Por qué los millennials somos distintos (y muy parecidos) a ustedes

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La semana pasada Óscar Contardo explicó en estas páginas "por qué algunos viejos odiamos a los millennials" y generó muchos comentarios. Ahora la escritora de 27 años Constanza Gutiérrez, autora de Incompetentes y Terriers, le responde.




A lo largo de la historia, los adultos siempre han reprobado las costumbres de los jóvenes, e incluso yo, que nací en 1990, he pensado alguna vez en lo extrañas y ajenas que me parecen algunas prácticas de los que nacieron en el 2000. Toda la vida ha sido igual: lo viejo está contra lo nuevo. Y cuando la novedad por fin es aceptada, tiene los días contados: pronto se propondrá otra cosa.

La discusión es vieja. Pienso en Platón, diciendo que la masificación de la escritura atentaba contra la sabiduría. En la Querella de los antiguos y los modernos, durante el siglo XVII, en la que los clasicistas, convencidos de que los hombres del pasado eran insuperables, se enfrentaban a los que sostenían que los modernos eran los mejores (habían inventado las armas de fuego y la brújula). En los que dijeron que la imprenta sólo serviría para difundir información dudosa y confundir a los jóvenes, y en los que temían que el teléfono eliminara por completo la comunicación cara a cara. A fines del 1700, leer novelas y romances corrompía la moral de prometedores jóvenes y, a mediados del 1800, jugar ajedrez era sólo para temerarios. Baudelaire odiaba la fotografía porque vendría a degradar los retratos; según él, las pinturas serían olvidadas por su culpa.

Una tras otra, las actividades e ideas de los jóvenes —lo nuevo— han sido calificadas de demoníacas por la generación anterior: Lord Byron hasta escribió un poema en contra de ese inmoral baile, el vals, y aquellos que pelearon con sus mayores por escuchar jazz, luego se quejaron del rocanrol de sus hijos. En los cincuenta era Elvis Presley y sus movimientos de cadera, en los sesenta eran Los Beatles y su pelo largo, y fue en 1976 que la revista New York llevó en portada una reflexión de Tom Wolfe donde decía que esa, esa sí que sí, era la década del "yo". Lo mismo de lo que se nos acusa ahora a nosotros, los nacidos después de 1980, los millennials. Dicen que somos sólo egolatría, frivolidad, impaciencia e inmoralidad y temen dejarnos a cargo del mundo.

Como suele suceder con las etiquetas, los que hemos sido agrupados bajo la de "millennial" ni siquiera pensamos en ella. Debe haberla puesto alguien que no forma parte del grupo, como ocurre en el resto de las taxonomías (el antropólogo, a pesar de participar en la comunidad, la describe como un extranjero; y lo es). Alguien que no pensó, por cierto, en que no existe tal cosa como una juventud universal homogénea. Es verdad que actualmente existen pautas de consumo similares en muchas partes, pero ¿cómo va a ser lo mismo haber nacido en 1990 en Chile, en un país destruido culturalmente por una dictadura, que en Estados Unidos durante el gobierno de George Bush padre?, ¿a qué millennials odian los que odian a los millennials?

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Pecando de lo que nos acusan, los mayores nos ven a todos iguales simplemente por el decorado: las cuentas de Instagram y los emojis nos convierten en una misma cosa desperdigada por el mundo. Dicen que vivimos en una escenografía vintage, romantizando un pasado al que despojamos de conflictos, mientras que son ellos los que romantizan el pasado, con su viejo tópico de que lo antiguo es mejor, y nos despojan de todo conflicto a nosotros, viendo totalidad en un mundo de particularidades. Reflexionan respecto a nuestra impaciencia —porque nacimos en un momento en el que la comunicación a distancia es fluida y obtenemos en horas lo que antes tardaba meses— como si no hubiesen sido ellos mismos, no hace mucho, los que crecieron con tecnología que sus padres ni imaginaban, los impacientes en relación a los viejos. Ahora apenas tienen unos años más que nosotros y nos acusan de flojera y falta de compromiso. Esperan que, en este mundo lleno de ruido y carente de grandes relatos, establezcamos un enemigo y nos unamos contra él. Esperan que seamos jóvenes de una manera en la que ahora es imposible.

Los que nos tratan de apáticos y flojos nos evalúan desde la comodidad del relato con el que se hicieron adultos, sin considerar que nosotros vivimos otra realidad que no tiene que ver con los emojis y WhatsApp. Ir a la universidad ya no garantiza nada automáticamente, comprar una casa es imposible. Mi padre y mi madre, nacidos en 1954 y 1960, licenciado en castellano y asistente social, respectivamente, pudieron comprar una casa teniendo 30 y 24 años. Yo tengo 27 años y una licenciatura en literatura, trabajo de manera independiente (a veces corrigiendo libros, otras escribiendo para medios) y, cuando lo intenté, no pude abrir una cuenta corriente. Ni siquiera imagino una propiedad a mi nombre. Mi generación está preocupada de pagar el crédito universitario que prometió mejorar su calidad de vida (y no siempre lo hizo). Ya no puede existir una gerontocracia porque ésta se basaba en que los mayores nos enseñaban cómo funcionaba el mundo, porque, efectivamente, conocían su funcionamiento. Eso ya no es así. ¿Cómo podrían guiarnos en un contexto cada vez más complejo? Un mundo con problemáticas a los que ellos jamás se enfrentaron, uno en el que si un hombre enojado y machista sube fotos de su ex novia desnuda a internet, no hay manera de controlar su alcance. Estarán ahí para siempre. Un mundo en el que nos preguntamos cómo acoger a niños y niñas trans, algo que ellos ni imaginaban. Un mundo donde las mujeres exigimos derechos reproductivos.

Frente al cambio de escenario, la generación millennial ha tenido que hacer las cosas distintas, pero no tanto. Intentamos hacerlas como otros no pudieron. La diputada Camila Vallejo (1988) fue al Congreso con su guagua en brazos el día que no tuvo quién la cuidara; ella y el diputado Gabriel Boric (1986) van a las marchas, se acercan a la gente y se alejan de la política en la medida de lo posible. Si algo nos quedó claro con los debates de los precandidatos a primarias es que el discurso de la vieja guardia es maqueteado y tieso. Como caballos de carrera, miran sólo al frente, no se mueven del libreto que aprendieron.

Por supuesto, hay mejores maneras que la mía de describir esta tensión entre generaciones, porque lo evidente es que convivimos, dialogamos y, obviamente, estamos muy atentos a lo que hace cada generación. El poeta Germán Carrasco lo dijo mejor y con más humor en su poema "Daguerrotipo en marco de caoba de un poeta modernista que mira al horizonte con los ojos estrellados", texto que, por cierto, aparece en una antología que Gabriel Boric presentó el año pasado (¿hay otros políticos en Chile que lean poesía?): "minimalismo o como quiera se llame / a esa tendencia entonces en boga / y que como toda moda se ubica —cosa de segundos— / en el kárdex de la obsolescencia y lo ridículo / como esas melenas afro de la onda disco / o bigotes bolcheviques en fotografías / que los hijos usan para reírse de los padres; / quizás por eso tienen sentido las polaroides: / se borran cada tanto: muy poético, / pensándolo bien: muy visual, concreto / y todas esas pastas re modernas / para distraer o entretener a la gilada; / el sol, sin ir más lejos, como siempre, / que oxida las páginas de los árboles y las / ubica en salderías o en el suelo: un / mundo entero de segunda mano. (todo / es vintage, o lo será alguna vez)".

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