podido ocurrir. Fue, además, tan amplio el margen con que la Cámara de Diputados aprobó el proyecto en su tercer trámite constitucional, que en la práctica convirtió en música los dos últimos recursos que al Presidente le quedaban para resistir la iniciativa: el veto y la invocación al Tribunal Constitucional. La verdad es que con más de dos tercios el Congreso puede hacer lo que quiera.
¿Qué viene ahora, entonces? El primer cometido de La Moneda y de las directivas oficialistas es, sin duda, recomponer la coalición. Hay mucho trabajo por lado y lado que no se hizo y que ahora habrá que afrontar, transparentando rencores, ninguneos y desconfianzas. Si no se pone orden primero en casa, serán vanas las pretensiones de Piñera o de la derecha de conducir el país. Se habla mucho por estos días de un cambio de gabinete y la alternativa puede ser atendible por muy meritoria que sea la gestión de Gonzalo Blumel e Ignacio Briones. Sin embargo, si los partidos no restablecen sus equilibrios internos y si La Moneda no se abre a recogerlos en el gabinete, lo cierto es que los cambios ministeriales no significarán otra cosa que pedalear en banda. Es evidente que el desafío trasciende al liderazgo presidencial, ya afectado por la patología del “pato cojo”. El reto es que de algún modo la derecha tendrá que ponerse de acuerdo en cómo enfrentar lo que viene y en el proyecto que quiera ofrecerle al país en el mediano plazo.
Después viene la negociación con la oposición, cosa que a estas alturas garantiza poco. El acuerdo con la DC para sacar adelante la reforma del sistema de pensiones, por ejemplo, sirvió para apuntalar el proyecto en la Cámara de Diputados, aunque igual terminó durmiendo en el Senado. El acuerdo por la paz y la nueva Constitución del 18 de noviembre entregó la Constitución y, sin embargo, no trajo la paz. El acuerdo de los 12 mil millones de dólares para enfrentar la pandemia y la reactivación terminó esta semana superado por el impacto fiscal que tendrá el retiro del 10% de los fondos previsionales. Es legítimo poner en entredicho el sentido envuelto en acuerdos que no se cumplen. Cuesta, por cierto, negociar en este contexto. Y cuesta todavía más darle gobernabilidad al país. Piñera y Chile Vamos entregan pocas seguridades al respecto, pero el bloque que está al frente, el arco opositor actual, las entrega todavía menos. Es por eso, y no por otra cosa, que el país está en serios problemas.
Con todo, más allá de lo difícil que sea ordenar los gallineros del oficialismo, más allá del desafío que comporta sintonizar al gobierno con las grandes demandas ciudadanas, más allá del error histórico asociado a una mala política pública como la aprobada, y también más allá de lo que cueste definir agendas razonables con la oposición, el gran problema que hoy tiene el sistema político es la violencia. Lo es con especial dramatismo en vísperas del proceso constitucional al que Chile debería entrar ahora. No es que estén a la vuelta de la esquina los desórdenes urbanos, los ataques a comisarías, los intentos de saqueo, las amenazas a parlamentarios que se apartan del libreto ultra. No, la violencia está instalada hace rato, y no solo en La Araucanía. La emergencia sanitaria, en gran parte, la ha diferido y en ningún caso ha podido disiparla. La gente amparó y justificó hace unos meses la ley del piedrazo, del incendio y del caos. El grueso del espectro opositor condenó el fenómeno en el plano retórico, aunque lo toleró de hecho. Y no sabemos si ciudadanos y políticos lo seguirán haciendo. En función de lo visto esta semana, bueno, ganas no faltan. Y plantean para cualquier gobierno un dolor de cabeza que está muy por encima del debate constitucional por los tres quintos o los dos tercios.
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