Pablo Manzi: “El nuevo progresismo creo que literalmente siente rechazo por Chile”
Para el dramaturgo, la perplejidad que aqueja a la izquierda desde el plebiscito de 2022 tiene mucho que ver con el nuevo manual progresista que impuso el Primer Mundo, cuya promesa de inclusión contrabandea pulsiones esencialistas y fantasías neoliberales. De ese cinismo intentó dar cuenta en "Temis", su última obra, y de sus estrategias de control habla también en esta entrevista: “Detecto ese buenismo opresor porque en el fondo soy muy parte de eso”.
Si el triunfo del Rechazo en 2022 debilitó a la izquierda en lo político, en el plano cultural aún parece replegada en el desconcierto. Tan rotunda fue la caída –y el predominio posterior de la derecha– que ni siquiera muestra ánimos de reanudar su propio debate, como si la realidad le fuera demasiado hostil para volver a entenderse con ella.
Empeñado en buscarle cauces a esa reflexión, Pablo Manzi (36) escribió Temis, obra que en 2022 obtuvo el premio a la Mejor Dramaturgia del Círculo de Críticos de Arte (y que cierra funciones hoy en el Teatro Mori Recoleta). Con Temis se completa la “Trilogía de la barbarie”, de la Compañía Bonobo, punto alto del teatro chileno reciente y aguda exploración de las tensiones sociales del país. “En Donde viven los bárbaros (2015) y Tú amarás (2018) discutíamos más con el demócrata humanista heredero de la transición, pero en Temis se nos apareció este nuevo progresismo”, explica Manzi, dramaturgo de las tres piezas y su codirector junto a Andreina Olivari.
Sin militancia política, pero versado en cabildos y asambleas territoriales, Manzi resume de esta manera su inquietud original: “La generación nuestra, como se crió en la transición, tuvo una comprensión de la violencia muy distinta de la que tienen los jóvenes de los 80, y ni hablar los de antes. El problema, para nosotros, era cómo una sociedad que aboga por el pluralismo, que tiene toda una narrativa inclusiva, estaba generando pulsiones de rabia y de violencia superclaras. Y muy a través de ensayo y error, en Bonobo le fuimos buscando lecturas a eso”.
¿Por ejemplo?
Una primera cosa era que ciertos conceptos democráticos, como la palabra diálogo, se habían transformado en mecanismos de control de antagonismos. Eso lo vio muy claro Tomás Moulian en Chile actual (1996). Al comienzo esa palabra sirvió para relacionarse con el trauma, pero después se fetichizó y se volvió sinónimo de conflicto simulado. En el fondo, se decía “así se discute, estos son los límites y lo que se salga de esta caja sencillamente no es cuerdo”. Un síntoma evidente fue el sistema binominal. O en la cultura popular, el diseño de Tolerancia Cero: el tipo de personas que podían integrar ese panel, hasta dónde se podía llegar. Y con el centro político claramente girado hacia la derecha, lo que por mucho tiempo dejó a otros espacios fuera de los márgenes de la cordura.
Pero la gente identificada con esos espacios, por lo visto en las últimas elecciones, no era tan representativa de la gente enrabiada.
Totalmente de acuerdo. Pero esa rabia, con todo su odio hacia los partidos, refleja una erosión de lo político y de lo comunitario que yo sí vinculo a ese enclaustramiento del diálogo, que a su vez fue funcional a la despolitización de la vida que el proyecto neoliberal trae consigo. Pero bueno, ese estado de cosas se fisura en 2011 y yo diría que hacia 2014-15 se dice “ya, hay nuevos invitados a la mesa del diálogo inevitablemente”. Pero al mismo tiempo, entra toda una nueva corriente democrática que viene del Primer Mundo y que se instala superfuerte, de manera muy poco dialogada, sin ningún grado de dialéctica con el contexto chileno. El nuevo progresismo, por llamarlo así.
Que también explota por esas fechas.
Claro, hacia 2015 chocan estas tres cosas: nociones de lo público muy debilitadas, nuevos actores en la mesa y aterrizaje forzoso de esta nueva línea progresista, en la que yo veo una pulsión de control no declarada.
¿De qué tipo?
Es que yo sospecho mucho de las formas que tiene la burguesía para disipar antagonismos que pongan su poder en riesgo. Y muchas veces esas estrategias no son explícitas, sino que son ambiguas, torcidas, y a veces son buenistas, inclusivas. Entonces no puedo dejar de ver cómo este nuevo progresismo dialoga con el curso neoliberal de Chile. Creo que hacen una operación conjunta muy compleja y que puede llegar a ser muy cínica. No en términos morales, sino en sus maneras de rediseñar y verbalizar el conflicto.
¿Crees que los discursos inclusivos o identitarios fueron creados con esa intención?
No, no digo que esto se haya planeado a lo Darth Vader. Pero en la compañía empezamos a explorar la idea de un nuevo opresor, un “opresor bueno” con un genuino deseo de resolver conflictos sociales. Y lo que creo es que hay espacios de élite –en la academia y en la industria cultural gringa, por ejemplo– que han creado en torno al pluralismo una especie de taxonomía para controlar lo bárbaro. Con lo bárbaro me refiero a los grupos excluidos de la polis. Para el centro político y social, la llegada del bárbaro a la ciudad siempre es una incomodidad, es un extraño en la casa. Pero en un contexto democrático tú no puedes expulsarlo, entonces se está usando la estrategia contraria: “A ver, ¿cuál es el problema? ¿Hay gente que se les prometió que van a ser ciudadanos y siguen siendo bárbaros, eso es? ¡Hagámoslos entrar! Pero con nuestras reglas. Y nosotros elegimos las palabras correctas”. Es decir, se coopta al bárbaro para que deje de ser un extraño, para volver a sentirme en casa. Eso es lo que se está intentando.
¿Y se logra?
Sí y no. O sea, se logra una gran confusión, porque la gran masa de Chile queda envuelta en un enigma: son ciudadanos y bárbaros. Están demasiado incluidos para ser bárbaros, pero con sus vidas muy precarizadas, una inestabilidad laboral gigante y una serie de carencias que en otros momentos históricos no permitían hablar de un ciudadano. Eso es lo que se problematiza en Temis. Y la manera en que este nuevo progresismo ha ido creando giros insospechados en lo político y en lo comunitario.
¿Cómo definirías esos giros?
Por ejemplo, su pulsión esencialista y moralizante era algo que asociábamos a la derecha conservadora, y ha generado una separación brusca con un enorme grupo de personas que no se sienten a la altura de ese estándar moral tan estricto. Por otro lado, su excesiva fragmentación de lo social –algo que asociábamos al proyecto neoliberal– fragmenta desde la izquierda todas las discusiones sobre justicia. Entonces, para mí, en vez de “qué une a los distintos grupos excluidos”, la pregunta tiene que ser “cuál es la ciudad que se quiere construir, en qué ciudad creemos”. La derecha y la gente más conservadora de la Concertación transformaron el estallido en una gran pesadilla que por suerte ya pasó. Pero la necesidad de encuentro social fue algo superimportante que se vio ahí. El problema es que a la izquierda le cuesta tolerar que lo comunitario sea poroso, contradictorio, que haya gente que salió para el estallido y quizás igual le gusta este sistema. Decir “pero es que Chile es facho” es como saltarse todo. Y esa idea es potenciada por este nuevo progresismo que yo siento que... o sea, me atrevo a decirlo tal cual: creo que literalmente siente rechazo por Chile, que tiene una mirada higienizante de Chile.
¿Por qué? ¿Qué es lo que rechaza?
El drama… Mira, hay un comercial en el que Roger Federer le propone a Robert De Niro hacer una película sobre Suiza. Pero De Niro le dice “no, allá no hay conflicto, es un lugar paradisiaco, así no puedo actuar”. Y el comercial termina diciendo: “Necesitas vacaciones sin drama. Necesitas Suiza”. Yo creo que esa fantasía de que puedes llegar a un mundo sin conflicto, como una perla sin fisuras, es la utopía del capitalismo actual. Y lo que hoy te ofrece la industria turística es: “Oye, ¿puedo ir a Kenia sin ver Kenia?”. “Sí, puedes hacerlo”. Yo trabajé mucho tiempo en hostales y vi ese afán de que la gente visite lo bello de Chile, sus paisajes, pero que se tope con la menor gente chilena posible. Porque con la gente va a aparecer la porosidad, sujetos con problemas, con opiniones, quizás con discursos de odio… Bueno, yo creo que en el nuevo progresismo la fantasía de sanitizar esa porosidad chilena también está presente.
Esa actitud también solía asociarse a otros grupos.
Claro, era muy de la clase alta decir que Chile es precioso y el problema son los chilenos. Pero ahora esa pulsión se está viendo en espacios que son para crear comunidad. Es una doble pulsión, en realidad: no sólo aspiro a saltarme el conflicto, también le exijo al mundo que reafirme mis creencias. Y eso ya es autoritario. Si yo quiero entrar a una sala de clases o ver una obra de teatro donde nada me haga sentir incómodo, es una pulsión autoritaria. Hasta la figura más burda de autoridad que hemos creado, que es el rey, tenía a un bufón que le mostrara lo que había a sus espaldas. Para mí el Rechazo del 4-S fue un poco eso: un espejo horroroso que te dijo “mira, aquí tienes dos posibilidades: o vuelves a reafirmar la realidad de la forma que te acomoda o te abres a ver que aquí se está generando una grieta brutal”.
Esa fue la discusión del día siguiente, pero tendió a imponerse la segunda lectura.
Yo veo que la necesidad reafirmativa de las creencias sigue muy potente. Por ejemplo, cuando el Apruebo arrasó en el primer plebiscito, gente con la que tengo cercanía política decía “mira, qué pueblo más sabio, bastó que lo hicieran hablar y ahí está el resultado”. Súmale a eso las “tres comunas del Rechazo” y el pack era perfecto: el mundo como lo habíamos comprendido, aquí está. Y el reverso pesadillesco que ocurre después es muy parecido, porque en las poquitas comunas donde ganó el Apruebo habita mucha gente de ese grupo. Pero en vez de decir que esas comunas no ven a Chile, ahora se decía que este pueblo tiene un síndrome de Estocolmo.
Lo dices porque en Ñuñoa ganó el Apruebo.
Claro. Aunque igual trato de resistirme al simplismo del ñuñoísmo, porque decir “este giro identitario es un problema de burgueses” es una salida supercómoda, a la que recurre cierta izquierda conservadora o gente más nostálgica del humanismo liberal.
La Convención dejó bien claro que no es privativo de ñuñoínos.
Totalmente, en las clases medias también es superfuerte este giro. Y eso ocurrió porque efectivamente había muchas voces y cuerpos que no eran escuchados. O sea, es una falacia decir que antes de esto las ideas operaban en abstracto y trascendían la identidad. Tampoco creo en eso de “ah, ya no se puede decir nada”. Lo que sí hay son argumentos moralizantes, algo que veo mucho en gente de mi generación que no llegó al nuevo progresismo desde la tradición de izquierda, sino desde lo “posmo”, digamos. Ese grupo que era nihilista, ironista, que vivía metido en el kitsch y no le interesaba la política, yo diría que en vez de politizarse, se moralizó. Y transformó la política en buenos y malos, agarrándose de estas estrategias de control ultra culpógenas y paternalistas que venían de afuera.
Eres hombre, digamos que eres blanco, fuiste a un colegio privado. ¿Tuviste que superar inhibiciones para criticar estos discursos en ambientes de izquierda?
Lo que me pasa es que soy muy culposo. Fui a un colegio de jesuitas, donde digamos que el trabajo fue hecho, entonces conozco muy bien las formas de control de mi grupo. Detecto ese buenismo opresor porque en el fondo soy muy parte de eso, se podría decir que esa es mi tribu. Entonces sé adónde llevan esos caminos. Por eso me interesa tanto la idealización del buen salvaje, algo que en Occidente se viene haciendo hace siglos.
Profundicemos en eso.
El salvaje siempre genera miedo, incomodidad, pero también idealización, purismo, erotismo. El salvaje en sí mismo no existe, se podría decir. Es más bien una especie de sombra que acompaña al ciudadano ilustrado. Pero ese artificio deshumaniza a ciertos grupos. Los idealiza como personas que no conllevan los vicios urbanos, sino que se dejan llevar por emociones más puras y concretas. Y las democracias liberales han creado un nuevo salvajismo, que la industria cultural y publicitaria captó rápidamente. Y con esto suponen defender a los grupos excluidos, pero los despolitizan, porque amarran su ideología a su identidad. Entonces, si eres mapuche, sí o sí vas defender lo que supuestamente un mapuche debería defender. La fetichización que se hizo de la Lista del Pueblo también era salvajista. O cuando se manifiestan los overoles blancos y alguien dice “no les puedes pedir tantas razones, hay que entender esa rabia”. O sea, esas personas sólo tienen emociones fuertes. Los nuevos salvajes son eso: víctimas con sentimientos muy primarios que sencillamente quieren ser integradas. Por eso muchas corrientes, dentro de esos mismos grupos, están saliendo a decir “no, venimos con un proyecto político, no sólo queremos entrar”.
¿Estás de acuerdo, por ejemplo, con las cuotas de género o por etnia?
Sí, estoy de acuerdo con todas esas políticas. Y no creo que haya que dejar de pensar lo identitario. Pero claro, cuando lo “latino” es una persona que está cruzando la frontera a Estados Unidos y otra que está haciendo un posdoctorado con un cupo de latinidad, la despolitización de la identidad es completa.
Se ayuda sólo al privilegiado, aunque en calidad de víctima.
Es que por eso desconfío de todas estas teorías culpógenas. Por ejemplo, el cristianismo siempre colindó con ideas que podían ligarse a la lucha de clases. Y hay un catolicismo con vocación social que le da mucho protagonismo a la relación del privilegiado con el desposeído, pero sin problematizar la lógica social que crea esa asimetría. O sea, lo importante es la conciencia del privilegio y la empatía. La teología de la liberación, en cambio, politiza a tal punto lo religioso que la existencia de Dios pasa casi a segundo plano: lo importante es saber qué significa Dios para la gente. Y si Dios significa justicia, ¿qué es justicia? Ahí la figura de Dios se reconfigura como un horizonte político de transformación. Lo sorprendente es ver que los nuevos grupos progresistas prefieren el camino del privilegiado empático. Tal vez porque la pulsión culpógena y moralizante proveniente de la corriente gringa es bastante parecida.
¿Podría decirse que tu generación fetichizó la empatía como las mayores el diálogo?
Sí, se sobredimensionó su potencia política. Y también la de la rabia. Está bien, la rabia puede movilizar, pero los tipos que van detrás de Milei con la motosierra también están llenos de rabia. Los discursos de odio, muchas veces, vienen de gente con razones muy legítimas para tener rabia. En Europa Central, bastiones que eran de la izquierda están empezando a votar por la ultraderecha, porque dicen “bueno, ¿acaso yo no tengo razones para estar enojado?”.
El público que va a tus obras, si generalizamos, encarna parte de la cultura que en Temis se quiere cuestionar. Pero no se identifica con el cuestionamiento, ¿o sí?
Es una gran discusión que hemos tenido. Por ejemplo, en lugares más sagrados para la comunidad teatral, o donde llega gente que podemos considerar heredera de esa izquierda más gringa, el público no se ríe. Pero venimos ahora de Ovalle, también hemos estado en comunas más periféricas de Santiago, y ahí el momento tenso es cuando aparece lo religioso: silencio sepulcral. En cambio, con la comunidad más cercana, lo religioso aparece como algo risible. Se invierte eso, totalmente. Bueno, lo religioso es otro espacio masivo que la izquierda ha ido botando. Y es un espacio donde no está el consumo. Yo ahora estoy muy en pos de pensar en una cultura de lo masivo. Por ejemplo, admiro mucho lo que han hecho los surcoreanos: Parásitos, incluso El juego del calamar. Lo masivo no implica entrar en una relación complaciente con el público.
¿El mundo de la cultura está en peligro de volverse un grupo odiado?
Creo que siempre lo ha sido un poco, justificadamente. Pero no quiero fomentar la idea de que se metió en una burbuja progre y ya no dialoga con Chile. No es así, se hacen muchas cosas valiosas. Pero también es verdad que la industria cultural gringa, con todos sus nuevos criterios, entró realmente fuerte. Paréntesis: es bien paradójico que este nuevo progresismo abogue por un anticolonialismo. ¡Es mega colonialista! Y es un colonialismo imperialista, que quiere imponer su manual en todas partes. Para mí ha sido muy triste ver a gente que tenía una autonomía de pensamiento desde acá, desde Chile, y que ahora dice “no, ya no puedo montar esto así…”. ¡Pero por qué! Me considero un fan del teatro chileno y de autorías que podríamos llamar del Cono Sur, entonces creo que hay cuidar esa autonomía.
¿Reivindicar la condición tercermundista todavía procede? ¿O es tratar de separar lo que ya se mezcló?
Es que no pienso en el Tercer Mundo como “recuperemos lo antiguo nuestro”. Es otra cosa: existe un futuro que podemos discutir y pensar desde la realidad chilena. Y en eso creo profundamente. La vía chilena al socialismo, con todas las complejidades y errores del caso, fue muy interesante en ese sentido. En el fondo, Allende dijo: “Yo no voy a tomar las ideas del comunismo y aplicarlas en Chile tal como vienen. Aquí hay un curso de las cosas, una historia detrás”. Y eso le trajo miles de problemas con la gente que lo acusaba de amarillo. Pero Allende ya había perdido tres elecciones, entendía que no se puede construir en abstracto. En cambio ahora podríamos estar toda la tarde nombrando los conceptos que han entrado con cero aterrizaje en Chile.
Nombremos uno.
La interseccionalidad. Si tú le dices a un sueco “oye, eres un hombre blanco, mira tus privilegios”, eso puede tener sentido, porque él tiene acceso a miles de cosas. Pero acá se lo aplican a un 80% de población mestiza cuya vida está sumamente precarizada. Es como actualizar ese cliché de que a Chile siempre llega la modernidad antes que la modernización. Y realmente creo que el grupo que impone estos discursos está generando una ruptura total. No sólo con el “pueblo”, sino con todo lo masivo. Por ejemplo, si alguien te dice que odia la Coca-Cola, ¿tú pensarías que es de izquierda o de derecha?
De izquierda.
Quizás es tonto, pero a ese nivel lo estoy pensando. Una vez iba saliendo con una amiga y su hijo a un encuentro de personas de izquierda. Por alguna razón el niño no quería ir, hasta que terminó soltando por qué: “Es que voy a ir a una casa donde va a haber un huerto, una bicicleta flaca y hamburguesas de lentejas”. Ya tenía configurado ese contexto en su cabeza. Y yo pensé: ¿en qué momento este niño asoció ser de izquierda con algo así? Después tuvimos una gran conversación y me contaba que algunas personas le decían “no, la Coca-Cola es veneno”. Pero si uno lo piensa, la Coca-Cola es un producto artificial que entra en todas las casas, y aunque tú seas la persona más rica de Chile no vas a poder tomarte una mejor Coca-Cola que el resto. Si omitimos las condiciones de producción, ¡eso debería ser una creación del socialismo! Y Allende, justamente, decía: “Yo soy como la Coca-Cola, un producto metido en la gente”. ¿Has ido a la exposición “Cómo diseñar una revolución” [en el CCLM]?
No.
Me pareció espectacular. Por ejemplo, en uno de los afiches de la UP para la nacionalización del cobre, que se aprobó por unanimidad, entre muchos grupos que reflejan a la sociedad chilena aparece un carabinero. ¿Por qué eso no puede ser parte? A eso me refiero con atrevernos a diseccionar, a salirnos de las tautologías, porque la actitud reafirmativa está bloqueando demasiadas conversaciones. En ese sentido encuentro que Boric ha hecho una operación interesante, con este disfraz que le pusieron. Porque Boric está disfrazado, va al trabajo disfrazado de presidente. Y hay gente que miró esto con muy malos ojos. Pero en la Convención, por ejemplo, hubo personas que llegaron diciendo “Chile se tiene que poner a la altura nuestra”. En cambio Boric se dijo “hueón, tengo 36 años y el que tiene que estar a la altura de esta comunidad compleja, que tiene una tradición histórica, soy yo”. En ese sentido, no en otros, veo algo de ese espíritu de la UP. Y cuando amigos de izquierda caen en una crítica muy fuerte al gobierno, digo: “A ver, ¿qué harías tú? Dime tú qué haces”. Hay que avanzar en el contexto en el que estás.
Es la primera vez que la izquierda de tu generación juzga a un gobierno poniéndose en su lugar. ¿Eso explica que Boric mantenga el apoyo pese a todas a las concesiones que ha tenido que hacer?
No sé si mantiene todo el apoyo. Ya hay mucha gente buscando quién va a cumplir el rol de la empresa sobre la cual voy a depositar mi odio de cliente. Porque la izquierda también se sumó a ese paternalismo que trata a la sociedad civil como clientes que exigen soluciones y no tienen ninguna responsabilidad. De hecho, la sociedad trata a los partidos políticos peor que a las empresas, porque además les exige una conducta moral impoluta. El cinismo de las empresas se castiga mucho menos, se asume como parte de la lógica capitalista y uno les sigue comprando.
¿Te parece justa la crítica de que la propia generación gobernante amarró el problema político al estándar moral?
Totalmente. Y eso no fue un error verbal, como una frase que se te sale. Había gente que realmente pensaba que esto era un problema moral. Y de pronto los partidos políticos se transformaron en ese mal, como si en las asambleas o en las guerrillas no ocurrieran los mismos vicios. Yo creo que si no nos atrevemos a reivindicar a los partidos, esto va a ser imposible. Y también habría que interpelar a la sociedad chilena completa, como que nos peguemos una provocación y nos digamos: bueno, ¿qué queremos? ¿Existen las posibilidades de otra cosa o queremos mantener esta forma de relacionarnos? A mí me sigue dando vueltas la quema del metro y la gente que llegaba a las estaciones a aplaudir. Eso fue mucho más sintomático que si hubieran salido a quemar los bancos, mucho más duro y más fuerte. Estaban quemando el lugar donde este grupo se encuentra, donde no se puede evitar que la gente se vea las caras después del trabajo. Realmente es un caldo completo: cómo, por qué destruir algo que representa a esa gran comunidad.
Y de volver a ocurrir algo así, a la izquierda le va a costar mucho resolver cómo debiera leerlo esta vez.
Bueno, en Francia pasó algo muy parecido cuando grupos de inmigrantes salieron a quemar autos en los suburbios. La generación de Mayo del 68 decía “esto es una rabia sin horizonte político”. Pero ahí entró otra izquierda que dijo “estos blancos no entienden el problema”. Esa fisura todavía no logra ser discutida. Y no creo que pueda tener una salida simple.
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