Ejercicio de autoconocimeinto




Nunca terminaremos de develar el misterio. Sebastián Piñera ganó y nadie sabe muy bien cómo. Ni siquiera él. Tiene intuiciones, pistas, señales, interpretaciones, desde luego. Pero certezas, pocas. Ni siquiera la tendrá cuando el Servel desclasifique toda la información de las mesas y se puedan hacer cruces por comunas, por edad, por género y otras variables así. Al final quedaremos en las mismas: ganó porque ganó. Lo que sí él sabe y su entorno intuye es que el mandato del domingo antepasado no puede interpretarse como un cheque en blanco a la derecha ni menos como una instrucción para enfilar hacia el norte una embarcación que estaba yendo hacia el sur.

Tendrá pues que tener cuidado y leer los resultados con cierta sofisticación. La sociedad chilena no está fácil de leer. Quien diga que los resultados de primera y segunda vuelta son perfectamente coherentes se engaña un poco a sí mismo. Porque no lo son. Parecen de repente de dos países distintos. Y son del mismo. La lectura que hizo La Moneda del 36% de la votación de Piñera en noviembre puede haber sido errónea, precipitada y todo lo que se quiera. Pero no fue delirante. Alguna base -poca, frágil, hipotética y voluntarista- tenía la idea de que más de la mitad de los chilenos que votaron estaban apoyando las reformas. La verdad es que no lo hicieron, pero eso se vino a saber recién en la segunda vuelta, para desconsuelo de la Presidenta y del oficialismo. A partir de ahí, qué duda cabe que hubo mucho voto del Frente Amplio que al final fue a Piñera, y que hubo también muchos ciudadanos que no votaron en primera vuelta pero sí lo hicieron en segunda. Tampoco habría que descartar el llamémosle voto frívolo, voto ondero, que a la hora de la verdad se puso serio. Identificar cómo jugaron estas proporciones y en qué momento preciso los equilibrios se restauraron será una discusión recurrente en la academia y en la cátedra política de los próximos meses. Porque fue el instante en que se trancó la máquina sumadora que le asignaba el 55% de los votos a Alejandro Guillier.

Claro que en cuatro o seis meses más, lógico, el nuevo gobierno ya estará en otra, porque estará gobernando. Gobernando con cautela, con el volumen claramente más bajo y con los sismógrafos muy conectados a los climas anímicos y movimientos objetivos de opinión pública que se vayan presentando. Eso no significa necesariamente quedar atrapado en la jaula de lo que la gente quiere, porque eso es lo contrario del liderazgo político y porque el gran desafío para la nueva administración es ir abriendo cauces de manera ordenada, que permitan descomprimir y atender las demandas ciudadanas más urgentes.

Nunca como ahora se ha planteado con tanto dramatismo la necesidad de las dirigencias políticas de conocer mejor a sus bases de apoyo y de simpatizantes. Los partidos están dando pruebas de conocer poco al electorado e incluso a su propia tribu. Es un hecho que varias colectividades han estado girando en banda y mirándose el ombligo, dando por establecidos supuestos que los resultados electorales desmintieron. Los casos más patéticos fueron los del PPD y la DC, que se desangraron a chorros y nunca repararon que la platea -su platea- se estaba vaciando.

Pero en verdad es que, al margen de esos dos partidos en apuros, el reto lo tienen todas las fuerzas políticas. Lo tiene la UDI, que salió golpeada de la elección parlamentaria y no solo por no haber sabido manejar bien las perillas del sistema proporcional. Lo tiene el Frente Amplio, cuyos dirigentes asumen que toda la votación de su candidata presidencial se dejaría matar por las banderas del movimiento No+AFP o por la demanda de una nueva Constitución. ¿Será tan así? ¿Fue por eso que Beatriz Sánchez dio una sorpresa? Para qué decir que la tarea también está pendiente en la izquierda tradicional, y en concreto en el PS, que todavía no sabe si seguir escondiendo por algún tiempo más el legado socialdemócrata que la colectividad forjó en los tiempos de la Concertación o si lo que en realidad le conviene es olvidarse de todo eso y sepultarlo en la ignominia para siempre.

El gobierno también tendrá que escarbar en su 54%. Si hay algo que ha estado cambiando en la política chilena de los últimos años es justamente la composición, la genética, el pelaje y la diversidad de la derecha. Lo que en una época parecía completamente monolítico -la fórmula pensamiento conservador-católico+Chicago Boys+orden- dejó de serlo hace rato y el sector se ha estado irrigando no solo con nuevas sensibilidades e ideas, sino también con audiencias más amplias y diversas, provenientes básicamente de esa clase media que ha seguido expandiéndose y que, bueno, es la más interesada que nadie en el crecimiento al que apuesta Piñera. ¿Por qué? No porque sea neoliberal o cosa que se le parezca, sino porque lo ve como condición necesaria para la generación de nuevas oportunidades de superación.

Para que la política chilena pueda sincerarse tendrá que hacer un ejercicio socrático de autoconocimiento, por decirlo así. Solo hace dos semanas la Nueva Mayoría terminó por comprobar que era minoría. El Frente Amplio se encontró con una votación muy superior a la que sus propias dirigencias esperaban. El gobierno, que durante cuatro semanas superó sus depresiones y llegó a convencerse de haberlo hecho magnífico, supo sin margen de dudas que el sentir de la gente no era tan distinto de lo que por años habían estado diciendo las encuestas. Y la derecha, que siempre confió en que iba a ganar, terminó encontrándose con la victoria varias semanas después de lo que pensó, y en proporciones que tampoco estaban en sus cálculos. El tipo de gente, de demandas y de pulsiones que haya detrás de estos cambios es lo que los partidos y el gobierno deberán tratar de identificar. Mientras no lo hagan, mejor que ni se muevan.

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