Columna de Javier Sajuria: La guerra cultural en pleno
Hay que notar que las acusaciones constitucionales son una gran performance. A pesar de contar con notables abogados de la plaza como defensores, la decisión está lejos de ser jurídica. El proceso es uno de apoyos políticos y negociaciones, donde la acusación se aprueba o se rechaza a partir de las simpatías que generan los acusados.
La inminente acusación constitucional en contra del ministro de Educación demuestra el triunfo de la ultraderecha en el discurso político. Enmarañado entre una lista de supermercado de cargos, se incluyen una serie de causales que responden al intento de iniciar una guerra cultural en contra los derechos de mujeres y grupos LGBTQ, una predilección de los sectores de la derecha radical.
Lo primero que hay que notar es que las acusaciones constitucionales son una gran performance. A pesar de contar con notables abogados de la plaza como defensores, la decisión está lejos de ser jurídica. El proceso es uno de apoyos políticos y negociaciones, donde la acusación se aprueba o se rechaza a partir de las simpatías que generan los acusados. Una muestra de esas negociaciones es el número de capítulos que contiene la acusación contra el ministro Ávila –siete– que se relaciona con las distintas peticiones de las facciones de la oposición para unirse al libelo. En ese sentido, el resultado de este proceso depende poco de lo que haya hecho o no el ministro, sino de lo que sea capaz de entregar el gobierno a cambio de salvarlo.
Pero quizás lo más notorio de esta acusación es que una parte importante de sus capítulos no se refiere a temas de gestión o financieros, que han sido la tónica en este tipo de procesos. No, una parte importante de la acusación es un nuevo intento de los sectores ultraconservadores y de ultraderecha de evitar que se imparta en Chile una educación sexual acorde con los tiempos. A través de usar la manoseada noción del derecho preferente de los padres en la educación, la acusación contiene al menos 3 capítulos que atacan los instructivos de educación sexual, educación no sexista, entre otros.
En otros países del mundo, esta historia es conocida. La ultraderecha ha convertido a estas discusiones valóricas en espacios de polarización política y guerra cultural. Ante la necesidad de encontrar nichos electorales y de resistir lo que ven como una degradación de los valores tradicionales, los sectores más conservadores doblan la apuesta y ocupan herramientas del sistema político de forma estratégica para promover sus visiones más reaccionarias. Si quedara alguna duda sobre el uso estratégico, e incluso poco pudoroso, de la acusación constitucional, es cosa de recordar las declaraciones del diputado Bobadilla (UDI) en que relacionó la identidad sexual del ministro (un tema profundamente privado) con las políticas de educación sexual del ministerio (que, en algunos casos, venían desde gobiernos anteriores). La homofobia descarada del diputado desnuda la verdadera intención de su sector.
El peligro de las guerras culturales es que no siguen las reglas del fair play. Una de las causas más recurrentes del deterioro democrático es cuando los actores políticos no están dispuestos a actuar con un mínimo de decencia. Si bien la actitud de la oposición en esta acusación no es el primer indicio de pérdida de pudor por parte de los actores políticos –ni tampoco que esa conducta sea monopolio de su sector–, sí hace difícil mantener un diálogo racional sobre la importancia de la educación sexual en los colegios. Cuando la mayoría de los abusos sexuales infantiles se da dentro de las familias, es absurdo proponer que el Estado se quede en silencio.
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