Opinión: La ambición de ser poeta

Unos pocos escritores tienen el don de manejarse con habilidad en géneros como la prosa y el verso.




Yo soy un poeta fracasado. Tal vez todos los novelistas quieren primero escribir poesía, y después descubren que no pueden y prueban con el cuento, que es la forma más exigente después de la poesía. Y después de fracasar en el cuento, sólo entonces un autor se dedica a escribir novelas", confesó William Faulkner en la célebre entrevista que dio a la revista Paris Review. Se trata de una reflexión tajante y para el bronce, y de una experiencia común a muchos narradores. Basta revisar casos tan disímiles como el de Joyce, Aragon, Carver, Bukowski y Bolaño para quedar convencido de lo que asevera Faulkner.

Sin embargo, el principio expuesto por Faulkner es parcial. No todos los escritores comienzan de la misma forma. Existen los prosistas innatos: Stendhal, Henry James, Proust y Kafka sólo se remitieron al espectro narrativo.

De cualquier manera, parece natural considerar que la poesía es por lo menos un tipo de lectura crucial para cualquier novelista. Así me lo señaló José Donoso, la única vez que lo vi, en una aciaga tarde, hace más de dos décadas, en su casa en Galvarino Gallardo. Para él habían sido fundamentales las lecturas de T.S. Eliot y Ezra Pound. Le habían abierto la cabeza, lo habían conmovido con el lenguaje que desplegaban, en donde lo lírico y lo prosaico se fundían como en los pasajes más oscuros y radiantes de El obsceno pájaro de la noche. No es casual la mención de Donoso, quien escribió Poemas de un novelista, un libro mal recibido en su momento y que habría que volver a leer para deliberar sobre su valor, si es que lo tiene.

Lo cierto es que unos pocos escritores tienen el don de manejarse con habilidad en géneros como la prosa y el verso. Entre los poetas que llegaron a convertirse en narradores asombrosos habría que mencionar al norteamericano E.E. Cummings, que tiene obras de ficción basadas en sus experiencias en la guerra, y al cubano José Lezama Lima, cuya poética de corte onírico tiene directa relación con su espesa novela Paradiso.

En cambio, es bastante más inaudito que un narrador devenga en un poeta estimable. Los poemas de Thomas Bernhard son diminutos al lado de sus ficciones; y los de Malcolm Lowry no alcanzan la fuerza alucinada que late en la prosa de Bajo el volcán. Pienso en Quevedo, Thomas Hardy y Robert Graves como parte de los pocos autores que son capaces de tener obras poéticas y narrativas de igual envergadura.

Todas estas disquisiciones asomaron en mi mente luego de leer con delectación y sorpresa el conjunto de poemas El placer de los demás, de Pablo Azócar. En este libro no encontramos el zumbido quejoso tan propio de los poetas debutantes. Azócar, por el contrario, muestra una madurez tal que no esconde sus influencias: es un abierto discípulo de Parra y un continuador de Bertoni. Trabaja con lo que se escucha en la calle y no peca de ingenioso ni le sobran palabras. Escribe con la absoluta seguridad de que los límites entre un buen verso y una frase exacta son difusos e innecesarios.

La poesía, como bien lo demuestra este libro, radica justamente en la condensación máxima de elementos prosaicos, no en su eliminación. Por eso los poemas de El placer de los demás se leen con placer; son graciosos, leves y desvergonzados. Parecen escritos sin esfuerzo, lo que es una demostración de la libertad que irradian. Con este libro, Azócar vuelve al ruedo literario con un desparpajo digno de celebrar.

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