Sting y Shaggy: mística natural
Anoche, el exThe Police y Shaggy juntaron a 10 mil personas en el Movistar Arena con un singular espectáculo de vibra jamaiquina.
La edad, en ocasiones, lleva a algunos a dejar de lado las complejidades y las grandes ideas y acercarse a lo fundamental, a las raíces. Ese parece ser el caso de Sting, quien a sus 67 años (los mismos que ayer celebró Charly García en un taquillero bar de Palermo) cambió las consignas políticas por un mensaje más simple y elemental. Y si en sus último discos en solitario, The last ship (2013) y 57th & 9th (2016), el británico reflexionaba sobre el paso del tiempo, las relaciones humanas y la muerte de sus colegas más célebres, este 2018 el exlíder de The Police se ha entregado a a la celebración de la vida y al entusiasmo de su juventud.
Es lo que vieron anoche las cerca de 10 mil personas que llegaron a verlo al Movistar Arena, esta vez acompañado por Shaggy (50), su nuevo compañero de aventuras. Un hombre que suple su falta de peso artístico -al menos en comparación con su flamante socio- con carisma y ese fraseo característico con el que timbró algunos éxitos en los 90. Junto al jamaiquino, el hombre de Roxanne rejuvenece aún más, se desordena y parece gozar de cada minuto sobre el escenario, al tiempo que se reencuentra con las raíces musicales del inicio de su carrera: aquel reggae blanco y eléctrico fruto de la inmigración jamaiquina en Reino Unido, que marcó el paso de buena parte del rock ochentero a ambos lados del Atlántico.
De hecho, anoche no hubo puntualidad inglesa, y el dúo apareció sobre el escenario con 20 minutos de retraso para repasar un extenso repertorio, que incluyó canciones de cada uno y también los singles de su álbum en conjunto, 44/876, editado en abril pasado. De entrada, con Englishman in New York, Gordon Sumner (nombre real del exThe Police) deja en claro la tónica de la velada, que a diferencia de otros de sus espectáculos que han pasado por el país abandona cualquier solemnidad o diálogo con el público. Aquí lo que prima es la lógica del "jamming", el concepto acuñado por los jamaiquinos (e inmortalizado por Bob Marley en su single de 1977) para referirse a una celebración relajada y jovial en torno a la música y el baile.
La alianza entre ambos artistas, que más parece fruto de una complicidad genuina que de un acuerdo comercial (el lunes en la noche festejaron sus respectivos cumpleaños en un restorán capitalino) no presenta pausas sobre el escenario y las escasas consignas que dispara Shaggy como un mantra sobre el escenario apelan a la hermandad universal y el entendimiento entre razas y religiones; tal vez, el único trasfondo político de un espectáculo que surge como respuesta a la era de Donald Trump. El público, que en su totalidad va por el británico, se entrega al baile y corea cada uno de sus clásicos, como Message in a bottle y Every little thing she does is magic, que suenan más jamaiquinas que nunca. Lo mismo Walking on the moon, otro himno de The Police, que remata con el coro de Get up, Stand up de Bob Marley.
Y aunque hay espacio para algunas de las piezas más conocidas de Shaggy -Hey sexy lady, su cover de Angel-, éste entiende que es un actor secundario en la fiesta, casi a la par de una banda de instrumentistas que es puro oficio y dos coristas sobresalientes. El jamaiquino opera como su compatriota Sean Paul: una voz que funciona para aleonar al público y como otro instrumento de acompañamiento, reservada para el "bandejeo" y no para los coros.
La mezcla, casi todo el tiempo, funciona. Hay química entre ambos protagonistas, sobre todo en los temas del disco que firmaron juntos, en los que se reparten el protagonismo. Incluso, para Crooked tree, hay una suerte de performance con Shaggy disfrazado de juez y Sting con traje a rayas de presidario. Pero también propicia momentos algo más deslucidos, como el primer cierre del show con Roxanne (probablemente el mayor himno de Sting), empalmada con Boombastic (el mayor himno de Shaggy), para luego volver a Roxanne. Dos quiebres abruptos que no cuajaron nunca.
Para el final, un segmento que repasa Every breath you take -que el inglés compuso en Jamaica-, It wasn't me y luego, a dos voces y guitarra acústica, Jamaica Farewell, de Harry Belafonte. Pura vibra e historia jamaiquina en uno de los espectáculos más singulares que ha traído Sting a Santiago. Y aunque puede que la aventura no trascienda y quede sólo como una anécdota, nadie le quitará al británico un 2018 que ha sido para él pura fiesta y diversión.
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