Pese al Superclásico, la vida sigue igual en Ñuñoa

No es tan amargo el fracaso si no se saborean antes las mieles del triunfo. Un partido. Un laberinto de emociones.




El fútbol es un estado de ánimo. O tal vez muchos. Y si no que se lo pregunten a los hinchas de la U, que en poco más de noventa minutos los experimentaron todos. Y es que ni el guionista más retorcido de Hollywood habría podido diseñar un guión con un desenlace tan despiadado.

Se respiraba, en las horas previas al inicio del Superclásico, un clima tenso, como de falsa tregua. Incondicionales albos y azules avanzaban rumbo al Nacional por veredas opuestas, separados por una avenida y muchas otras cosas. Tan fingida resultó la tregua, que la salida del metro Ñuble volvió a ser testigo de una lamentable batalla campal entre hinchas de uno y otro equipo, que a falta de una hora para el pitazo inicial, trataron de resolver con piedras lo que debiera ser dilucidado con goles. En el recinto del estadio, entretanto, reina la calma, y tan solo los helicópteros de carabineros que sobrevuelan el feudo, dan cuenta de la magnitud real del choque.

25.000 espectadores y la primera ovación del día, cuando por megafonía anuncian la presencia en el arco azul del 25. En el sector de la Garra Blanca, barristas colocolinos hacen ondear un lienzo de la U, su particular trofeo de guerra. Al saltar al pasto, los protagonistas son recibidos con alboroto y pirotecnia.

Una gran atajada de Herrera ante un disparo de Suazo, marca el inicio del primer gran cara a cara del Clásico. El arquero angolino sale victorioso de todos los envites. Al Chupete no le salen las cosas, ni las cuentas, y parece desquiciado. Felipe Flores se convierte en el centro de su ira.

A los 17, Ubilla firma la apertura de la cuenta, con un punto de fortuna en su remate, y se desata la euforia. La hinchada azul parece recuperar la fe perdida.  Lo celebra con cánticos hasta que  un mal control de Maxi Rodríguez colma la paciencia de un buen grupo de espectadores.

Alcanzado el entretiempo, los seguidores del cuadro estudiantil festejan su triunfo provisorio; el éxito logrado en un primer asalto en el que el respeto le pudo al descaro.

Tras la reanudación, el escenario cambia. Una gran asistencia de Valdés permite a Paredes restablecer las tablas. El ariete celebra con rabia, despertando  a la hinchada alba de su letargo y resucitando, de paso, viejos fantasmas.

En el sector de la galería sur, tres barristas invaden la cancha y amenazan con quemar un lienzo del Cacique conquistado en la batalla previa a la batalla.

Empatados a lienzos, y a goles, el partido ingresa en su recta final. Tras un largo silencio, plagado  de expectación y de miedo, la entrada de Leandro Benegas hace regresar al auditorio de su letargo.

El duelo se vuelve especialmente tosco e intenso en los instantes finales, con frecuentes encontronazos y vehementes reivindicaciones arbitrales por parte de una y otra hinchada. Un penal cobrado en el tiempo de adición enmudece el Nacional. Convierte Esteban Paredes, que recorre la pista atlética en su celebración, seguido por hinchas y compañeros.

Con 1-2 el pitazo final es ya lo de menos.  Los futbolistas de Colo Colo permanecen largo rato en la cancha, saboreando el triunfo logrado, como reviviéndolo antes de que termine. La hinchada local despide a sus guerreros entre aplausos. El árbitro abandona el césped refugiándose del lanzamiento de objetos. La vida sigue igual en Ñuñoa.

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