Las salas del adiós
Los funcionarios del Hospital Barros Luco y Padre Hurtado han armado salas de compañía y cuidado para darles un buen morir a los pacientes más graves de Covid. Para eso han incorporado música clásica y aromaterapia, aunque también algo mucho más importante: la búsqueda de lo que esos pacientes necesitan para poder morir en paz.
Antes de entrar a la unidad que ha sido como su segundo hogar desde el 25 de mayo, la doctora Moyra López hace una advertencia: “Existe la posibilidad de que algún paciente fallezca mientras estamos aquí”.
Son cuatro paredes amarillas, algunas de ellas agrietadas y, en el medio de la sala, nueve camas numeradas. Hoy, sólo cinco están ocupadas. Aunque los vidrios de las ventanas ubicadas detrás de las camas de los pacientes están sucios, se cuela una luz que ilumina directamente sus rostros con mascarilla y ojos adormecidos. Esta es la Unidad de Cuidados Proporcionales para pacientes Covid, ubicada en el ala más antigua del Hospital Barros Luco. Justo en el “túnel del tiempo”, nombrado así por los funcionarios por ser el pasillo que junta el edificio Trudeau -que data de 1888- con la nueva edificación del 2002. La doctora López, de 44 años, con una doble mascarilla que apenas permite ver su rostro, cuenta que aquí llegan los enfermos de coronavirus que no fueron candidatos a ventilación mecánica -por su avanzada edad y enfermedades progresivas o incurables- a pasar sus últimos días antes de morir.
Desde su apertura han fallecido 55 pacientes aquí dentro. Veinte de ellos lo hicieron mientras López estaba de turno. “No es fácil ver partir a tantas personas en tan poco tiempo, pero el saber que ayudamos a que cada uno de ellos muera sin sufrimiento, nos ayuda a sobrellevar mejor las cosas”, dice. Su responsabilidad y la de todo su equipo, por lo mismo, no es sólo médica. La doctora Natalia Ojeda, también encargada de la unidad, lo describe así: “Nuestra labor desde el punto de vista técnico, de ajuste de medicamentos, de indicar cosas, es insignificante comparada con la labor emocional que hacemos con ellos y con la familia”.
El 26 de mayo ingresó la primera paciente: Regina Riquelme, una viuda de 82 años. Llegó despierta, preguntando si su departamento en San Miguel había quedado bien cerrado y si eran las doctoras quienes tenían sus llaves. Riquelme vivía con su nieta, Daniela Carrasco, que llegó donde ella hace cinco años, escapando de una relación compleja con sus padres.
Daniela todavía no sabe cómo se contagió su abuela, ni mucho menos en qué momento las cosas llegaron a donde terminaron. Tres días después de que fuera a dejarla al hospital, logró ponerse al día de su estado con un corto y frío llamado desde la Urgencia. “Ahí me dijeron que no la iban a pasar a la UCI porque no era prioridad. Me dio mucha impotencia escuchar eso, pero ya lo había vivido con mi tata, yo sé que así es el sistema”, dice ella.
Carrasco sabía que el estado de su abuela era crítico. Quizás por eso el llamado de la doctora López alivió su angustia. “Ella fue la que me dejó enviarle audios de despedida. Intentamos hacer una videollamada, me contaba todos los días detalladamente cómo era su estado. Fue súper preocupada, un cambio drástico a lo que había vivido días atrás”, añade. Moyra López observaba esas conversaciones. Veía que Regina movía las manos cuando hablaba con su nieta, como si tratara de tocarla. Pero luego de un par de estas llamadas, Riquelme cayó en un estado de inconsciencia. Cuando eso sucedió, Daniela Carrasco ya sabía lo que se venía.
Regina Riquelme falleció el 30 de mayo.
“Desde que la recibimos sabíamos que ella tarde o temprano iba a partir. Pero tuvimos la tranquilidad de que ella estaba sin síntomas que la hicieran sufrir y que recibía constantes manifestaciones de cariño de su familia”, recuerda la doctora López. Esa primera muerte no fue fácil y afectó al equipo, dice ella. Pero también le enseñó algo: “Cada partida duele, pero es grande el consuelo de haber podido ayudar”.
El lenguaje de la respiración
Acompañar en la muerte obliga a aprender cosas. Y no sólo en el Barros Luco. Le pasó a Camila Marchant, de 56 años. A ella, que hasta el 15 de mayo trabajaba como jefa de Pediatría en el Hospital Padre Hurtado, le tocó ser parte del equipo a cargo de las seis camas que instalaron en la sala de fin de vida de ese centro médico. Por ahí ya han pasado 120 pacientes. A veces siete de ellos mueren en un día. Por eso el aprendizaje tuvo que ser rápido.
“Hay hartas cosas que uno no se imagina, como que no es bueno hidratarlos, porque si el pulmón se llena de líquido, el paciente siente más angustia”, dice Marchant. Como en su mayoría los pacientes están sedados, adquirieron un nuevo lenguaje: el de la respiración. Así, midiendo con un segundero, empezaron a identificar lo que les hacía bien o mal, según la cantidad de respiraciones por minuto. El olor a lavanda, canela o menta los ayudaba a respirar mejor, lo mismo que la música clásica. Al contrario, cuando aumentaban las respiraciones, aparecían las quejas que acusaban dolor. Así, mientras leían los pulmones de los pacientes, los acompañaban hablándoles al oído. Eso hacía la técnico en Enfermería Tamara Mondaca. Se sentaba al lado de los enfermos, les tomaba la mano, acariciándoles la cabeza, y les decía: “Descanse tranquilo”.
Hubo otras cosas. El protocolo al llevar a un paciente a la sala de fin de vida incluía sedarlo y bajarle el paso de oxígeno. Pero en los primeros turnos, el equipo se dio cuenta de que los pacientes llegaban con aún más problemas respiratorios. Se quejaban dormidos. “Era como si los estuvieran ahorcando con una soga”, cuenta la enfermera supervisora Yasna Cortés. Con la misma respiración con la que aprendieron los gustos de sus pacientes, lograron reconocer cuándo se acercaba el final. “Dos o tres respiraciones por minuto y sabemos que se están apagando”, agrega Cortés, porque lo normal en una persona adulta es alrededor de 20.
Morir tampoco era como antes para este equipo que antes se movía por la unidad de Pediatría. No hay caricias ni colchones, como en el caso de los niños que fallecían. Tampoco la presencia de una numerosa familia, porque sólo pueden estar a través de una pantalla. La mano, ahora, se la da un funcionario con guantes. O, si alcanza a llegar, un solo familiar para despedirse. “Antes se iban en una cuna acolchada, ahora se van en una bolsa cerrada con un número, encima de una camilla fría”, cuenta Cortés, por los protocolos del Covid-19.
Moyra López y Natalia Ojeda, en el Barros Luco, también aprendieron que había cosas que una persona necesitaba para poder morir. A ellas les enseñó Enrique Boudon: un extrompetista de la Orquesta Filarmónica del Teatro Municipal, de 94 años. Boudon se contagió una semana después de que falleciera su hijo, de 65 años, por Covid. Su familia estaba devastada. Sobre todo considerando que, por su edad, era posible que también falleciera. Las doctoras intentaron, desde un principio, prepararlos para el escenario más probable. Y que, al momento de enviar sus mensajes a través de audios de WhatsApp, fueran palabras de despedida y no otra cosa.
Pero eso, entendieron, no era lo que Enrique necesitaba para poder irse.
“Esta inconsciencia de escuchar a alguien que te da más fuerza, pidiéndote que te mejores, genera que la agonía antes de fallecer se alargue. Y entonces también se alarga el sufrimiento”, dice Natalia Ojeda. Ella notaba cuando a los pacientes les faltaba algo para irse. Que mensajes como esos ponían una suerte de presión sobre ellos. Y que eso, finalmente, no los dejaba soltar su vida.
Pese a que los mensajes de los 10 hijos que tuvo Enrique Boudon fueron de despedida, y sin generar esa presión, algo sucedía que con el paso de los días no fallecía. Fue ahí cuando llamaron a su nieta, quien intuyó que lo que podía faltar era escuchar un poco de jazz o a los trompetistas que admiraba. Esa era música que escuchaba todos los días en su casa desde que había jubilado. “Le pusimos canciones de Miles Davis al oído y él, automáticamente, movió sus manos como si estuviera dirigiendo una orquesta. Fue maravilloso lo que vimos”, dice López.
Un par de horas después, cuenta la doctora, Enrique Boudon pudo fallecer tranquilo y sin sufrimiento.
Voces de despedida
Hay algo que ahora distrae a Moyra López. Es la cama seis.
Dice: “Les voy a pedir permiso, porque don Alberto va a fallecer pronto y no le he puesto los audios que llegaron de su familia”. A lo lejos se escucha despacio una voz quebrada al teléfono. Es su hija quien le habla al padre de 90 años: “Quiero pedirle perdón, papá, si me porté mal, y le quiero decir que lo quiero mucho, que lo extraño y que pronto nos veremos. Lo amo”. Alberto, el paciente de la cama seis, que antes estaba completamente dormido, y cada cierto rato inflaba su pecho en una respiración profunda pero interrumpida por su dificultad respiratoria, de pronto comienza a respirar más agitado. También abre los ojos.
La doctora sabe lo que eso significa: “¿Ven cómo cambia la respiración? Inmediatamente parece estar más activo, pero lo más probable es que en un ratito se vaya. Esto era lo que le faltaba escuchar”.
Moyra López reconoce que ha llorado. Especialmente con los mensajes de los niños, pues lo más doloroso para ella es ver cómo los pacientes mueren sin sus cercanos al lado. Aunque en la sala se permite el ingreso de ciertos familiares, los criterios son estrictos: ser menor de 60 años, no padecer enfermedades crónicas, no tener Covid positivo ni estar en cuarentena preventiva por contacto estrecho. Eso ha hecho que muy pocos tengan visitas. Por eso, para ella, lo más importante es darles el mismo buen morir que les entregaría su familia, recordándoles la gente que los quiere, tomándoles las manos, haciéndolos sentir que no están solos.
“La muerte es un fracaso en la medicina y no enseñan nada que tenga que ver con un buen morir. Los médicos tienen un gran desconocimiento del proceso, pero es un momento tan importante como el resto de la vida. Y más todavía si hay una familia involucrada que sufre”, explica ella.
Luego del audio de la hija que le pedía perdón a su padre, es el turno de Filomena: una mujer hospitalizada en la cama ocho, quien por fin recibió los mensajes de sus bisnietos. “Besitos, besitos, te amamos”, son las palabras que se escuchan desde la voz de un niño. Una vez que los reproduce todos al oído de la paciente, Moyra López toma el teléfono fijo de la recepción de enfermería y llama a los familiares.
Les dice: “Sentimos que se ha ido apagando poquito a poquito. A ratos está despierta, a ratos abre los ojitos. Especialmente con los mensajes, pero los abre de forma suave y los vuelve a cerrar”. Después les informa algo más: “Lo más probable es que ella parta en el corto plazo. Pero, de hacerlo, sus últimas horas han sido en paz. Nosotros la estamos cuidando lo más que podemos”.
La doctora cuelga el teléfono y el equipo queda en silencio. “Uno nunca se acostumbra a la muerte”, dice, “porque cada muerte es única y se vive en forma distinta”.
Fue así con Filomena, que dos días más tardes seguía viva, aunque cada vez peor, en la Unidad de Cuidados Proporcionales del Barros Luco.
Moyra López piensa que aún le faltaba algo. La visita de un hijo que, recién este viernes, pudo ir a verla.
“Probablemente -dice la doctora- ahora ella pueda partir”.
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