Columna de Óscar Contardo: Nuestro viejo rito en llamas

Incendio Forestal en el sector de San Ramon comuna de Constitucion.
San Ramon, 26 de enero de 2017 En el sector de San Ramon, continua el incendio forestal que afecta a la comuna de Constitucion. Javier Torres/Aton Chile

El nuevo cataclismo de fuego escapó de nuestra pauta habitual. En tres regiones de Chile se estaban quemando y hubo quienes juzgaron que era el momento de exhibir su propia musculatura, como la receta para extinguir el fuego y empujar a sus adherentes a hacer lo mismo.




Había una pauta que funcionaba así: repentinamente nos azotaba un cataclismo, un terremoto, un alud, una nevada que sepultaba el ganado en la cordillera o un desborde que nos mostraba la fragilidad de nuestras ciudades. Había catástrofes repentinas, como un tsunami y otras que se desarrollaban en cámara lenta, como las sequías. Aparecían entonces los abandonados, los pobres, los débiles, los que vivían en el precipicio de la dignidad y que de un momento a otro quedaban despojados de todo, posando frente a una cámara, contándole su historia al reportero, rogándole a la autoridad en vivo y en directo. Los escuchábamos decir: tenemos frío, tenemos hambre, tenemos pena, quedamos de brazos cruzados a la intemperie, sin más compañía que la resignación. Escuchábamos todo eso cada tanto y cada tanto nos mirábamos entre todos y nos repetíamos, hasta convencernos, que la naturaleza era una diosa que se ensañaba con nosotros, sobre todo con algunos de nosotros. La naturaleza era un personaje cruel, despiadado, al que le hacíamos frente con un relato de abnegación que funcionaba como un antídoto frente al destino que nos puso en una tierra chúcara con vista privilegiada hacia la nada.

Desempolvábamos frases hechas y una lluvia tupida de palabras que le daban un orden al caos. Repetíamos de memoria: adversidad, temple, fortaleza y, sobre todo, solidaridad. Nos deteníamos en esa palabra y la decorábamos en una puesta en escena que nos parecía la adecuada. La entendíamos a nuestro modo, cercana a la caridad paternalista, limítrofe con la culpa, vecina de la beneficencia. Fabricamos rituales en torno de la idea, una mitología que nos daba sensación de pertenencia, la fugaz pero reconfortante impresión de que éramos una comunidad, que nadie sobraba, que para salvarse era necesario salvar al otro. Esta semana ese pacto tácito se rompió. El ritual quedó trizado.

El nuevo cataclismo de fuego escapó de nuestra pauta habitual, primero, porque fue creciendo la sospecha de que se trataba de una catástrofe provocada, que alguien prendía el fuego. Esta vez no éramos todos a merced de la naturaleza, sino la gran mayoría sufriendo por el daño infligido por unos pocos. Esta sospecha provocó una grieta que creció en la medida en que el desastre fue visto como una oportunidad política para apuntar a los adversarios, vociferar sus fallas como una forma de lucir las propias virtudes y alimentar la idea de que todo esto no se debía a la debilidad de instituciones paupérrimas que deben enfrentarse a las calamidades en condiciones vergonzosas, sino a un asunto de liderazgos puntuales incapaces de impedir los incendios.

En tres regiones de Chile se estaban quemando y hubo quienes juzgaron que era el momento de exhibir su propia musculatura, como la receta para extinguir el fuego y empujar a sus adherentes a hacer lo mismo. ¿Para qué hablar de un servicio encargado de proteger los bosques que apenas da abasto, de medios escasos y personal descontento? ¿Qué sacamos con detenernos en un cuerpo de bomberos que debe recurrir a la caridad callejera para financiarse? ¿Qué sentido tiene debatir sobre una legislación que reemplazó la vegetación autóctona por plantaciones inflamables a la menor chispa? ¿Cuál sería el beneficio de ver cómo nos preparamos para los efectos del cambio climático? Para qué usar la razón, para qué recurrir al debate orientado al conocimiento si podemos alimentar la paranoia, el desprecio y los prejuicios.

Ardían miles de hectáreas y la mejor manera de cooperar que vieron algunos fue azuzar el enfrentamiento: un ex comandante en jefe esparcía la odiosidad contra el pueblo mapuche, culpándolo del infierno; una dirigente política sugería que los siniestros eran un castigo por el proyecto de despenalización del aborto; un parlamentario revelaba que detrás de las llamas estaban cientos de extremistas extranjeros que el gobierno mantenía ocultos. Por momentos parecía que la tragedia era un motivo de gozoso desquite que iba derramándose y extendiéndose como una mancha de combustible en el agua. Cadenas de mentiras para satisfacer una necesidad oscura y dañina.

Hasta hace una semana existía una pauta para buscar en la desgracia colectiva un punto de unión, un lugar de encuentro efímero y frágil. Habíamos construido un rito en torno a las calamidades que nos hacía sentir parte de un mismo pasado y un mismo futuro. Ese rito fue calcinado por el espíritu de la competencia y el imperio de la mezquindad.R

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