Columna de Alfredo Jocelyn-Holt: Un momento maquiavélico
La contracara de la elección y puesta en escena posterior a la primera vuelta, es lo que se ha estado diciendo del poder algo irresponsablemente, en estos últimos días, habida cuenta de los tantos votos que lo han hecho visiblemente patente. Porque si bien una cosa puede ser que al candidato se le maquille —yo y otros hemos estado insistiendo en esta crítica, ¿quién quiere que se le engañe?— otra distinta y más grave es que esos votos lo empoderen para hacer lo que se le venga a la gana según su naturaleza una vez convertido en Presidente, y no sean pocos a quienes no les importe mayormente. Al contrario, le parezca la cosa más natural del mundo. Se ha insistido mucho en estos días que Boric es un “animal político”. Conforme, pero ¿se despejan o agudizan las incógnitas porque lo sería, más aún ahora que cuenta con votos constantes y sonantes?
Si nos guiamos por lo que algunos columnistas sostienen en medios de prensa, pareciera ser que la latitud con que debiera poder contar es amplísima. Según Daniel Matamala, buen indicador de cómo piensa el progresismo conspicuo, el personaje Boric subido sobre los hombros de otros (Lagos, Bachelet y Carmen Frei), gana estatura; por supuesto, ortopédicamente, aunque cabe preguntarse si eso lo vuelve un “gigante” como diera a entender el mismo presidente electo en su discurso de la victoria. Matamala, vuelto a referirse sobre el triunfo, ha hecho hincapié de que se ha producido un efecto mimético no menor: todos los de su generación se van a querer poner la banda presidencial, parecido a cuando a partidarias de Bachelet se les ocurrió encintarse con la banda tricolor (y se plantaron la misma melena rubia de la presidente electa), sintiéndose parte de un fenómeno tribal. Es decir, el poder se clona y multiplica como los panes. Ascanio Cavallo ha sido más fino. Boric sería una figura carismática, rodeado ahora de un “aura”, ha sostenido. Buen punto. Aunque lo entiende así Cavallo y da la impresión que aquí lo que sigue ganando son las puras ganas, y el poder no sería sino un deseo insaciable sublimado de gente que, sin embargo, solo se las puede con un esfuerzo probablemente frustrado. Bien Ascanio.
Carlos Peña, en cambio, nos ha notificado que la santurronería es lo propio de los políticos, ergo no esperemos que Boric haya cambiado o vaya a cambiar, cuestión que no tendría nada de malo (rector dixit), a lo sumo se trataría de “un ejercicio hipócrita, en el buen sentido de la expresión (sic), que forma parte de sus recursos para seducir a la ciudadanía”. Lo que es para Max Colodro, “nada modera más que la posibilidad del poder, de obtenerlo, primero, y de ejercerlo, después” (sic). No habría nada aquí que objetar, vuelve a añadir (de nuevo, insostenible, me temo). “La política responde a la lógica del poder, de conquistarlo y luego preservarlo [insiste]; y los giros y concesiones que deben realizarse son parte del proceso… un elemento imprescindible del juego… [en] que Gabriel Boric está desempeñando su papel con habilidad... No tiene sentido dudar de la honestidad del presidente electo… [otra vez sic] ¿Hasta cuándo? Simplemente, mientras funcione, o sea, mientras permita mantener niveles razonables de respaldo y de gobernabilidad. Cuando ello cambie, cambiarán también las prioridades y los énfasis. Así de simple… Gabriel Boric se ha mostrado en estos primeros días… que tiene claro lo único importante: el poder es todo; lo demás va y viene” (¿uff o euforia?). Héctor Soto a veces da la impresión que también se inclina por esta línea: “Allá los sueños y las convicciones. Acá, las conveniencias y el pragmatismo. Nada nuevo bajo el sol. En eso consiste precisamente la política” (¿la política o el poder?, la política para muchos de nosotros es la limitación del poder). Me van a tener que perdonar, pero este conjunto de afirmaciones hechas esta semana, y el que le vaya bien a Boric porque va a significar que le va ir bien al país—su variante más frívola y vulgar— deben ser lo más cercano a un cheque en blanco con que uno se topa. El absolutismo en el pasado no podría haberlo dicho mejor.
Si a todo ello además le agregamos lo que ha planteado Arturo Fontaine en Letras Libres (reproducido por Ex-Ante), que Boric tiene que elegir entre ser un “caudillo” o un “estadista” (¿no habiendo nada entre medio menos exigente?), es como para empatizar y encontrarle la razón al mismo Boric cuando días atrás, algo sofocado supongo, pidió “tener mucho cuidado en no idealizar a nadie, partiendo por mí”. Así y todo, aunque lo señalara con angustia, no ha cesado para nada el sobajeo. Juan Carvajal acaba de afirmar (La Tercera, 29 diciembre) que si no se es Boric, se es un “Salieri”, aludiendo a Mozart y sus supuestos envidiosos. ¿Es que el mismo diputado de Magallanes se ha terminado por convertir en nada menos que un “significante vacío” y “flotante” (al igual que otros eslóganes como “elite”, “casta”, “pueblo”, “grieta”…) de que nos habla Ernesto Laclau (tanto Peña como Fontaine me avalarán) que cualquiera puede hacer suyo a fin de hinchar a favor o denostar igual de hinchado pero en contra? Si llegara haber alguna duda, sugiero hacer un seminario en que conviden a Fernando Atria y a Hugo Herrera a quince rounds (a la antigua, aun a riesgo de infligirse daño cerebral a combos), para que debatan qué es lo que de verdad ha pasado con Boric desde una perspectiva schmittiana pura, amigo-enemigo, fiel a la recta doctrina respectiva. Después de todo se sabe que fue a Carl Schmitt, el consejero de Hitler, que Laclau leyó, en esas pistas se nos ha situado, y gente aún no pareciera tomar conciencia qué conlleva todo esto, ciertamente más que meras genealogías intelectuales.
¿No será que antes fue Nicolás Maquiavelo quien lo anduvo equivocando todo? No confundamos a Maquiavelo con el maquiavelismo, es decir, a cínicos que se amparan en un supuesto patrono de la hipocresía política. Se ha afirmado que El Príncipe no es una defensa del cinismo, ni siquiera una observación científica de la falta de escrúpulos en política desde cierta sana distancia no comprometida, sino algo distinto, quizás hasta contraria. No olvidemos que Maquiavelo, desde luego el de los Discorsi, era un republicano auténtico (Rousseau), aborrecía la tiranía que tuvo que sufrir en carne propia; su libro puede que sea incluso una sátira mediante la cual se mofaría justamente de lo que otros estiman que estaría promoviendo (Garrett Mattingly). Es más, la historia del maquiavelismo que recomienda servirse de la fuerza (de cualquier índole, incluso de votos para hacerse del poder) sería —lo argumenta Felix Gilbert— “tanto una historia de malentendidos como una historia del impacto de las verdaderas ideas de Maquiavelo”.
Por lo mismo, cabe irse con cuidado; intentemos que la necesaria moderación se vuelva algo más que otro término vacío que a cualquiera se le ocurre llenar a su antojo. Llamemos las cosas por su nombre, expliquemos lo que urge explicar, denunciemos lo obvio, y no enredemos más las cosas de lo que ya están. Y si se han de servir de un maquiavelismo burdo para justificar lo injustificable, valgan los numerosos estudios clásicos respecto al florentino, su contexto y posterior influencia, para calificarlo. Pienso en J.G.A. Pocock, El Momento Maquiavélico: El Pensamiento Político Florentino y la Tradición Republicana Atlántica (1975); también en Friedrich Meinecke, La Idea de Razón de Estado en la Edad Moderna (1924), libro que me hizo leer Mario Góngora, y en ese otro potente estudio de Hans Baron, The Crisis of the Early Italian Renaissance: Civic Humanism and Republican Liberty in an Age of Classicism and Tyranny (1955), que a su vez yo le presté a don Mario, agradecido por haberme introducido a Meinecke. Lecturas iluminadoras que pueden poner el asunto en su debida perspectiva.
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