Diego Castro, académico: “Si alguien me presenta el plebiscito como una disyuntiva sencilla, le diría que quizá le falta contrastar visiones”
Doctor en filosofía especializado en teoría de la argumentación, el docente de la UNAB lee los días que corren a la luz del tramo final previo al referendo de salida. “No es bien visto que la gente cambie de opinión o que dude”, afirma.
Vía Zoom desde Delft, Países Bajos, Diego Castro Amenábar trae a cuento, para mejor marcar un punto, un pasaje del segundo capítulo del libro primero de la Retórica de Aristóteles. La persuasión, dice este especialista en teoría de la argumentación y profesor de la U. Andrés Bello, “tiene que ver con la credibilidad de quien intenta persuadirte, y si no fuera así, no tendríamos franjas [del Apruebo y del Rechazo] y bastaría con que te mostraran el texto. Lo que ocurrió durante el todo el proceso de la Convención influye en el voto de la gente, y no porque la gente sea tonta. Es algo normal y racional”.
“No somos máquinas, no somos computadores, no leemos algoritmos, sino que evaluamos situaciones complejas”, remata este doctor de la U. de Groningen. “Y para evaluar situaciones complejas tenemos que hacer asociaciones de ideas”.
De todos modos, en la papeleta del 4 de septiembre se lee, “¿Aprueba usted el texto de Nueva Constitución?”.
Claro, la pregunta es esa, una pregunta binaria respecto de un texto. Ahora, es un poco inocente pensar que todos los ciudadanos son seres racionales que leerán el texto con toda calma y que entenderán lo mismo. A veces hay interpretaciones que son mañosas, a veces de mala fe, pero otras veces hay cuestiones que quedan abiertas. Entonces, no necesariamente todos interpretamos lo mismo, no necesariamente entendemos lo mismo, e incluso los especialistas necesitan que otro especialista les cuente cómo funcionan algunas cuestiones que no son de su especialidad. De cualquier forma, el texto nunca se basta a sí mismo.
Usted tuvo una diferencia con Fernando Atria respecto del consentimiento indígena en el nuevo texto: Atria dijo que el problema no está en el texto, sino en quienes lo interpretan. ¿Qué pasa en esos casos?
Mi único punto es que el artículo del consentimiento indígena me parece interpretable, cosa que han dicho varios expertos. Y me parece más interpretable de lo deseable. Si se hubiera elegido otra redacción, no habría quedado tan interpretable, y hay dos interpretaciones que me parecen mañosas: hay unos que están diciendo que esto está claro como el agua, que no se necesita consentimiento indígena, mientras otros dicen que está claro que se necesita o que la Corte Constitucional tendrá que definirlo. En su momento se advirtió que el texto estaba quedando demasiado abierto, y en su momento la Convención no cerró esos puntos. Esa era mi única diferencia con Atria: él dijo que yo tenía una interpretación mañosa, pero era una interpretación posible; no creo que haya sido mañosa, pero eso es parte del problema de atribuir mala fe y es una de las inquietudes que tengo con todo este proceso.
¿Es pesimista?
Creo que lo que está ocurriendo en Chile, que viene de hace años, es un proceso en el cual se va rompiendo la buena fe mínima que se requiere para tener una discusión política relevante. Si uno entiende la democracia como un sistema en el cual hay iguales que están en desacuerdo respecto de la mejor manera de vivir, y pese a eso se entienden como iguales y pueden discutir de forma pacífica y razonable, uno ve que la democracia se va horadando cuando esa buena fe va desapareciendo. Esos son los procesos de polarización, cuando las diferencias ya no sólo son políticas, sino que empiezan a ser sistemáticas, culturales, y empieza a ocurrir lo que Robert Fogelin llamó “desacuerdos profundos”: desacuerdos de sistemas que entran en choque. Ahí, lo que diga el otro va a ser interpretado de dos maneras: este tipo es tonto o no tiene un mínimo de entendimiento; o bien, tiene entendimiento, pero es malvado, está cuidando los intereses de su casta, de su clase.
Creo que la Convención era una oportunidad de intentar revertir este proceso, porque íbamos a tener que discutir sobre asuntos que no discutimos habitualmente. Y sin embargo, parece evidente que esta especie de desacuerdo profundo no se ha remediado y que se ha profundizado. Gane el Apruebo o el Rechazo, el bando perdedor va a sentir que los otros son unos energúmenos, unos oponentes no sólo políticos, sino también morales.
¿Va en esta línea la dinámica en redes, especialmente en Twitter?
Uno advierte que existe esta idea del otro no para dialogar, sino un otro para ofender. Y hay políticos que están en esta campaña sucia hace rato. Hay un efecto amplificador de las redes sociales, y como decía Jonathan Haidt, las redes sociales buscan el engagement: que la gente que se quede metida, y la gente se queda metida con lo que aplauden a rabiar o con lo que odian. Por eso dice Haidt que las redes sociales son el lugar donde viven los extremos.
Usted afirma que la desinformación, las acusaciones de sesgo y el desprecio general por el bando contrario están haciendo del proceso actual algo “desgastante y cansador”, que “pareciera traer en sí mismo el germen de su ruina”. ¿Que implica esto?
Que parece que nos polarizamos más, que nos entendemos menos, que el otro era peor de lo que yo imaginaba. Sin importar qué opción gane, parece que se genera ahí un quiebre. Un proceso que tiene esta deriva polarizante puede que no tenga después una solución. Yo creo que después de la dictadura, durante los primeros gobiernos de la Concertación, se fue produciendo un efecto antipolarizante: fue apareciendo un consenso en torno a lo que significaba la dictadura y por qué no podíamos volver a tolerar algo así, más allá de que siempre quede gente en los márgenes. Creo que hubo un proceso en el que llegamos a una suerte de nuevo acomodo social, y no sé si el actual proceso nos está sirviendo para llegar a un nuevo acomodo social. Quizá van a tener que pasar muchos años. Eso es parte de mi pesimismo en torno al proceso.
¿Qué importancia tiene hoy el mérito del argumento puesto sobre la mesa? ¿Qué tan difícil es separarlo de los demás factores, partiendo por la propia persona que enarbola el argumento?
La lógica mira en el argumento la relación entre premisa y conclusión, y no le importa lo que está más allá. Es un modelo súper bueno en ciertos contextos, como en un contexto científico, donde todos tenemos ciertos acuerdos previamente establecidos y, por lo tanto, podemos argumentar a un nivel lógico. Sin embargo, en otros contextos la lógica se queda corta, y la política es quizá el más claro. El propio Aristóteles, que desarrolla la lógica, dice que no te sirve para todo. También hay que entender la retórica, entender cuál es el argumento más convincente. En política necesitamos establecer cuál es el argumento más convincente, y algunas cuestiones, como la credibilidad de quien habla, nunca pueden pasarse de largo. Las emociones, que quizá han sido miradas en menos, son respuestas rápidas a información compleja y que yo no podría analizar paso a paso, enteramente. Todo eso se mezcla.
Un argumento, a lo menos en política, no puede prescindir de estas otras cuestiones que no pueden obviarse, como si no fueran importantes. Ahora, el problema de las emociones tiene que ver con qué tipo de emociones queremos fomentar: si más problemáticas (el odio, el miedo) o más aceptables (la alegría, la esperanza). Los elementos lógicos y retóricos tienen que alcanzar cierto equilibrio, también en política.
Usted habla de lo difícil que le parece la decisión del 4 de septiembre, pero para muchos la cosa es muy clara...
Si alguien me presenta esto como una disyuntiva sencilla, yo le diría que quizá le falta contrastar visiones. Dan Sperber y Hugo Mercier han estudiado cómo el contraste de nuestras ideas con las de gente que piensa distinto refuerza su calidad. En ocasiones nos hace cambiar de opinión, pero incluso cuando no cambiamos de opinión mejoramos notablemente la calidad de nuestros argumentos. Si me junto sólo con gente que piensa como yo, no es necesario desarrollar argumentos que sean aceptables por otras personas.
A este respecto, ¿qué particularidades ve en el actual proceso?
Bueno, es mucho más complejo que el de elegir un Presidente, por ejemplo, donde las cosas están más o menos claras. Y creo que esa complejidad debiera llevarnos a una cierta humildad epistémica. La política tiene que ver con hacer predicciones: si hacemos esto, va a pasar esto otro en el futuro. Pero, en el mejor de los casos, ese es un tanteo. Es una idea que puede resultar, y puede que no. Ahí falta esa humildad, porque favorece el diálogo. Y yo no he visto mucho de eso: lo vi en algunos convencionales, pero no era el rasgo más habitual. Lo que más se vio fue guerra cultural y a algunos que pensaban que esto ya estaba cocinado.
Lo otro es que veo la argumentación como un proceso, no sólo para que mis ideas ganen, sino para desarrollarlas. Si te pregunto qué opinas en política, quizá ya tengas una idea preconcebida y clara de qué y por qué, pero es en el proceso de argumentar cuando uno va desarrollando esa idea. Y para eso es importante el diálogo con quienes piensan distinto.
Eso va a contramano de los tiempos, ¿no?
Es lo que he visto, lamentablemente. Lo que veo son dos tipos de debate: los debates entre gente que piensa igual y que se dedica a sobarse el lomo, sin entrar en grandes profundidades, y los debates entre personas en posiciones contrarias, pero que son básicamente una cuestión histriónica donde se van sacando trapitos al sol de forma reiterada, donde no se hace este ejercicio de humildad del que hablo ni se hace el ejercicio de ir perfeccionando lo que uno piensa a la luz de lo que piensa el otro.
¿Y no se dará en el segundo caso que cada quien trata de afirmar su identidad o su propio ser cuando dice lo que dice?
Más que afirmación del ser, hay marketing personal. La sociedad digital nos ha llevado a marketearnos a nosotros mismos. Tenemos nuestro público y los políticos son expertos en eso. Hay un loop que se va reafirmando: en la medida que me aplauden lo que digo, más de esas cosas voy a decir. Por otro lado, no es muy bien visto que la gente cambie de opinión o que dude: no se gana popularidad con eso.
¿Cómo ve la moralización de la política?
La política tiene algo que ver con la moral, y evaluar moralmente la política no es malo a priori. El problema se da con la moralización, con esta especie de polarización cultural, social, moral, en la que hay el grupo de los que estamos por la libertad, la igualdad, y allá al frente está el grupo de los “marcianos morales”.
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