El jabón del progresismo
En el libreto universal de la fragmentación de la izquierda ocupa un lugar preponderante la discusión sobre el "progresismo". Como se sabe, esta es una palabra jabonosa que se autoaplica como atributo para distinguirse de sus opuestos, que son los "conservadores" y, con mayor razón, los "retrógrados". Los escritores argentinos Gustavo Noriega y Guillermo Raffo lo han llamado "el octavo pasajero", en referencia a la pavorosa figura cefalópoda e invertebrada de Alien, pero eso es porque se referían al "progresismo" kirchnerista, que no era una ideología, sino un negocio.
En principio, "progresista" tendría que ser, como mínimo, quien cree en el progreso, es decir, que tiene una visión optimista del desarrollo humano y social, de la dirección que sigue la historia, de la capacidad y la posibilidad de ser mejores. Sin esa fe básica, el "progresismo" es una frase vacía. Como el progreso se desarrolla por acumulación, ninguna retroexcavadora -para usar la figura basal de estos años- puede representar algo de "progresismo".
A partir del siglo XIX, con la revolución liberal, el "progresismo" se identificó, además, con la defensa de las libertades públicas y los derechos individuales (laicismo, libertad de culto, libertad de expresión), y en el siglo XX agregó la idea de que la función del Estado es preocuparse de la igualdad de oportunidades, "aplanar la cancha" para eliminar las ventajas de la cuna. Esto asoció al "progresismo" con la izquierda, aunque también con el centro y, en muy contadas excepciones, con algunos proyectos de derecha.
Después de toda la experiencia del siglo XX y lo que va del XXI, ¿puede llamarse "progresista" un régimen que reprima las libertades públicas o los derechos individuales, o que impida la disputa legítima de las ideas por el gobierno, o que entronice en el poder a ciertos individuos o a "partidos de Estado"? Taxativamente, no.
La Cuba de los Castro no es progresista, y no lo ha sido por lo menos desde que Fidel notificó a los intelectuales que "dentro de la revolución, todo, fuera de la revolución, nada" (y los intelectuales que bajaron la cerviz ante esa orden totalitaria tampoco merecerían denominarse progresistas; por ejemplo, García Márquez). Venezuela, donde la calidad de vida sólo ha retrocedido, no tiene nada de progresista, y los rastrojos que quedaban del "socialismo del siglo XXI" fueron liquidados el jueves pasado, el día en que el carcelero de Caracas se ganó su lugar en la historia. En Nicaragua, la épica progresista del sandinismo ha terminado en la burocracia (suponiendo que sólo es eso) del matrimonio Ortega-Murillo.
Syriza logró convertir en "conservador" al Pasok, el socialismo histórico, pero tiene a Grecia en el basurero de Europa: ¿Puede ser considerado progresista? El programa de Podemos busca destruir al PSOE español, promueve una "nueva política" basada en la TV, Facebook y los memes, y ha logrado asegurar la permanencia de los conservadores en el poder: ¿Progresista?
El Frente Amplio chileno ya ha planteado este desafío a la ex Concertación y a la agonizante Nueva Mayoría: la propiedad del progresismo está en discusión. La ex Concertación cree que el progreso se genera en las instituciones, se nutre de la historia y opera por agregación y avance; la ruptura está fuera de su diccionario, como lo estuvo fuera de la transición. El Frente Amplio -o la parte hegemónica de él, que tampoco se sabe exactamente cuál es, así están las cosas- desconfía de la palabra progreso, se nutre del antiinstitucionalismo de la calle y considera la historia como un insumo académico, no como un órgano vivo y continuo (aunque si no has pasado por la academia, te basta con la calle); la ruptura es la palabra principal de su diccionario.
Según van las cosas, la confrontación decisiva de la política chilena este año no será entre la centroderecha y la centroizquierda, sino entre el progresismo y el progresismo, porque alguien (o muchos) ha creído que es el momento de iniciar esa contienda, con la perspectiva no de ganar, sino de perder para ganar alguna vez, algún día.
Desde antes de los 90, la derecha ha venido apostando a la separación del centro con la izquierda, lo que conduciría, según los optimistas, a un gran bloque del centro con la derecha, al estilo alemán. Los pesimistas han calculado que el centro tomaría su antiguo "camino propio" y con ello se recompondrían los tres tercios que condujeron a Chile a la peor crisis institucional de su historia.
No tuvo que esperar a que esa profecía se cumpliese. El tercer tercio ya se ha creado, sólo que no por el centro, sino por la izquierda "progresista", recién bañada y peinada, que le quiere arrebatar el jabón a las izquierdas anteriores, convertidas ahora en "conservadoras". Está por verse el dato más importante –cuál es su magnitud real-, pero por de pronto ese sector ya está contribuyendo a incrementar las tensiones centrífugas que son hoy casi la única fuerza vigente dentro de la Nueva Mayoría.
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