Homenaje a Violeta: Playback
El crítico de TV Alvaro Bisama analiza por qué la obertura de Viña no estuvo a la altura: porque sus canciones, y sus significado, se perdieron en la Quinta.
No deja de ser perturbador que el Festival de Viña se abriese con una imagen de Violeta Parra fundida con estrellas y galaxias explotando mientras un ballet hacía una coreografía y varias cantantes (su hija Isabel y su nieta Tita Parra, además de Consuelo Schuster, Paz Binimelis, Camila Gallardo y Claudia Acuña) interpretaban un megamix con los estribillos más célebres de sus canciones. Todo sea por el show. El año pasado le tocó a los poetas. Todo sea por darle una pátina de profundidad a algo que no lo tiene porque no lo requiere o no lo necesita. Antes, hace décadas, eran el Bafona o el Bafochi y los interminables bailes folclóricos chilenos que a muchos nos recordaban la majadería con la que en el colegio se nos obligaba a aprenderlos. Era la pedagogía de la fuerza, la cultura por decreto que se colaba hasta la Quinta Vergara.
Algo así pasó con Violeta Parra el lunes. No importaban su música o su legado, tampoco la condición irreductible y compleja de su obra, que muchas veces es áspera y proviene de la precariedad, de la memoria íntima de la vida chilena traducida en un murmullo doloroso, imposible de ser reducido a una consigna o a un lugar común. De este modo, sus canciones se perdieron en el homenaje. Se volvieron un popurrí, perdieron fuerza y contexto. Que quienes las cantaban hiciesen playback solo aumentaba la percepción de que estaban fuera de lugar, de que carecían de sentido en ese escenario. Que su hija y su nieta participasen del show importaba poco: había algo ahí que no calzaba, que había cedido al puro espectáculo, a la complacencia de una coreografía predecible que convertía en cliché algo irreductible y peligroso.
¿Era necesario un homenaje?¿Los chilenos no conocemos a Parra?¿No nos sabemos sus canciones?¿No estamos todo el tiempo tratando de entender cuán profundo es el pozo de donde sale aquella voz? Da lo mismo lo anterior: lo que importa es lo que se ve en la tele, el modo en que el show de Viña sale al mundo. De hecho, solo faltó alguna deslavada versión rockera para hacer todo más penoso. Pero aquello no era necesario, bastó y sobró con ese Cirque du Soleil de baja intensidad que tuvimos. Repito: ahí no vimos a nadie cantar. Nadie quebró su voz tratando de entender o hacer suyos los versos. Vimos danza moderna, luces de colores, arpilleras fluorescentes en las pantallas gigantes, tambores y un tono dramático artificial, impostado solo como el Festival de Viña puede impostar algo, falseándolo para una transmisión internacional donde solo importaba el encuadre perfecto, la postal inicial de este "festival de festivales". Todo sonaba bien, todo sonaba radial, todo tenía el tono de esos villancicos horribles que los canales programan cada navidad y que siempre cantan familias felices o grupos de hermanos con la mirada vacía: era el sonido del coro de una iglesia antes que el lamento de alguien que canta porque no tiene otra cosa que su voz a la que aferrarse, por más que esa voz esté hecha de abandono y violencia y no sepa hacer otra cosa que cantar.
Por supuesto, es fácil pegarle a este homenaje. Aunque no podía ser de otra forma. Viña es Viña. "Que se descarguen los daños/ en la pobre relatora/por no valerle hast' ahora/haberse amarra'o a Chile./ Si el canto no le da miles, / válgame Dios, la cantora", dice en una de sus décimas autobiográficas, algo que hubiera sido interesante escuchar en la Quinta, antes de que Rafael Araneda y Carolina de Moras despacharan todo el asunto rápido, dijesen una colección de lugares comunes y pasaran a otro asunto. Quizás el homenaje es una excusa para volver a Violeta Parra y tratar de entenderla de nuevo, ya no por reinvindicación cultural sino para percibir que lo importante en sus canciones sucede en otro lado: es ese fantasma que recorre el territorio, aquella herida abierta que ningún playback puede fingir porque habla de ella misma y de todos nosotros.
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