La vocera intermitente
Hace unos meses me llamaron. Era un periodista de un portal de noticias que buscaba saber mi opinión sobre Alejandra Bravo, la presidenta del PRI. Algo había dicho, una frase desconcertante que el periodista me repitió. Yo me disculpé, no podía decir nada porque no tenía idea quién era ella ni qué pensaba. Tampoco tenía claro en qué contexto había dado la declaración. Ahora sé quién es, sé cómo se llama; sé que es vocera de Chile Vamos, candidata a diputada y que asegura –como suelen decir los políticos de derecha- representar a un mundo de centro que vive en un desamparo que ellos se encargarán de resolver.
Después de la entrevista que le concedió a El Dínamo, Alejandra Bravo se ganó un lugar en mi memoria. Quedó ahí anclada a un pesado saco de declaraciones desconcertantes, aliñadas de una ignorancia insolente y mordaz. Ofendiendo y desvirtuando como quien conduce un tractor sin freno calzando taco aguja y con ánimo de fiesta. Una estupenda pupila de la era de Donald Trump en plena pesca de arrastre. Leí y releí su entrevista –un bosque tupido de maleza- y no había por dónde empezar. Tal vez por su obsesión por los autos ajenos o la habilidad para esquivar las esquirlas de SQM que le llegan tan de cerca. Cada respuesta era una pirueta vacía de hechos y repleta de dardos envenenados a los adversarios y a los aliados. Un festival de reinterpretaciones de la actualidad tejido con maña y ambigüedad. Torcía los datos del viaje del diputado Boric a Magallanes, sugiriendo gastos que no fueron tales, y designaba como "metáfora" un símil burdo y confuso que escribió sobre los incendios y el aborto en su cuenta twitter en medio del desastre. Nos reveló además que buscaba fotos para colgar en su cuenta en esa red social, sin siquiera darse el trabajo de verificar su origen. Lo que realmente le interesaba era que las imágenes cumplieran la función de encumbrar a su candidato y, de paso, sus propósitos. No hay mejor momento que una calamidad para llevar agua al molino propio.
En la entrevista, la señora Bravo se refugiaba en la etimología de una palabra para justificar su desprecio por la causa del matrimonio igualitario. ¿Sabrá ella que en su raíz latina la palabra 'familia' aludía al conjunto de sirvientes y esclavos de una propiedad? ¿También querrá preservar esa etimología? ¿Sabrá que Platón hizo decir a Sócrates en la República que la democracia nace cuando los pobres, después de derrotar a sus adversarios, matan a algunos y destierran a otros mientras que dan al resto una cuota igual de libertad y poder? Hacer política recurriendo al origen de las palabras para argumentar posiciones puede ser un arma de doble filo, sobre todo para quien usa un capítulo de los Simpson como su único referente cultural durante una larga conversación.
Luego de la entrevista de Alejandra Bravo vino el revuelo, una excelente señal para quienes aplican los criterios del reality show a la política: figurar a costa de lanzar basura con ventilador, hacerse conocido a costa de lo que sea. Distinguidas personalidades del conglomerado del que la señora Bravo es vocera se apuraron en sostener que no pensaban como ella, mientras ella misma advertía que a veces hablaba en representación de su sector y otras no. Como las luces intermitentes de los adornos navideños o los semáforos.
La presidenta del PRI aprovechó el malestar que provocaron sus declaraciones para lamentarse por la manera en que sus ideas eran desvirtuadas, confesó que a ella la "tildaban" de conservadora, sin serlo, a pesar de oponerse a la despenalización del aborto y al matrimonio igualitario. El problema no era ella ni sus mensajes, el problema éramos nosotros que estábamos empeñados en malinterpretarla o no nos concentrábamos lo suficiente para extraer la naturaleza de su pensamiento. También se mostró preocupada por quienes la criticaban, sugiriendo que retrucarla era un signo de intolerancia. Todo indica que la señora Bravo cree que en eso consiste la libertad de expresión, en la impunidad para agitar la propia ignorancia con orgullo y esperar que rinda frutos sin que nadie chiste. El estilo perfecto para una época en que la realidad se explica con hechos alternativos y la irresponsabilidad es vista como una virtud necesaria para alcanzar el triunfo.
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