Columna de Ernesto Ottone: Entre el letargo y los insultos
El ajetreo de los candidatos presidenciales no tiene mucho eco en la atención de la gente, no logran que la mirada ciudadana los siga con interés, prevalece una cierta indiferencia.
Aunque los medios sigan atentos el acontecer electoral tratando de imprimirle un ritmo informativo trepidante, la campaña electoral no logra salir de un ritmo lento y cansino que no permite generar noticias destacables.
El ajetreo de los candidatos presidenciales no tiene mucho eco en la atención de la gente, no logran que la mirada ciudadana los siga con interés, prevalece una cierta indiferencia.
Probablemente, en la medida en que nos acerquemos al día de la elección las cosas se pondrán más atractivas y ocuparán un lugar más destacado en la vida de los chilenos.
Si buscáramos hacer una lectura benevolente, o al menos tranquilizadora de esta situación, podríamos interpretar que la actual despreocupación se debe a que los chilenos piensan que las elecciones no tendrán un impacto dramático en sus vidas, no se sienten en peligro y razonan de que al fin y al cabo los políticos y la política son una cosa lejana que no los afecta demasiado, después de todo habitan en un país vivible, la vida no los trata del todo mal y, finalmente, las cosas mejoran y de alguna manera seguirán mejorando.
Ellos quizás en su mayoría coinciden en cuáles son las cosas que tienen que mejorar e imaginan que gane quién gane, de alguna manera tendrá que preocuparse de ellas.
Se trataría de un desencanto apacible, que considera que a fin de cuentas, en democracia al que lo hace mal se le cambia por alguien que se espera que lo haga mejor.
Esta lectura supone que Chile habría alcanzado una cierta estabilidad que produce serenidad frente al futuro, más aún cuando se pronostica una mejoría en "las condiciones materiales de existencia", como decía tan certeramente nuestro buen Carlos Marx.
No les inquieta sobremanera entonces quién asumirá la dirección del país. Respecto de la elección de diputados y senadores, todavía menos, "que se agiten ellos que son los interesados", piensan en su interior, o así lo comentan con sus familiares y amigos.
Hay otro aspecto que quizás refuerza esta indiferencia apacible. Se trata del poco ruido de la campaña electoral por la aplicación de las nuevas normas sobre el financiamiento de la política que tiende a disminuir los decibeles de la estridencia en el ambiente al existir menos recursos para gastar en campaña.
Quién sabe si, además, el abaratamiento de la política contribuya con el tiempo a rescatar para la democracia más lógica de contenidos y menos de marketing y reduzca con eficacia desigualdades para competir, aunque cuando uno de los candidatos es extremadamente rico, surge una ventaja difícil de mitigar.
En esta lectura desdramatizadora, las causas del desinterés y la poca receptividad de la gente a los mensajes políticos no estarían basadas en una enfermedad terminal de nuestra democracia. El comportamiento ciudadano de baja intensidad se debería, sobre todo, a la ausencia de opciones dramáticas.
Pero también es posible hacer una interpretación más negativa y complicada, menos ligada a lecturas mansas de la indiferencia, menos parecida a la "dignitosa indifferenza" (digna indiferencia) que Peppone, el alcalde comunista de un pueblito italiano, les exigía por allá por los años 50 a sus seguidores ante la visita del obispo invitado por el párroco Don Camillo, en el inolvidable libro de Guareschi.
Se trataría de algo malo para la democracia, de una anomia extendida basada en una desconfianza muy fuerte hacia los políticos y la política que se ha desarrollado mucho en los últimos años y se ha robustecido por las situaciones de privilegio y corrupción que han afectado, justa e injustamente, a moros y cristianos que ejercen responsabilidades en el mundo político.
Ello habría producido una indiferencia maligna, crónica y disgustada que aleja a los ciudadanos de la cosa pública y del ejercicio democrático.
La apatía del actual ambiente electoral seguramente combina aspectos de ambas lecturas.
De una parte, la desconfianza es profunda, hay un malestar con los políticos y no hay tampoco satisfacción con la conducción del país, pero al mismo tiempo en la vida cotidiana y en el círculo familiar se siente que el país posee bases sólidas y no hay naufragio a la vista.
A fin de cuentas, las voces que gritan que todo lo construido está mal son menos que el silencio elocuente de la mayoría.
Tampoco impulsa al entusiasmo el nivel y la calidad del debate político.
Así quedó a la vista en el debate presidencial organizado por la Asociación Nacional de Prensa, que se realizó con decoro, pero sin mayor brillo, y las cosas no han cambiado después.
Se pudo observar claramente dos tipos de candidatos: los competitivos o más o menos competitivos, que hicieron un discurso general al país; los candidatos no competitivos, que se dirigen a un nicho del electorado, y un candidato de nicho que habla como competitivo.
Ninguna actuación fue sobresaliente, tampoco ninguna fue desdorosa, todos navegaron en una espléndida medianía.
Entre los primeros, Carolina Goic fue clara, sensata y ordenada en sus ideas, aunque algo plana y lenta en el contragolpe; Sebastián Piñera mostró oficio acumulado y se orientó a desmentir su supuesta derechización, pero sus respuestas eran pobres en novedad y atractivo y su exceso de gestualidad, sobre todo cuando no habla, resulta inquietante; Alejandro Guillier comunica bien, con empatía, pero sus conceptos son demasiado generales, pareciera sobrevolar las temáticas; Beatriz Sánchez transmite enojo y urgencia, el ceño tiende a fruncirse, me recuerda a la severa Señorita Burgos, profesora de Castellano en Valparaíso cuando era niño. Es la intérprete de la frustración, pero tiene una concepción enclenque de la refundación a la cual aspira.
Los que no tienen chance pueden darse todos los gustos, no tienen nada que perder, solo convencer a sus convencidos. Kast es un reaccionario sin complejos, que defiende la dictadura; Navarro lo hace con Maduro y declara sin chistar la felicidad de los venezolanos; otro señor de apellido Artés, que no sabe cuánto es el PIB chileno, habla desde el interior de la máquina del tiempo, y Marco Enríquez-Ominami se mueve con seguridad y desenvoltura interpretando el "enfant-terrible", aun cuando dicho papel le empieza a quedar extemporáneo. "Tempus fugit" (el tiempo vuela), nos recordaba el poeta Virgilio.
Parecería que así continuaremos hasta noviembre, sin ideas fuertes sobre el país y con diseños más bien modestos, difícilmente capaces de cambiar de manera reflexiva lo que no se ha hecho bien y evitar al mismo tiempo el desmantelamiento de lo que se ha avanzado.
No es extraño entonces que el escenario público sea copado por peleas menores entre candidatos, agarradas de moño y acusaciones cruzadas sobre pecados pasados.
En fin, por cosas que no tienden a ennoblecer el ejercicio de la política.
Más allá de las encuestas actuales, sin embargo, la suerte no está echada, todo indica que el número de votantes no será alto y el nivel de volatilidad, si lo es, las cosas podrían cambiar, quién sabe.
Vale decir, aunque la película no es muy buena, habrá que verla hasta el final para saber cómo termina.
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