El momento de Cox

La semana pasada, la Corte Penal Internacional dio inicio al juicio oral contra Dominic Ongwen, un ugandés acusado de casi 70 crímenes de guerra y lesa humanidad. El abogado chileno Francisco Cox representa a 2.607 víctimas de una de las más cruentas guerrillas africanas.
Cuando a Jack White (White Stripes) le preguntaron cuánta plata ha gastado en recuperar los blues del sur de Estados Unidos respondió que no sabía. Y que así como hay gente que se gasta la plata comprando Ferraris porque le hace feliz, a él lo que le gusta es eso: buscar blues. Aquí, en Santiago de Chile, el abogado Francisco Cox Vial leyó las reflexiones del músico y se sintió comprendido.
Guardando las proporciones, claro.
Porque cuenta que sus colegas -salvo un par, además de su socio, Matías Balmaceda- lo encuentran medio loco por andar metido en un caso de DD.HH. en una comunidad pobrísima del norte de Uganda, totalmente pro bono, que incluye viajes a ese país y a La Haya. Y desde allá acaba de llegar ayer: el martes 6, la Corte Penal Internacional dio inicio a los alegatos del juicio más grande que ha tenido en su carrera: el abogado chileno representa a 2.607 víctimas de Dominic Ongwen, uno de los cabecillas del Ejército de Resistencia del Señor (LRA) de Uganda, que ha matado, torturado y secuestrado a cerca de 100 mil personas en sus casi 30 años de existencia.
Esta organización extremista cristiana liderada por Joseph Kony -prófugo de la justicia- combate al gobierno de Uganda para instaurar un régimen teocrático. Lo que aquí se pelea es poder y religión, porque a diferencia de otras zonas africanas no hay petróleo, ni diamantes, ni ninguna riqueza conocida. Su modus operandi es secuestrar niños -se calculan 50 mil- para enrolarlos en su ejército, obligarlos a atacar a sus propias familias o lo que se ponga por delante. De hecho, hay casos en que los hacen matar a sus padres para no tener un hogar donde volver. A las mujeres las someten a esclavitud sexual, matrimonio forzoso y todos los horrores que aparecen en los listados de crímenes de guerra y lesa humanidad.
¿Qué hace Cox ahí y cómo llegó?
Estaba en medio de otro caso, la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa, cuando Joseph Manoba, un abogado ugandés, lo contactó. Y de las tierras aztecas -"en que tampoco me pescaron, hasta que salió en el New York Times y el New Yorker", dice-, pasó a Africa y se sumergió en un mundo de pobreza, cultura, lejanía e idioma (acholi) desconocidos. Eso fue en marzo del 2015. Tras años de letargo en la corte, en esa fecha el caso se reactivó con la detención de Ongwen, el guerrillero que a sus 42 años parece haber vivido ya 42 vidas.
Y Cox lo tiene ahora en frente y le imputa 67 cargos entre homicidio, violación, tortura, pillaje, crímenes de género, matrimonio forzoso, esclavitud y mutilaciones.
Durante el juicio oral que empezó el martes 6, Cox y Manoba pedirán para él la pena máxima. Pero, además, pretenden dejar una huella en la jurisprudencia internacional al establecer el matrimonio forzoso como delito en sí mismo.
Alexis
Unos caminos de tierra los llevan desde Kampala a Gulu, la ciudad principal del norte ugandés. De ahí, más tierra hasta Lukodi, Abok, Odek, Ngauli, los distintos poblados en que Cox, Manoba y un traductor se reúnen con las víctimas.
¿Dónde está el sur?, pregunta Francisco a Manoba.
De allá vengo yo –dice apuntando hacia la dirección señalada-, del país de Alexis.
Las sonrisas blancas, grandes, asoman en las caras de sus oyentes, quienes han caminado kilómetros para llegar a los puntos de encuentro con los abogados y el equipo de la Corte Penal Internacional. El año pasado eran 1.400, y ahora, cuando comienza el juicio, hay 1.200 personas más inscritas.
"Uno de los casos que me tocó cuando estuve en Lukodi es el de un muchacho de unos 17 años, secuestrado, que era escolta de Ongwen, y lo hicieron ir a atacar a su propio pueblo. Y ahora tiene el doble rol de víctima y victimario y su gran problema es cómo se reinserta en la comunidad. Eso me impacta, porque muchas veces uno cree que estas cosas son blanco y negro, buenos y malos. Y cuando hablas con él y te dice que no tenía más alternativa, es heavy. Estos tipos secuestraban a los niños entre 10 y 15 años, porque todavía no tenían sus convicciones formadas. Y, de hecho, esa es la tesis de la defensa de Ongwen".
Que él también fue secuestrado cuando niño por el líder máximo del LRA, Joseph Kony, entonces también es víctima.
Sí. Ongwen pertenece a una zona que se llama Coorom y de niño lo secuestra Kony, pero empieza a escalar. Lo que marca su diferencia es que él empieza a crecer en esa organización y con conciencia de que estaba haciendo daño. El tiene la conciencia de que esto era malo, y nunca se arrancó.
¿Qué te produjo verlo, después de conocer a las víctimas?
Lo vi por primera vez para la presentación de cargos... Ongwen tiene buena pinta, se ve jovencito, y da la sensación de que no cacha lo que está pasando. Cuesta juntar al tipo que tienes sentado al frente con el tipo que tienes en tus testimonios. Pero eso siempre pasa.
Egoísta, no santón
¿Y esto es como un sueño cumplido en tu carrera?
Ha sido muy gratificante en muchos aspectos, de ver a las víctimas y su capacidad de resiliencia, pero, al mismo tiempo, es muy frustrante, porque es una corte muy distante. Se usa mucho la palabra de las víctimas, pero hay poca conexión con ellas; es como si fuera una masa. Por ejemplo, habíamos pedido no hacer los alegatos ahora, sino que cuando presentáramos la evidencia, porque era importante ver la evidencia que presentaba la fiscalía, ir a Uganda...
¿Y por sensibilizar al tribunal, también?
Los testimonios son brutales y la idea es que la historia de cada uno estuviese reflejada, porque la palabra víctima de alguna manera invisibiliza. Hay una declaración de una mamá que el LRA la obligó a decidir a cuál de sus dos hijos matar.
Chuta.
Son testimonios heavy. Para mí ha sido importante como experiencia, pero lo más interesante ha sido ver cómo las comunidades, a propósito del juicio, han ido apropiándose de los temas en una especie de rescate de la memoria. Es una gran oportunidad para traer luz sobre el olvido en que está la gente por parte del gobierno.
¿Y eres de los abogados que se sienten mejor persona por estar en casos como éste?
No, porque esto es lo que a mí me gusta. O sea, al final es egoísmo, es lo que me hace feliz a mí. Entonces no me siento santón, pero sí satisfecho, son mis pequeños orgullos. Esa bandera, por ejemplo -una mexicana gigante que tiene en su oficina, con dedicatorias de las familias de Ayotzinapa- vale para mí más que cualquier doctor honoris causa. Esto es lo que me mueve, me apasiona, me interesa, la razón por lo que estudié Derecho.
Pero en algo te habrá cambiado la forma de ver la vida, ¿o no te pasa nada?
Una vez, cuando volví de Ayotzinapa o Uganda, me bajó el rollo de que vivimos de forma frívola, en exceso, lleno de cosas, y me acuerdo que una de mis hijas me dice "necesito un celular". Le dije "usemos bien las palabras. La verdad es que tú quieres un celular, no lo necesitas, porque necesitamos muy pocas cosas", pero igual uno sigue con su vida frívola. Lo que más me impresiona es eso, sobre todo de la gente de Africa, es que hablas con ellos y son gente alegre, gente feliz. Y eso pone en perspectiva tu realidad.
¿Eres creyente?
No.
¿Y no te ha bajado la duda con esto?
No, para nada. Y por eso creo que creo tanto en la cosa jurídica, porque es lo único que nos pone límites. La naturaleza humana es muy miserable y cuando ves a Dominic Ongwen piensas que jamás podrías hacer las cosas que él hizo, pero puesto en esas circunstancias… Yo no creo en la bondad de la naturaleza humana, entonces ponernos límites genera control. Lo que sí me he vuelto, quizás, es más comunitario, en pensar que la única forma en que podamos vivir en paz no es con un dios o un ser superior, sino que nos reconozcamos los unos a los otros y poner reglas para eso.
¿En qué parte de tu carrera te ves en una década?
Me encantaría mantener esta doble militancia. Solo hacer defensa penal elegante no me basta, porque mis grandes pasiones han estado también en el mundo de los derechos humanos. Ayotzinapa, por ejemplo, va a estar siempre ahí. Para el día de los muertos fui con mis hijas a visitar a los papás, y fue bonito, porque sienten que no están solos. Uno de los papás le dijo a mi hija: "Cuando aparezca mi hijo, quiero que ustedes vengan, porque tienen un hermano mexicano".
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