Columna de Ernesto Ottone: Distancia entre ciudadanía y política
El gobierno y los partidos políticos deberán interrogarse sobre sus responsabilidades en la degradación del cuadro político en vez de sacar cuentas tan alegres como falsas.
En el país de hoy, la opinión ciudadana sobre los candidatos se ha vuelto difícil de medir. Las encuestas que hace algunos años predecían resultados y preferencias con bastante cercanía a la realidad, en ocasiones andan bastante lejos de lo que sucede.
¿Qué ha ocurrido para que las encuestas electorales pierdan capacidad predictiva? ¿Es que antes las hacían bien y hoy están sesgadas, manipuladas o simplemente mal hechas?
No creo que vaya principalmente por ahí la explicación, me parece que tiene que ver más bien con el universo humano que miden las encuestas, el cual en términos de preferencias electorales se ha vuelto más complejo, con menos lealtades y mucho más cambiante.
Las opiniones resultan profundamente influidas por hechos de la contingencia que cambian bruscamente los juicios que la gente tiene sobre los candidatos y también por la atmósfera de desconfianza hacia todos y hacia todo en el mundo de la política.
Ello perjudica la toma de posiciones razonadas y ayuda a que predominen estados de ánimo cargados de emotividad que pueden durar muy poco. Como en los cuentos infantiles, en que los sapos pueden transformarse mágicamente en príncipes o princesas, pero pueden volver a transformarse en sapos con la misma velocidad. Todo esto, en un ambiente de desprestigio de la profesión política y de una visión de los partidos políticos como asociaciones de ayuda mutua poco atentos a las necesidades ciudadanas.
El conjunto de estos elementos contribuye a la volatilidad de la opinión electoral y genera, además, una gran abstención que no parece tender a disminuir.
Recordemos que en los inicios del regreso a la democracia, cuando se votaba con la modalidad obligatoria, quienes no tenían preferencia electoral o no sabían por quién votar eran alrededor de un 15%. Este fenómeno fue creciendo con el tiempo y se convirtió en un 30%, después en un 40%, llegando hoy en la modalidad de voto voluntario, pero no debido solo a ello, a un universo mayoritario que se queda en casa.
Se ha creado, por razones valederas y también por percepciones injustas, una distancia que parecería sin retorno entre la opinión ciudadana y el mundo de la política, de quienes aspiran a ser representantes del pueblo en un sistema democrático.
Ello no solo acontece en Chile, sino en casi todas las democracias.
En algunas de ellas, como en Estados Unidos, obedece a una larga tradición de apoliticismo y baja votación; en otras, es un fenómeno nuevo ligado a problemas económicos, sociales o a la corrupción en el sistema político, y finalmente en otras, solo se logra una alta participación cuando los ciudadanos perciben que están en juego opciones dramáticas.
Si fuéramos impetuosamente optimistas podríamos suponer que esta falta de interés y la volátil liviandad actual responden a una percepción compartida de estabilidad, de que las cosas están tan bien que da un poco lo mismo quien gobierne. Eso podría quizás ser el caso de Suiza, pero difícilmente el de Chile.
En el otro extremo, si fuéramos volcánicamente pesimistas, podríamos concluir que hemos llegado a un estado de anomia sin vueltas, que la indiferencia o la liviandad es producto del desánimo, que los partidos políticos seguirán siendo impresentables "ad vitam aeternam" y que los candidatos seguirán siendo malitos hasta el final. Vale decir, que lo mejor es abandonar toda esperanza.
Mirando el panorama actual, es difícil despojarse de la mortaja del pesimismo, pero los candidatos y los partidos que los apoyan deberían hacer un esfuerzo por intentarlo.
Quizás una pista podría ser la de tratar de tomar en cuenta con seriedad las respuestas a las preguntas no electorales de las encuestas, aquellas que dicen relación con opiniones sobre asuntos sociales, políticos y económicos, que son más sólidos y se repiten.
Esas opiniones suelen no ser muy diferentes en las distintas encuestas y tienden a ser de sentido común, alejadas de visiones extremas y de una excesiva ideologización, ya sea de izquierda o de derecha.
Son muy distintas a las que emiten los grupos movilizados o de algunos parlamentarios conservadores que en el debate sobre la despenalización de aborto dijeron todo tipo de barbaridades.
Una reciente encuesta de Imaginacción-Radio Cooperativa refleja algunas de esas opiniones ciudadanas no ligadas a las elecciones sobre varios temas.
En torno al debate sobre la despenalización del aborto, el 58,2 % de la gente está de acuerdo en las tres causales del proyecto, el 19,2 % está a favor en toda circunstancia y el 21%, en contra en cualquiera situación.
Esas opiniones muestran la predominancia de una posición secular y sensata, que también comparte mucha gente que tiene fuertes sentimientos religiosos.
En las respuestas a otras preguntas aparece muy mayoritaria la idea de favorecer el método del diálogo para hacer avanzar las reformas y la colaboración entre el ámbito público y el privado para impulsar el desarrollo económico.
El conjunto de las respuestas muestra un espíritu lejano a las rupturas y las polarizaciones, crítico, pero ajeno a un refundacionalismo enrabiado.
El problema es que ese espíritu que otrora la centroizquierda recogía bien, hoy no lo recoge nadie. Y mientras los ciudadanos escogen en el mejor de los casos el mal menor, los políticos discuten en los medios solo de poder y de cupos.
La derecha se enreda en su conservadurismo y se abraza al Tribunal Constitucional por angas o por mangas, hiriendo con ello la legitimidad de dicha institución.
En la cada vez más dividida centroizquierda, las caras jóvenes presentan respuestas viejas, las caras blandas respuestas acomodaticias y quienes tratan de encontrar un camino con alguna nobleza, quedan aportillados por sus camaradas a quienes no les importa perder el alma y la vergüenza por salvar su cupo.
Lo sucedido en la junta nacional de la Democracia Cristiana no es solo grave para ese partido, es grave para la democracia. Constituye una derrota para la política como actividad noble que se orienta a la búsqueda de formas más altas de la convivencia social y muestra el prevalecimiento, ojalá temporal, de las concepciones más bajas de su ejercicio.
Lo grave es que esto no es una situación que atañe solo a un partido político, sino que en diversos grados se extiende a todo el espectro político nacional.
En estas condiciones, ¿cómo colmar el abismo entre una opinión ciudadana que pareciera querer transformaciones serenas y este mundo político agarrado de las mechas por razones ajenas a toda grandeza política?
Parece muy difícil si no se producen cambios mayores en la forma de hacer política, si no se produce una autocrítica real de quienes han ejercido la conducción política en los últimos años.
El gobierno y los partidos políticos deberán interrogarse sobre sus responsabilidades en la degradación del cuadro político en vez de sacar cuentas tan alegres como falsas. Solo así podrán conectar con la mayoría de los chilenos, cuyas aspiraciones y opiniones parecen ser muy distintas tanto a las que expresa la oronda señora del bus naranja como el señor de mirada triste que llama a crear el caos para cambiar el sistema de pensiones.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.