Carlos Caszely: "Elegí el día exacto para decir adiós"

El jueves se cumplen 30 años del retiro de Caszely de La Roja: ganó e hizo un gol de cine a Brasil. "Pero no debía seguir; yo ya tenía muchos dolores", dice.




Hoy, retrocedemos 30 años, en la memoria de Carlos Caszely, "a recordar sin olvidar a nadie, con todo el mundo en mi corazón". De testigo, un despacho mudo y vacío en el que sólo late su corazón. A golpe de un recuerdo infinito que le traspasa a aquella tarde del 21 de mayo de 1985 en el Nacional, "con 90.000 personas en la grada", reunidas para despedirle a él. Un hombre que entonces iba a cumplir 35 años, "que tenía todos los achaques del mundo", honrado presagio de la artrosis de hoy en "rodillas y tobillos" y que, sin embargo, ese día no impidió un gol de cine. Hizo una primera pared con Jorge Aravena y lo que sucedió después, hasta llegar a la portería de Brasil, resumió toda su habilidad.

Él lo relata hoy en Madrid como si fuese ayer, con una velocidad en la narración casi inalcanzable para el oído. Pero ese gol que nació desde la mitad de la cancha relata demasiadas cosas, demasiada vida. "No podía aspirar a más", señala Caszely desde la nostalgia, la que le hace distinguir entre ayer y hoy. "No es más que la nostalgia del futbolista profesional que se transforma en amateur . Pero hasta que me muera seguiré siendo futbolista. Siempre que vea una pelota rondando a mi alrededor seguiré pensando que todavía puedo volver a marcar ese gol, y eso significa algo más que nostalgia. Significa que el gol está en mi ADN para toda la vida. Nació en mí y morirá en mí".

La diferencia es que hoy Caszely es un hombre mayor, en los 64 años, "en los metros finales de la recta de la vida", al que le merece la pena hablar de su despedida de la Roja en el Nacional que el jueves cumple 30 años. "Alguna lágrima derramé, pero tampoco demasiadas, porque uno tiene que saber cuándo dejar las cosas", explica con el realismo del hombre mayor. "Yo no quería que nadie me invitase a irme, que nadie se anticipase a mí. No era así. Quería retirarme en lo más alto y esa decisión la tomé de común acuerdo con mi padre, que ese día estaba allí como lo había estado siempre, desde los 15 años cuando me inicié en el fútbol".

El resultado fue una locura en la que Caszely cumplió hasta en la fecha del adiós. "Yo mismo preparé mi retiro y fue algo tan maravilloso, algo tan inolvidable. Recuerdo esa misma noche volviendo a casa en el auto, entonces vivíamos mi señora y yo en el barrio de La Reina con nuestros cuatro hijos. Cuando entré en casa lo primero que hice fue colocar los zapatos de oro que me habían acompañado, di un beso a mis cuatro hijos, pasé el plumero y subí a la buhardilla a explicarle al cielo a solas lo que había pasado".

Un cigarro en la madrugada

La escena la retrata con la fidelidad "del hombre que no la olvidará nunca". "Porque el silencio te impide olvidar. Máxime después de tanta pasión como había vivido en la cancha. No era el último día. Era mi último día", insiste. "Pero recordar entonces todo lo que había pasado... La primera vez que pisé Pinto Durán con 17 años... El hecho de haber llegado hasta ahí y de marcar 42 goles, con un porcentaje de 0,66. No era que yo fuese un hombre de cifras, pero sí leía las que daban los periodistas y no se me iban de la cabeza". La realidad es que hoy su discurso, en un despacho de la embajada de Chile, en el aristocrático barrio de Salamanca de Madrid, merece la pena escuchar. Transmite la pasión del enamorado y hasta la posibilidad de implicarnos en sus propios recuerdos, en esa noche de Santiago, en esa buhardilla de su casa con las ventanas abiertas mirando él y su mujer a ese cielo que les respondía con agradecimiento.

"Sobre todo, a mí, porque mí señora nunca se interesó por el fútbol. No habrá ido más de diez veces en su vida al estadio, y yo no se lo reprocho. Cada uno es como es y ella era así, ella es así. Pero a mi lado estaba siempre y entonces recuerdo que estábamos los dos acompañados por un cigarro sabroso contemplando como sólo se movían las ramas de los árboles y diciendo... 'bueno, Carlos, hay una cosa en la vida que ya sí se te ha acabado y has sido tú, no ha sido nadie".

Pudo ser el alegato del revolucionario que fue, del hombre que todavía se define como el gerente o el rey del metro cuadrado. El caso es que aquella noche, en el Nacional, tenía que ser fuerte y lo fue. "Tuve bajo control las emociones. Había aprendido a hacerlo, porque ya habían sido muchas veces saliendo del estadio con mi padre en el que me demostraba  su cariño pasando sus brazos por mi hombro, y ésa sólo era una vez más; la última, pero una más, en la que los dos, padre e hijo, éramos felices. Yo había pasado del futbolista amateur que fue él y que tuvo que trabajar 30 años en Ferrocarril del Estado. Yo, sin embargo, saliendo de la clase media".

Por eso cuando batió a Carlos, el portero brasileño, en el gol, su último gol en La Roja el 21 de mayo de 1985, un gol de tanta categoría, fue tan maravilloso que cualquier hora del día  es valida para volver a él, para rememorarlo, incluso con Eduardo Galeano, como sucedió tantas veces. Porque Caszely eligió lo que pasó. Fue dueño de su destino como a veces recuerda con sus  cuatro hijos que, a diferencia de hace 30 años, ya son adultos: "La mayor es psicóloga, la segunda decoradora, la tercera educadora y el pequeño, empresario, profesor, no hay nada en lo que no participe. Pero, sobre todo, son buena gente. Gente que encontró su lugar en la vida y que tiene un recuerdo del futbolista que fue su padre. Supongo que eso también es bello, porque a mí no hay nada que me permita el olvido".

"Te abrazan o te putean"

Ayer y hoy, triunfó la felicidad. "Me fui ganando a Brasil. Me dolían muchísimo las piernas. Mi vida futbolística se había complicado, pero conseguí que nadie sintiese lástima por mí". 805 goles después, todos ellos marcados en una sola vida, "en 20 años desde aquel hexagonal internacional frente a Peñarol a los 15",  en los que aprendió de veras del sacrificio. "No sólo es el gol, sino lo que significa llegar a él. Tuve de todo. Sufrí golpes, heridas, fracturas, de todo. La vida de un goleador es una locura. Te abrazan o te putean. Pero tienes que convivir con ello hasta ese momento en el que el cuerpo te avisa, 'Carlos, date cuenta de que esto se acaba…' Mis últimos años fueron difíciles. Tenía que darme baños de sal en la bañera de casa para que mis piernas pudieran aguantar, los contrastes aquellos con el agua fría y el agua caliente que aprendí en Alemania, todas esas saunas".

De ahí que el realismo venciese al sentimiento; de ese gol final a Brasil, de ese delantero tan competitivo como el primer día que se marchó antes de que nadie se lo propusiese. "Quizá usted tendrá la sensación de que insisto mucho en esto", explica al periodista, "pero es así porque yo permití que fuese así. El hecho de recordar ese día, la alegría de todo ese día, las constantes preguntas que no me dejan olvidar, las charlas que doy por el mundo. Supe decir 'hasta aquí hemos llegado' y tendré derecho a recordarlo hasta que se me apague la vela de la vida".

Y eso es lo que hoy da más valor a esa conversación, nacida de un solo día que el jueves cumplirá 30 años de antigüedad, nacida de un hombre que entonces tenía pelo negro, largo, con bucles y un bigote de otra época. Hoy, sin embargo, es otro tipo de hombre, agregado de prensa en la embajada de Madrid (con el despido en el cogote), donde hace seis meses jugó un partido en una cancha anónima. "Los dolores no me impidieron volver a marcar un gol". Parte del pasado o de su orgullo, que reposa en la memoria de Carlos Caszely (Santiago, 1950) que hoy, como la primera vez que llegó a España, a Valencia para jugar con el Levante, sigue caminando por las calles con su señora "de la mano". Porque pasaron los años, pero no emigraron las emociones. Y por eso hoy, 30 años después, recordamos  ese día del que Carlos Caszely todavía no se ha despedido. "Paso el día soñando", explica. "No hay nada más hermoso que levantarse en la mañana y soñar y soñar y soñar".

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