Columna de Héctor Soto: Políticos descolocados
El país de hoy es una mezcla rara e inestable de pulsiones arcaicas que se combinan con tendencias, costumbres y aspiraciones muy recientes. Ninguna muy barata, hay que decirlo.
Con todos los cambios que ha experimentado la sociedad chilena en el último tiempo, sería injusto no reconocer las adversidades que están enfrentando los políticos. Se dirá que antes el gremio las tenía demasiado fáciles y eso seguramente es cierto. Pero el tablero cambió, entre otras cosas porque no se ha vuelto un incordio tratar de leer al país en su voluntad y aspiraciones más profundas. Lo más probable a estas alturas, incluso, es que ya no haya nada parecido a eso. Hay aspiraciones, claro, de distintos sectores y grupos. Pero son múltiples, son diversas, muchas veces se contradicen y a menudo se tornan del todo excluyentes. Así las cosas, en la planilla de cálculo donde antes entraban tres o cuatro variables, hoy día hay que meter 20 o 100.
Los datos de tendencias, de identidades y climas anímicos, que en otra época parecían ser parte del paisaje, en corto tiempo parecieron licuarse o gasificarse. Después de que los jóvenes en los años 90 se marginaran por distintas razones del sistema político y luego de que el Congreso estableciera el voto voluntario, por ejemplo, cada elección se ha vuelto un poco un salto al vacío. Es verdad que actualmente hay encuestas para todo. Pero, como entre otras cosas no hay series largas, los sondeos con frecuencia entregan más dudas que certezas. Lo que ocurre es que no está fácil interpretar de buenas a primeras al país de hoy y a lo mejor eso podría explicar, al menos en parte, la brecha que existiría entre las conversaciones y los discursos políticos que se escuchan por aquí y por allá y las demandas mayoritarias o emociones predominantes del país real, del país de todos los días, del país que -en la imagen prototípica, consabida y por supuesto falsa- sale por la mañana a trabajar y vuelve a casa por la noche a comer y a dormir.
No hay duda de que las sensaciones de desconcierto, de descolocación, provienen del proceso transformador en que está la sociedad chilena y cuyo desenlace no solo es difícil de anticipar, sino además inútil, puesto que se trata de una dinámica que no se detendrá. Obviamente, no todo es nuevo. El país de hoy es una mezcla rara e inestable de pulsiones arcaicas que se combinan con tendencias, costumbres y aspiraciones muy recientes. Ninguna muy barata, hay que decirlo. Era cosa de verlo esta semana en las imágenes que entregó la televisión de "la marea roja" que acompañó a la Selección a Rusia. Todo un fenómeno. En todo caso, el ascenso de los nuevos sectores medios definitivamente cambió el mapa y reconocerlo, dimensionarlo, procesarlo e internalizarlo son cuestiones que, por cierto, toman tiempo.
Así como a la derecha, en un abrir y cerrar de ojos, prácticamente se le desapareció el Chile fáctico que a través de redes visibles e invisibles de influencia le permitían reclutar a la elite, controlar el poder y gobernar la opinión, a la izquierda se le esfumó el proletariado urbano, que había sido su gran fragua y hábitat natural, y luego la caída del muro la enfrentó a un dilema perentorio de renovación. La secularización del nuevo Chile, a su turno, junto con quitarles piso a los sectores más conservadores, cerró muchos de los ductos a través de los cuales la DC, el partido que durante décadas copó el centro político, había mantenido un grado de interlocución razonable con la clase media más tradicional.
Quizás ninguno de los sectores políticos se ha repuesto enteramente de lo que significaron estos golpes. Pero han tenido que asimilarlos, así sea parcialmente. Quizás los dirigentes de partidos no se dan cuenta, pero es impresionante, por ejemplo, el sesgo individualista que adoptó la política chilena. Esto ya no se discute. Lo que fue siempre el registro de la derecha, ahora también lo es el de la izquierda. Por eso, este sector desmanteló su discurso de las colectivizaciones y abrazó el de los derechos sociales, un tanto más congruente con lo que el Estado pueda acarrear en términos de beneficios al metro cuadrado en que se mueve de cada cual.
Hoy, la política chilena no pasa por grandes colectivos. Pasa por individuos muy autónomos: trabajadores, vecinos, profesionales, vendedores, transportistas, comerciantes, jefas de hogar. En Chile cae el empleo formal y se dispara el empleo por cuenta propia. La gente no se queda esperando que el Estado la salve. Sale adelante por sí misma, a enormes costos muchas veces. Pero ahí está, poco expresiva y con el ojo puesto en las oportunidades del día a día. Muy orgullosa de sí misma y de lo que consigue, por lo visto. Nunca tan contenta, a lo mejor, como muestran los spots publicitarios de los supermercados, las gaseosas o el retail, pero quizás nunca tan indignada y sufriente, tampoco, como vienen suponiendo desde hace años los profetas del Chile resentido y lloroso.
Las próximas elecciones no resolverán los problemas del país, pero al menos permitirán dimensionar cuánto pesa uno y otro.
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