En la cultura: de segundos violines a intérpretes de primera
A la sombra del árbol masculino, la mujer ha tenido que sangrar para hallar reconocimiento: Gabriela Mistral ganó el Nobel envuelta en el duelo por la muerte de su sobrino; Violeta Parra chocó contra la incomprensión, e Isabel Allende es aún mirada con recelo por ser una escritora best seller.
En enero de 2014, la Biblioteca Nacional acogió un archivo de singular importancia histórica: el llamado Libro Sesto, compilado por la esclava negra María Antonia Palacios en 1790 y descubierto en las bodegas de una iglesia por el musicólogo chileno Guillermo Marchant. Con más de 160 obras, entre ellas algunas de Franz Joseph Haydn, el volumen copiado de puño y letra por la mujer de origen africano contenía al menos tres composiciones anónimas que le habrían pertenecido. No las firmó, pues su posición de esclava no le daba facultades. Si no lo hubiera sido, tampoco tenía demasiadas posibilidades de otra cosa: en el siglo XVIII, las mujeres solían firmar con nombre masculino. Era la costumbre que en muchos casos se hacía norma.
Ejemplo referencial de discriminación, el caso de María Antonia Palacios (que realizó esta compilación el mismo año en que Mozart estrenaba en Viena su ópera Così Fan Tutte, una ópera donde curiosamente las mujeres destrozaban a su antojo los sentimientos y el orgullo masculino) es un fantasma en la historia cultural chilena. Su sombra se extendió durante gran parte del siglo XIX, dejando en claro el lugar que la sociedad chilena había decidido dejarle a la mujer: el de violinista de segunda fila.
"La discriminación fue impresionantemente longeva para la cultura occidental, que hace 200 años estableció uno de los valores más revolucionarios de la historia: todos los hombres nacen libres e iguales. Claro, unos eran menos iguales que otros", explica Sol Serrano, candidata al Premio Nacional de Historia 2014, galardón que nunca ha reconocido a una mujer. En ese contexto, el caso de María Antonia Palacios no es parte de la normalidad. "La exclusión de las mujeres de la ciudadanía política y de los derechos civiles fue considerado entonces un asunto de 'naturaleza', no de historia", agrega la historiadora de la UC.
Sólo a comienzos de siglo XX y en el área de la escultura se produciría el primer gran asalto cultural femenino: lo protagonizó Rebeca Matte (1875-1929), discípula de Auguste Rodin. La artista impuso su voz y su sensibilidad en obras de gran formato, como Homenaje a los héroes de la Concepción (ubicada en la Alameda, a la altura de Plaza Italia) o Unidos en la Gloria y en la Muerte (frente al Museo de Bellas Artes).
La escultura, disciplina asociada a las manos fuertes, al bronce y al mármol, ha sido singularmente un área donde las mujeres han despuntado en el país. A Matte le seguirían Marta Colvin (1907-1995) y Lily Garafulic (1914-2012), dos figuras tutelares en este territorio. A veces rivales y siempre contemporáneas, la amiga de Henry Moore y la discípula de Constantin Brancusi son ejemplos de lucha contra las fuerzas de la costumbre y la tradición. Colvin empezó tardíamente, ya con tres hijos a cuestas y sobre los 30 años. Garafulic se rebeló temprano, aunque enfrentando el látigo de la oposición paternal.
Sin la personalidad de Colvin y Garafulic, la pianista Rosita Renard (1894-1949) fue más bien un caso triste de talento pisoteado por las convenciones sociales, la excesiva timidez y la mala suerte. Discípula de Martin Krause, que poco después recibiría a Arrau, Renard obtuvo en 1913 el diploma de mejor alumna en el Conservatorio Stern de Berlín. Once años más tarde había retornado a Chile para caer presa de la autoritaria personalidad de su madre. Hizo clases durante 20 años en la Universidad de Chile, hasta que el reconocido director austríaco Erich Kleiber decidió sacarla de su aislamiento y llevarla de gira a Estados Unidos con los conciertos de Mozart. Lo hizo, la fama retornó y el Carnegie Hall se abrió a su talento a tablero vuelto. En 1949, a las puertas de una gira que la llevaría a Londres, París y Viena, una encefalitis aguda truncó su vida a los 55 años. Según la prensa de la época, podría haber llegado tan lejos como Claudio Arrau.
Mientras en 1945 Renard lograba salir de su letargo, aunque fuera por escasos cuatro años, en Petrópolis (Brasil), Gabriela Mistral abrazaba estoicamente su cargo como cónsul del gobierno chileno. Aislada del territorio cultural criollo gobernado por patriarcas como Neruda y De Rokha, la autora de Desolación sufrió en Brasil la pérdida de su sobrino Yin Yin en 1943 y, antes, de su amigo escritor Stefan Zweig en 1942. Los dos suicidios eran un mal presagio para Mistral, que en 1945 recibió la noticia del Premio Nobel casi como un salvavidas de última hora. Le seguirían 12 años de alivio, con un tardío Premio Nacional de Literatura en 1951 y su crepuscular romance con su secretaria Doris Dana.
Con residencia en Nueva York en sus últimos años, Mistral encerró entre cuatro paredes su vida emotiva, quizás con temor a la incomprensión y en contraste abierto con las desaforadas vidas de sus contrapartes masculinas en Chile. Su figura es la punta del iceberg del papel femenino en la cultura chilena. "El rol de la mujer siempre ha sido muy significativo, aunque no visible. La figura de Gabriela Mistral lo sintetiza en el hecho de haber ganado el Premio Nobel cuando la mujer en Chile aún no podía votar", dice Alejandra Wood, directora del Centro Cultural Gabriela Mistral (GAM).
Un cuarto de siglo después de la muerte de Mistral, una adelantada feminista de los años 60 publicaba su primera novela: La casa de los espíritus. Isabel Allende comenzó así su camino a transformarse en una referencia femenina en la cultura chilena. El Premio Nacional le llegó en el 2010, a los 68 años, no sin un buen número de opositores a su literatura de best seller y, para muchos, sólo de aeropuertos.
Si Rosita Renard es el ejemplo de la artista oprimida por el círculo familiar, Violeta Parra representa a la mujer capaz de sobreponerse a las adversidades a costo de agotar sus reservas emocionales. De personalidad avasalladora, Parra creó y desarrolló sus actividades contra viento y marea, expuso sus arpilleras en el Louvre de París, recopiló temas del cancionero popular en todas las esquinas de Chile y entregó algunas de las composiciones definitivas de nuestro acervo cultural. Sin embargo, al final de la aventura chocó contra la insolvencia financiera, una isleña sociedad no apta para mujeres con carácter y una personalidad del demonio. Aquella tendencia hacia las sombras le jugaría la última mala pasada el 5 de febrero de 1967.
Su muerte tiene algo de sacrificio cristiano, en aras de un bien mejor para los tiempos que vendrán. La directora del GAM, Alejandra Wood, optimista sobre el rol de la mujer en la cultura actual en Chile, lo pone en estos términos: "Finalmente, creo que la mujer se ha impuesto, a pesar de las condiciones adversas. Es cuestión de pensar todas las batallas que debió dar Violeta Parra y cómo trascendió a nivel mundial".
De ser sólo coristas atractivas de un grupo de hombres con ego infinito o de segundos violines de una orquesta donde el pantalón siempre manda, las mujeres han logrado acceder a algunos primeros puestos en la cultura chilena. El real poder, sin embargo, el de las personas que desde cargos públicos ordenan el mapa cultural chileno, sigue siendo un territorio de hombres. "En el campo de las artes todavía priman las decisiones masculinas como en tantos otros ámbitos de la sociedad", dice Alejandra Wood. "Se ha hablado hasta el cansancio de la falta de mujeres en los directorios. Y en la política representativa", inquiere Sol Serrano.
Ese es, tal vez, el próximo capítulo en una trama donde los suicidios, las enfermedades precoces y la incomprensión de los pares han sido el pan de cada día.
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