Rosalía: Motomami, yo me transformo
Rosalía es el resultado de una historia de mestizajes propia del mediterráneo: catalana, hija de asturiano, cultora de una tradición flamenca, que a su vez es el producto de un encuentro ocurrido en el sur de la península, el de los gitanos llegados de la India con la herencia árabe del Al Ándalus, la misma que desembarcó en América a partir del siglo XV y volvió a mezclarse aquí con los pueblos originarios, los esclavos africanos y los inmigrantes europeos
Hay creaciones, obras de arte, productos de la cultura popular y artefactos que marcan cambios de época. Lo hacen sintetizando la alteración de un modo de vida, o como se dice ahora, de una “nueva normalidad” surgida de una mutación tecnológica, económica y social, elevándola por sobre las cabezas de la multitud para indicar que ya no se vive en el mismo lugar al que estábamos acostumbrados: Chanel lo hizo con el traje femenino de tweed dos piezas, Warhol con la imagen de la lata de sopa Campbell llevada a las galerías de arte, Apple con el diseño del Iphone que trastornó nuestro cotidiano. El disco Motomami, de la española Rosalía, cabe en ese repertorio de piezas que son también hitos o umbrales en el tiempo, que nos señalan que algo importante ya no es lo que solía ser.
El tercer álbum de la intérprete y compositora, que logró atención mundial en 2018 gracias al disco El mal querer, concentra en distintos niveles el espíritu de años atravesados por la incerteza, la fragmentación, lo fugaz como experiencia corriente (y deseable) por sobre la permanencia, y la reformulación de lo considerado tradicional como ejercicio creativo. Las canciones difundidas como singles tras el apabullante éxito de El mal querer, fueron el anuncio de que el interés experimental de Rosalía se desplazaba desde el flamenco hacia el reguetón y los géneros afrocaribeños de música popular bajo las directrices del pop. Entre 2019 y 2021 la cantante apareció una y otra vez acompañada por las nuevas estrellas del llamado “género urbano” -J Balvin, Ozuna, Tokischa- bajo la fórmula de la figuración (o featuring) permanente de un artista en la canción de otro.
La primera señal de que el disco que sucedería a El mal querer estaba listo la dio la propia artista en febrero a través de su cuenta de Instagram, en donde publicó unos segundos de Saoko. La expectación cundió, demostrando una vez más una habilidad de autopromoción digna de Truman Capote. Saoko se hizo público con un video rodado en Ucrania -¡vaya instinto de época!- que mostraba a la cantante acompañada de una comparsa de motoqueras haciendo acrobacias sobre un puente en Kiev; un tema breve, desconcertante, asimétrico, construido a partir de una base de piano en clave de jazz, tambores distorsionados de reguetón y versos que parecen una percusión de vocales y consonantes.
Los siguientes singles de Motomami corroboraron el protagonismo de la voz de la artista en el disco. La producción está hecha para lucirla en un sentido más amplio que la mera interpretación de versos: en muchos pasajes comprender lo que dice la letra es un desafío mayor, lo realmente importante es cómo el fraseo le imprime un carácter al tema. Aunque Rosalía toca guitarra desde los nueve años y comenzara a estudiar piano a los 16, su voz ha sido la herramienta que más ha trabajado y el nudo central de cada uno de los temas de Motomami, que a fin de cuentas podría describirse como un collage elaborado con pocos elementos, como le explicaría en una entrevista al músico y youtuber Pablo Altozano. Motomami fue construido como una suerte de minimalismo kitsch alborotado por la tecnología y envuelto en una imaginería colmada de referencias al pop, a la cultura de la música urbana caribeña, a la moda y el animé. Si El mal querer asumía la pesada responsabilidad de hacer referencia a un texto del siglo XIII, aferrarse a su estructura, Motomami suelta las amarras y altera las reglas. Tal como lo haría una niña que sencillamente quiere divertirse, pasando de una cosa a la siguiente, Rosalía va de una samba distorsionada (Cute) a una balada melódica atravesada por el sonido de ametralladora (Hentai); de la versión de un bolero del cubano Justo Betancourt (Delirio de grandeza) a un guiño a su raíz musical flamenca (Bulerías). Canciones fugaces, como el tiempo transcurrido en TikTok, algunas lánguidas y otras elaboradas para mover el cuerpo con el centro de gravedad desplazado hacia la zona baja del tronco, la cadencia exigida por las pistas de baile actuales.
Hay quienes suelen indicar que, a diferencia de otras estrellas pop, los álbumes de Rosalía no han logrado ser número uno en ventas en mercados como el estadounidense o el británico. Y es que tal vez esa sea una vara que haya perdido sentido en el mundo en el que se mueve la artista, el de reproducciones en streaming y los visionados de YouTube; el universo en donde Billie Eilish confiesa que después de verla actuar pensó que no valía la pena hacer su propio concierto, porque no llegaba a la altura de la española. De momento, Motomami logra un puntaje de 94 sobre 100 en el sitio de recopilación de críticas musicales Metacritic, en tanto el New York Times lo eligió entre los mejores discos del año.
Otra de las criticas recurrentes a la intérprete de Despechá viene de quienes consideran que se ha aprovechado de la etiqueta de “latina”, que no le corresponde como europea. Una observación que nadie le hizo en su momento a Julio Iglesias o Laura Pausini. Sobre este punto cabría indicar que el problema no es de la artista, sino de la etiqueta o más bien del origen de esa clasificación. El concepto “latin”, en su acepción más contemporánea aplicada a la industria musical, fue acuñado desde Estados Unidos y concebido desde una mentalidad anglosajona -de comunidades separadas por origen étnico- para agrupar un ancho mundo cultural que sobrepasa con creces la estrechez absurda de las categorías racializadas establecidas por la burocracia norteamericana obsesionada con el tono de piel y extraviada en sus escasos conocimientos de historia y geografía universal. En rigor, latino era Cicerón, que era romano, no hablaba castellano ni había nacido en el Caribe. La etiqueta no hace más que establecer el dominio del que raya la cancha: alguna vez fue Francia que definió lo que entenderíamos por América Latina, esta vez es Estados Unidos que señala quién es o no es “latino”.
Rosalía es el resultado de una historia de mestizajes propia del mediterráneo: catalana, hija de asturiano, cultora de una tradición flamenca, que a su vez es el producto de un encuentro ocurrido en el sur de la península, el de los gitanos llegados de la India con la herencia árabe del Al Ándalus, la misma que desembarcó en América a partir del siglo XV y volvió a mezclarse aquí con los pueblos originarios, los esclavos africanos y los inmigrantes europeos. Lo que ha hecho la compositora ha sido andar y desandar un camino que la precede y alimentarse de una manera de entender el mundo, una lógica en donde la pureza no tiene sentido, la intuición es una brújula precisa cuando la ejerce la cabeza bien amoblada de una artista de genio probado, y el cambio permanente, una necesidad para sobrevivir al imperio de lo efímero.
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