“La gente nos discrimina”: Lidiar con la basura en tiempos de peste
Mientras buena parte de la ciudadanía llama a quedarse en casa para evitar el contagio del coronavirus, los recolectores de basura no sueltan las calles. Su labor, tanto de día como de noche, no se detiene. Sin embargo, pese al inminente peligro de la pandemia, muchos de ellos continúan sus tareas sin siquiera tener acceso a un uniforme adecuado. Aquí, entre el miedo y la impotencia, uno de los trabajadores cuenta su experiencia a La Tercera.
Las noches en el centro de Santiago —al menos las de esa manzana que comprende la Plaza de Armas y sus alrededores— suelen emparentarse con el desenfreno, con un movimiento que rara vez cesa, con una manera despreocupada de estar allí. Su gente deambula entre pubs y los night clubs. Siempre parece ofrecer algo. O que va a pasar algo. Pero la pandemia llegó para cambiarlo todo: a partir del 3 de marzo, cuando el coronavirus confirmó su aterrizaje en el país, sus calles gradualmente lo resintieron. Los desplazamientos, especialmente los últimos diez días, comenzaron a percibirse como una infección casi ineludible; la gente pronto comenzó a llamarse al encierro.
Es lunes 23 de marzo, son las 21.45 horas, a falta de quince minutos para que inicie la segunda jornada de la cuarentena fraguada bajo la figura del toque de queda, y prácticamente no queda nadie afuera. Una docena de hombres repartidos en tres grupos, ataviados con overoles, guantes gruesos y llamativamente sin mascarillas, son por unos cuantos segundos los únicos en desafiar el silencio y también a su propia suerte: es el turno de los recolectores de basura.
“No puedo hablar. Nos pueden echar, no estamos contratados, compadre. Pregúntale a los de allá”, se excusa uno de ellos mientras señala a otro camión. Detenido algunos metros más allá, antes de la intersección entre Monjitas y Estado, frente al excine Nilo, otros tres recolectores repletan de bolsas y cajas la parte posterior del vehículo. “Sí, poh. Obvio que lo hemos conversado todos, estamos urgidos, pero pega es pega”, se limita a explicar otro de los funcionarios. También prefirieron pasar. ¿El motivo? El mismo: miedo. Dicen conocer perfectamente los riesgos que conlleva su labor en un escenario como el actual y están frustrados, pero también saben que cualquier palabra puede costarles un trabajo que no pueden abandonar.
"Te hago una consulta… ¿esto no me va a traer problemas en la pega, cierto?".
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Es martes, recién pasadas las 8 am, y Luis —nombre que escogió en esta nota para resguardar su identidad y su laburo— accede a contar a La Tercera su experiencia durante los últimos días. Acaba de atravesar una villa ubicada en Lo Prado y el camión ahora seguirá en dirección a Cerro Navia. Antes de encaramarse a la cola del vehículo, promete que al finalizar su turno responderá el llamado.
"En la empresa como que no le han tomado mucho el peso a lo que está pasando, nosotros estamos expuestos a todo —retoma durante la tarde—. Nosotros con los compañeros lo conversamos todos los días. Y obvio que nos preocupa, porque uno tiene familia".
Luis, de 26 años, recolector desde hace algunos meses, nunca imaginó algo igual. Cuando los contagiados por el coronavirus comenzaron a aumentar exponencialmente, recuerda, su jefe improvisó una reunión. Pero no fue lo que él y sus colegas esperaban: les entregaron una mascarilla para que ocuparan durante la semana y no mucho más. Después de eso, nada. Ninguna capacitación, orientación u oportunidad de que se les entregasen más implementos. Intentaron -relata- explicarle los riesgos en más de una ocasión, pero la respuesta fue siempre la misma: bajándole el perfil. “Hemos peleado harto, pero no le dan importancia a la situación”, acusa. “Nos dijeron que la empresa no tenía por qué darnos mascarillas ni guantes, ningún utensilio para prevenir”.
El recolector está angustiado. Es padre de una pequeña y su esposa trabaja cuidando niños. “Trabajo con miedo, tengo una hija chica, ¿cachái? Me preocupa el tema, ha sido terrible. Imagínate me infecto, porque trabajo con mucha gente y no voy a saber —insiste—... En la casa estamos todos preocupados, no las quiero contagiar. Uno llega cochino, hediondo, y no sabe si está con alguna infección”. En la calle, de hecho, cuenta que la gente habitualmente les pregunta por qué algunos no usan mascarillas o algún traje que los pueda proteger de manera más efectiva, pero no sabe cómo responderles. Lo único que ha podido hacer es cumplir con las medidas que ha googleado o visto en televisión, cuando regresa a su casa: se saca la ropa afuera, se preocupa de que no haya ningún tipo de contacto con sus familiares, y pasa directo a la ducha.
"También ha cambiado el ambiente en las calles. La gente ahora nos mira con miedo, algunos ya ni nos saludan. Uno se siente mal, porque la gente te está discriminando —se lamenta Luis—. Somos algunos de los que están más expuestos con lo que está pasando y, pucha, de cierta manera te discriminan. No es la relación de antes. Antes la gente salía, te daba una botella con agua, no sé. Ahora nada".
“Nuestro uniforme sigue siendo una polera y un short. Guantes, mascarillas o alcohol gel, nada”.
Luis, recolector de basura.
Los últimos días, por situaciones como éstas y principalmente por el miedo de causarle algún daño a su familia, en la cabeza del joven de 26 años se repitió varias veces la idea de abandonar el trabajo. "Pero no puedo", confiesa. "Yo sigo por mi familia. Y no puedo parar ningún día, es de lunes a lunes. Si paro, no me pagan. Y la empresa está con la parada de que al que falla, lo van a echar. Nos dijeron eso. No están dando ninguna opción". Quizás por esto es que el recolector tampoco tiene una posición clara respecto a la chance de una cuarentena total: dice que sería lo mejor en el escenario actual, pero no le conviene. No tiene cómo suplir ese dinero.
A 22 días desde la confirmación del primer caso de coronavirus en el país, y con una cifra de 922 contagiados al cierre de esta nota, Luis ve con mucha inquietud lo que pueda pasarle a él y sus compañeros durante los próximos días. Aún no se sabe de ningún contagiado, pero cree que es cuestión de tiempo. Y sabe también que es difícil que algo cambie. Por ahora, lo único que pide es mayor comprensión: “Me gustaría que la empresa fuera más consciente con lo que está pasando. Nuestro uniforme sigue siendo una polera y un short. Guantes, mascarillas o alcohol gel, nada. Tenemos que estar costeándolos nosotros mismos, y eso no debería ser. Tengo compañeros que no pueden. Ni siquiera tenemos algún bidón con agua como para poder lavarnos las manos. Lo mínimo que pedimos es eso. No hay consciencia con los trabajadores: para los jefes lo único es trabajar, trabajar y producir. Les da lo mismo si te infectái o no. Eso no les preocupa… Y al final, nosotros somos nomás los que estamos expuestos”.
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