Campeones eternos

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La tragedia aérea de Chapecoense enlutó al fútbol. Setenta y una personas murieron en el viaje del equipo a disputar la final de la Sudamericana.




A Colombia, Chapecoense iba a tocar el cielo. En Medellín, el modesto equipo brasileño iba a disputar la final de la Copa Sudamericana, la primera definición internacional de su historia, que, más que de éxito, sabía de esfuerzo y de la permanente lucha por superarse.

El equipo dirigido por Caio Junior había dejado atrás a varios grandes en el camino hacia la consagración. Cuiabá, Independiente, Junior y San Lorenzo de Almagro se inclinaron ante la revelación del torneo.

La incredulidad se apoderó del mundo entero ese 29 de noviembre. El avión de la aerolínea LaMia que transportaba al plantel, colaboradores, dirigentes y periodistas que viajaban a cubrir la que querían recordar como la principal hazaña en la historia del humilde club, capotó en las inmediaciones del aeropuerto de Medellín. Setenta y un personas murieron. Apenas seis sobrevivieron al impacto. Tres futbolistas: el arquero Jackson Follman y los defensores Alan Ruschel y Helio Neto; el periodista Rafael Henzel, la azafata Ximena Suárez y el técnico de Aviación Erwin Tumiri.

En esa misma jornada partieron los gestos de solidaridad en todo el planeta. De distintas formas, autoridades, deportistas, clubes e hinchas testimoniaron su afecto a una institución que, hasta entonces, era desconocida para la mayoría, comprometiéndose también a participar, según sus posibilidades, en su reconstrucción deportiva.

Atlético Nacional, que pudo reclamar para sí el título, tuvo el mayor gesto de deportividad en el último tiempo: sugirió cederle la corona de la Sudamericana al que iba a ser su rival. El 5 de diciembre, la entidad que rige al fútbol subcontinental oficializó la decisión.

Paralelamente, se desarrolló la investigación para determinar las causas de la tragedia. Las teorías, antes del análisis de las cajas negras, fueron varias. El informe preliminar de la Aeronáutica Civil de Colombia arrojó que el avión Avro RJ85, piloteado por Miguel Quiroga, se precipitó por un error humano. O, en rigor, por una negligencia: se concluyó que el aparato salió desde Santa Cruz con el combustible al límite. Es decir, pese a que el estanque estaba lleno, la autonomía máxima de vuelo de la aeronave superaba la norma internacional, que exige kerosene para volar una hora y media más allá del destino establecido. La primera alerta de emergencia se registró apenas seis minutos antes del accidente. Además, el avión cargaba 500 kilos de sobrepeso.

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